EXHORTACIÓN APOSTÓLICA MARIALIS CULTUS

Para la recta ordenación y desarrollo del culto
a la Santísima Virgen María
Papa Pablo VI - 1974

INTRODUCCIÓN

OCASIÓN, FINALIDAD Y DIVISIÓN DEL DOCUMENTO

Desde que fuimos elegidos a la Cátedra de Pedro, hemos puesto constante cuidado en incrementar el culto mariano, no sólo con el deseo de interpretar el sentir de la Iglesia y nuestro impulso personal, sino también porque tal culto -como es sabido- encaja como parte nobilísima en el contexto de aquel culto sagrado donde confluyen el culmen de la sabiduría y el vértice de la religión y que por lo mismo constituye un deber primario del pueblo de Dios (1).
Pensando precisamente en este deber primario Nos hemos favorecido y alentado la gran obra de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Ecuménico Vaticano II; y ocurrió, ciertamente no sin un particular designio de la Providencia divina, que el primer documento conciliar, aprobado y firmado «en el Espíritu Santo» por Nos junto con los padres conciliares, fue la Constitución Sacrosanctum Concilium, cuyo propósito era precisamente restaurar e incrementar la Liturgia y hacer más provechosa la participación de los fieles en los sagrados misterios (2). Desde entonces, siguiendo las directrices conciliares, muchos actos de nuestro pontificado han tenido como finalidad el perfeccionamiento del culto divino, como lo demuestra el hecho de haber promulgado durante estos últimos años numerosos libros del Rito romano, restaurados según los principios y las normas del Concilio Vaticano II. Por todo ello damos las más sentidas gracias al Señor, Dador de todo bien, y quedamos reconocidos a las Conferencias Episcopales y a cada uno de los obispos, que de distintas formas ha cooperado con Nos en la preparación de dichos libros.
Pero, mientras vemos con ánimo gozoso y agradecido el trabajo llevado a cabo, así como los primeros resultados positivos obtenidos por la renovación litúrgica, destinados a multiplicarse a medida que la reforma se vaya comprendiendo en sus motivaciones de fondo y aplicando correctamente, nuestra vigilante actitud se dirige sin cesar a todo aquello que puede dar ordenado cumplimiento a la restauración del culto con que la Iglesia, en espíritu de verdad (cf. Jn 4,24), adora al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, «venera con especial amor a María Santísima Madre de Dios» (3) y honra con religioso obsequio la memoria de los Mártires y de los demás Santos.
El desarrollo, deseado por Nos, de la devoción a la Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto que «justa y merecidamente» se llama «cristiano» -porque en Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre-, es un elemento cualificador de la genuina piedad de la Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la Iglesia refleja en la praxis cultual el plan redentor de Dios, debido a lo cual corresponde un culto singular al puesto también singular que María ocupa dentro de él(4); asimismo todo desarrollo auténtico del culto cristiano redunda necesariamente en un correcto incremento de la veneración a la Madre del Señor. Por lo demás, la historia de la piedad filial como «las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios, aprobadas por la Iglesia dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa» (5), se desarrolla en armónica subordinación al culto a Cristo y gravitan en torno a él como su natural y necesario punto de referencia. También en nuestra época sucede así. La reflexión de la Iglesia contemporánea sobre el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza la ha llevado a encontrar, como raíz del primero y como coronación de la segunda, la misma figura de mujer: la Virgen María, Madre precisamente de Cristo y Madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la misión de María, se ha transformado en gozosa veneración hacia ella y en adorante respeto hacia el sabio designio de Dios, que ha colocado en su Familia -la Iglesia-, como en todo hogar doméstico, la figura de una Mujer, que calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y «protege benignamente su camino hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del Señor» (6).
En nuestro tiempo, los caminos producidos en las usanzas sociales, en la sensibilidad de los pueblos, en los modos de expresión de la literatura y del arte, en las formas de comunicación social han influido también sobre las manifestaciones del sentimiento religioso. Ciertas prácticas cultuales, que en un tiempo no lejano parecían apropiadas para expresar el sentimiento religioso de los individuos y de las comunidades cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas porque están vinculadas a esquemas socioculturales del pasado, mientras en distintas partes se van buscando nuevas formas expresivas de la inmutable relación de la criatura con su Creador, de los hijos con su Padre. Esto puede producir en algunos una momentánea desorientación; pero todo aquel que con la confianza puesta en Dios reflexione sobre estos fenómenos, descubrirá que muchas tendencias de la piedad contemporánea -por ejemplo, la interiorización del sentimiento religioso- están llamadas a contribuir al desarrollo de la piedad cristiana en general y de la piedad a la Virgen en particular. Así nuestra época, escuchando fielmente la tradición y considerando atentamente los progresos de la teología y de las ciencias, contribuirá a la alabanza de Aquella que, según sus proféticas palabras, llamarán bienaventurada todas las generaciones (cf. Lc 1,48).
Juzgamos, por tanto, conforme a nuestro servicio apostólico tratar, como en un diálogo con vosotros, venerables hermanos, algunos temas referentes al puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto de la Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio Vaticano II (7) y por Nos mismo (8), pero sobre los que no será inútil volver para disipar dudas y, sobre todo, para favorecer el desarrollo de aquella devoción a la Virgen que en la Iglesia ahonda sus motivaciones en la Palabra de Dios y se practica en el Espíritu de Cristo.
Quisiéramos, pues, detenernos ahora en algunas cuestiones sobre la relación entre la sagrada Liturgia y el culto a la Virgen (I); ofrecer consideraciones y directrices aptas a favorecer su legítimo desarrollo (II); sugerir, finalmente, algunas reflexiones para una reanudación vigorosa y más consciente del rezo del Santo Rosario, cuya práctica ha sido tan recomendada por nuestros Predecesores y ha obtenido tanta difusión entre el pueblo cristiano (III).

PARTE I

EL CULTO A LA VIRGEN EN LA LITURGIA

1. Al disponernos a tratar del puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto cristiano, debemos dirigir previamente nuestra atención a la sagrada Liturgia; ella, en efecto, además de un rico contenido doctrinal, posee una incomparable eficacia pastoral y un reconocido valor de ejemplo para las otras formas de culto. Hubiéramos querido tomar en consideración las distintas Liturgias de Oriente y Occidente; pero, teniendo en cuenta la finalidad de este documento, nos fijaremos casi exclusivamente en los libros de Rito romano: en efecto, sólo éste ha sido objeto, según las normas prácticas impartidas por el Concilio Vaticano II (9), de una profunda renovación, aún en lo que atañe a las expresiones de la veneración a María y que requiere, por ello, ser considerado y valorado atentamente.

SECCIÓN PRIMERA
LA VIRGEN EN LA LITURGIA ROMANA RESTAURADA

2. La reforma de la Liturgia romana presuponía una atenta revisión de su Calendario General. Éste, ordenado a poner en su debido resalto la celebración de la obra de la salvación en días determinados, distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta la espera de su venida gloriosa (10), ha permitido incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.
3. Así, durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen -aparte la solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga (11), sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías (12), y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor (13).
4. De este modo, los fieles que viven con la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo (14), se sentirán animados a tomarla como modelos y a prepararse, «vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza» (15), para salir al encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes.
5. El tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella «cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador» (16): efectivamente, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña venerante la vida santa que llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre justo (cf. Mt 1,19).
En la nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada en el día primero de enero, según la antigua sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir al Autor de la vida (17); y es así mismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo año hemos instituido la «Jornada mundial de la Paz», que goza de creciente adhesión y que está haciendo madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres.
6. A las dos solemnidades ya mencionadas -la Inmaculada Concepción y la Maternidad divina- se deben añadir las antiguas y venerables celebraciones del 25 de marzo y del 15 de agosto.
Para la solemnidad de la Encarnación del Verbo, en el Calendario Romano, con decisión motivada, se ha restablecido la antigua denominación -Anunciación del Señor-, pero la celebración era y es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace «hijo de María» (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del «fiat» salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: «He aquí que vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su «fiat» generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención.
La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y ala humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo «en común con ellos la carne y la sangre» (Hb 2, 14; cf. Gal 4, 4). La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre (18). Cuatro solemnidades, pues, que puntualizan con el máximo grado litúrgico las principales verdades dogmáticas que se refieren a la humilde Sierva del Señor.
7. Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como las fiestas de la Natividad de María (8 setiembre), «esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación» (19); de la Visitación (31 mayo), en la que la Liturgia recuerda a la «Santísima Virgen... que lleva en su seno al Hijo» (20), que se acerca a Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de Dios Salvador (21); o también la memoria de la Virgen Dolorosa (15 setiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo «exaltado en la Cruz a la Madre que comparte su dolor» (22).
También la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha restituido la denominación de la Presentación del Señor, debe ser considerada para poder asimilar plenamente su amplísimo contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la persecución (cf. Lc 2, 21-35).
8. Por más que el Calendario Romano restaurado pone de relieve sobre todo las celebraciones mencionadas más arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a motivo de culto local, pero que han adquirido un interés más amplio (11 febrero: la Virgen de Lourdes; 5 agosto: la dedicación de la Basílica de Santa María); a otras celebradas originariamente en determinadas familias religiosas, pero que hoy, por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales (16 julio: la Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del Rosario); y algunas más que, prescindiendo del aspecto apócrifo, proponen contenidos de alto valor ejemplar, continuando venerables tradiciones, enraizadas sobre todo en Oriente (21 noviembre: la Presentación de la Virgen María); o manifiestan orientaciones que brotan de la piedad contemporánea (sábado del segundo domingo después de Pentecostés: el Inmaculado Corazón de María).
9. Ni debe olvidarse que el Calendario Romano General no registra todas las celebraciones de contenido mariano: pues corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las normas litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas propias de las distintas Iglesias locales. Y nos falta mencionar la posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica mariana con el recurso a la Memoria de Santa María «in Sabbato»: memoria antigua y discreta, que la flexibilidad del actual Calendario y la multiplicidad de los formularios del Misal hacen extraordinariamente fácil y variada.
10. En esta Exhortación Apostólica no intentamos considerar todo el contenido del nuevo Misal Romano, sino que, en orden a la obra de valoración que nos hemos prefijado realizar en relación a los libros restaurados del Rito Romano (23), deseamos poner de relieve algunos aspectos y temas. Y queremos, sobre todo, destacar cómo las preces eucarísticas del Misal, en admirable convergencia con las liturgias orientales (24), contienen una significativa memoria de la Santísima Virgen. Así lo hace el antiguo Canon Romano, que conmemora la Madre del Señor en densos términos de doctrina y de inspiración cultual: «En comunión con toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la glorioso siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor»; así también el reciente Canon III, que expresa con intenso anhelo el deseo de los orantes de compartir con la Madre la herencia de hijos: «Qué Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen». Dicha memoria cotidiana por su colocación en el centro del Santo Sacrificio debe ser tenida como una forma particularmente expresiva del culto que la Iglesia rinde a la «Bendita del Altísimo» (cf. Lc 1,28).
11. Recorriendo después los textos del Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas marianos de la eucología romana -el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de gracia, de la Maternidad divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del «templo del Espíritu Santo», de la cooperación a la obra del Hijo, de la santidad ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la Asunción al cielo, de la realeza maternal y algunos más- han sido recogidos en perfecta continuidad con el pasado, y cómo otros temas, nuevos en un cierto sentido, han sido introducidos en perfecta adherencia con el desarrollo teológico de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha sido introducido en los textos del Misal con variedad de aspectos como variadas y múltiples son las relaciones que median entre la Madre de Cristo y la Iglesia. En efecto, dichos textos, en la Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el exordio de la Iglesia, Esposa sin mancilla de Cristo (25); en la Asunción reconocen el principio ya cumplida y la imagen de aquello que para toda la Iglesia, debe todavía cumplirse (26); en el misterio de la Maternidad la proclaman Madre de la Cabeza y de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y próvida Madre de la Iglesia (27).
Finalmente, cuando la Liturgia dirige su mirada a la Iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra puntualmente a María: allí, como presencia orante junto a los Apóstoles (28); aquí como presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo: «... haz que tu santa Iglesia, asociada con ella (María) a la pasión de Cristo, partícipe en la gloria de la resurrección» (29); y como voz de alabanza junto a la cual quiere glorificar a Dios: «...para engrandecer con ella (María) tu santo nombre» (30), y, puesto que la Liturgia es culto que requiere una conducta coherente de vida, ella pide traducir el culto a la Virgen en un concreto y sufrido amor por la Iglesia, como propone admirablemente la oración de después de la comunión del 15 de setiembre: «...para que recordando a la Santísima Virgen Dolorosa, completemos en nosotros, por el bien de la santa Iglesia, lo que falta a la pasión de Cristo».
12. El Leccionario de la Misa es uno de los libros del Rito Romano que se ha beneficiado más que los textos incluidos, sea por su valor intrínseco: se trata, en efecto, de textos que contienen la palabra de Dios, siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12). Esta abundantísima selección de textos bíblicos ha permitido exponer en un ordenado ciclo trienal toda la historia de la salvación y proponer con mayor plenitud el misterio de Cristo. Como lógica consecuencia ha resultado que el Leccionario contiene un número mayor de lecturas vetero y neotestamentarias relativas a la bienaventurada Virgen, aumento numérico no carente, sin embargo, de una crítica serena, porque han sido recogidas únicamente aquellas lecturas que, o por la evidencia de su contenido o por las indicaciones de una atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del Magisterio o por una sólida tradición, puedan considerarse, aunque de manera y en grado diversos, de carácter mariano. Además conviene observar que estas lecturas no están exclusivamente limitadas a las fiestas de la Virgen, sino que son proclamadas en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico (31), en la celebración de ritos que tocan profundamente la vida sacramental del cristiano y sus elecciones (32), así como en circunstancias alegres o tristes de su existencia (33).
13. También el restaurado libro de La Liturgia de las Horas, contiene preclaros testimonios de piedad hacia la Madre del Señor: en las composiciones hímnicas, entre las que no faltan algunas obras de arte de la literatura universal, como la sublime oración de Dante a la Virgen (34); en las antífonas que cierran el Oficio divino de cada día, imploraciones líricas, a las que se ha añadido el célebre tropario «Sub tuum praesidium», venerable por su antigüedad y admirable por su contenido; en las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las que no es infrecuente el confiado recurso a la Madre de Misericordia; en la vastísima selección de páginas marianas debidas a autores de los primeros siglos del cristianismo, de la edad media y de la edad moderna.
14. Si en el Misal, en el Leccionario y en la Liturgia de las Horas, quicios de la oración litúrgica romana, retorna con ritmo frecuente la memoria de la Virgen, tampoco en los otros libros litúrgicos restaurados faltan expresiones de amor y de suplicante veneración hacia la «Theotocos»: así la Iglesia la invoca como Madre de la gracia antes de la inmersión de los candidatos en las aguas regeneradoras del bautismo (35); implora su intercesión sobre las madres que, agradecidas por el don de la maternidad, se presentan gozosas en el templo (36); la ofrece como ejemplo a sus miembros que abrazan el surgimiento de Cristo en la vida religiosa (37) o reciben la consagración virginal (38), y pide para ellos su maternal ayuda (39); a Ella dirige súplica insistentes en favor de los hijos que han llegado a la hora del tránsito (40); pide su intercesión para aquello que, cerrados sus ojos a la luz temporal se han presentado delante de Cristo, Luz eterna (41); e invoca, por su intercesión, el consuelo para aquellos que, inmersos en el dolor, lloran con fe separación de sus seres queridos (42).
15. El examen realizado sobre los libros litúrgicos restaurados lleva, pues, a una confortadora constatación: la instauración postconciliar, como estaba ya en el espíritu del Movimiento Litúrgico, ha considerado como adecuada perspectiva a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre Santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor.
No podía ser otra manera. En efecto, recorriendo la historia del culto cristiano se nota que en Oriente como en Occidente las más altas y las más límpidas expresiones de la piedad hacia la bienaventurada Virgen ha florecido en el ámbito de la Liturgia o han sido incorporadas a ella.
Deseamos subrayarlo: el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le han tributado con escrupuloso estudio de la verdad y como siempre prudente nobleza de formas. De la tradición perenne, viva por la presencia ininterrumpida del Espíritu y por la escucha continuada de la Palabra, la Iglesia de nuestro tiempo saca motivaciones, argumentos y estímulo para el culto que rinde a la bienaventurada Virgen. Y de esta viva tradición es expresión altísima y prueba fehaciente la liturgia, que recibe del Magisterio garantía y fuerza.

SECCIÓN SEGUNDA
LA VIRGEN MODELO DE LA IGLESIA EN EL EJERCICIO DEL CULTO

16. Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la Iglesia, profundizar un aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir: María como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. La ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (43) esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre Eterno (44).
17. María es la «Virgen oyente», que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: «la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo» (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) (46); fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida (47) y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia.
18. María es, asimismo, la «Virgen orante». Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el «Magnificat»(cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque -como parece sugerir S. Ireneo - en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: «Saltando de gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: «Mi alma engrandece al Señor...» » (49). En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.
«Virgen orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus «signos», confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos»(Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación (50). «Virgen orante» es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, «alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo» (51).
19. María es también la «Virgen-Madre», es decir, aquella que «por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo» (52): prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo» y «ejemplar» de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios» (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente» (54). Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: «Ella (María) llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas bautismales el regenerado se reviste de Cristo» (55).
20. Finalmente, María es la «Virgen oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de contradicción», (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: «Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a Dios» (56).
Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» (Heb 9, 14) y donde María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) «sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella engendrada» (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa (60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.
21. Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino, María es también, evidentemente, maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de María para glorificar a Dios: «Que el alma de María está en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu está en cada uno para que se alegre en Dios» (63). Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical «Hágase tu voluntad» (Mt 6, 10), respondió al mensajero de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Y el «sí» de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.
22. Por otra parte, es importante observar cómo traduce la Iglesia las múltiples relaciones que la unen a María en distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en amor ardiente, cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora (64); en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la Reina de misericordia y a la Madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la «llena de gracia» (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando contempla en Ella, «como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser» (65); en atento estudio, cuando reconoce en la Cooperadora del Redentor, ya plenamente partícipe de los frutos del Misterio Pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el día en que, purificada de toda arruga y toda mancha (cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21, 2).
23. Considerando, pues, venerable hermanos, la veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia universal y el renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando que la Liturgia, por su preeminente valor cultual, constituye una norma de oro para la piedad cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia, cuando celebra los sagrados misterios, adopta una actitud de fe y de amor semejantes a los de la Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación del Concilio Vaticano II a todos los hijos de la Iglesia «para que promuevan generosamente el culto, especialmente litúrgico, a la bienaventurada Virgen» (66); exhortación que desearíamos ver acogida sin reservas en todas partes y puesta en práctica celosamente.

PARTE II

POR UNA RENOVACIÓN DE LA PIEDAD MARIANA.

24. Pero el mismo Concilio Vaticano II exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras formas de piedad, sobre todo las recomendadas por el Magisterio (67) . Sin embargo, como es bien sabido, la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural. Así resulta que las formas en que se manifiesta dicha piedad, sujetas al desgaste del tiempo, parecen necesitar una renovación que permita sustituir en ellas los elementos caducos, dar valor a los perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y propuestos por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la necesidad de que las Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, las familias religiosas y las comunidades de fieles favorezcan una genuina actividad creadora y, al mismo tiempo, procedan a una diligente revisión de los ejercicios de piedad a la Virgen; revisión que queríamos fuese respetuosa para con la sana tradición y estuviera abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo. Por tanto nos parece oportuno, venerables hermanos, indicaros algunos principios que sirvan de base al trabajo en este campo.

SECCIÓN PRIMERA
NOTA TRINITARIA, CRISTOLÓGICA Y ECLESIAL EN EL CULTO DE LA VIRGEN

25. Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de modo esencialmente diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a los Santos, en quienes, la Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos han sufrido con Cristo y con El han sido glorificados (68). En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino (69). Sin embargo, nos parece particularmente conforme con las tendencias espirituales de nuestra época, dominada y absorbida por la «cuestión de Cristo» (70), que en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en particular relieve el aspecto cristológico y se haga de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el cual preestableció «con un único y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría» (71). Esto contribuirá indudablemente a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar al «pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo porque, según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días (72), «se atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo redunda en favor del Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la Reina» (73).
26. A esta alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil añadir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María, «como plasmada y convertida en nueva criatura» por El (74); reflexionando sobre los textos evangélicos -«el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35) y «María... se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (...) es obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado» (Mt 1,18.20)-, descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María (75) y la transformó en Aula del Rey (76), Templo o Tabernáculo del Señor (77), Arca de la Alianza o de la Santificación (78); títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: «la Virgen núbil se desposa con el Espíritu (79), y la llamaron sagrario del Espíritu Santo (80), expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron que de El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su «compasión» a los pies de la cruz (81); señalaron en el canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas (82); finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde el Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf. Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia (83); y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración, sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: «Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo» (84).
27. Se afirma con frecuencia que muchos textos de la piedad moderna no reflejan suficientemente toda la doctrina acerca del Espíritu Santo. Son los estudios quienes tienen que verificar esta afi rmación y medir su alcance; a Nos corresponde exhortar a todos, en especial a los pastores y a los teólogos, a profundizar en la reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación y lograr que los textos de la piedad cristiana pongan debidamente en claro su acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en particular, la misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la Iglesia; de este modo, el contenido de la fe más profundamente medido dará lugar a una piedad más intensamente vivida.
28. Es necesario además que los ejercicios de piedad, mediante los cuales los fieles expresan su veneración a la Madre del Señor, pongan más claramente de manifiesto el puesto que ella ocupa en la Iglesia: «el más alto y más próximo a nosotros después de Cristo» (85); un puesto que en los edificios de culto del Rito bizantino tienen su expresión plástica en la misma disposición de las partes arquitectónicas y de los elementos iconográficos -en la puerta central de la iconostasis está figurada la Anunciación de María en el ábside de la representación de la «Theotocos» gloriosa- con el fin de que aparezca manifiesto cómo a partir del «fiat» de la humilde Esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la gloria de la «Toda Hermosa» descubre la meta de su camino. El simbolismo mediante el cual el edificio de la Iglesia expresa el puesto de María en el misterio de la Iglesia contiene una indicación fecunda y constituye un auspicio para que en todas partes las distintas formas de venerar a la bienaventurada Virgen María se abran a perspectivas eclesiales.
En efecto, el recurso a los conceptos fundamentales expuestos por el Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la Iglesia, Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios, Cuerpo místico de Cristo (86), permitirá a los fieles reconocer con mayor facilidad la misión de María en el misterio de la Iglesia y el puesto eminente que ocupa en la Comunión de los Santos; sentir más intensamente los lazos fraternos que unen a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, «a cuya generación y educación ella colabora con materno amor» (87), e hijos también del la Iglesia, ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con leche suya y somos vivificados por su Espíritu» (88), y porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo: «Una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna de ellas engendra todo (el cuerpo) sin la otra» (89); percibir finalmente de modo más evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es como una prolongación de la solicitud de María: en efecto, el amor operante de María la Virgen en casa de Isabel, en Caná, sobre el Gólgota -momentos todos ellos salvíficos de gran alcance eclesial- encuentra su continuidad en el ansia materna de la Iglesia porque todos los hombres llegan a la verdad (cf. 1Tim 2,4), en su solicitud para con los humildes, los pobres, los débiles, en su empeño constante por la paz y la concordia social, en su prodigarse para que todos los hombres participen de la salvación merecida para ellos por la muerte de Cristo. De este modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir sin la otra, como observa de manera muy aguda San Cromasio de Aquileya: «Se reunió la Iglesia en la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por tanto no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de Este» (90). En conclusión, reiteramos la necesidad de que la veneración a la Virgen haga explícito su intrínseco contenido eclesiológico: esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de renovar saludablemente formas y textos.

SECCIÓN SEGUNDA
CUATRO ORIENTACIONES PARA EL CULTO A LA VIRGEN: BÍBLICA, LITÚRGICA, ECUMÉNICA, ANTROPOLÓGICA.

29. A las anteriores indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y con la Iglesia, queremos añadir, siguiendo la línea trazada por las enseñanzas conciliares (91), algunas orientaciones -de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico- a tener en cuenta a la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre nuestro en la Comunión de los Santos.
30. La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana (92); al contrario debe inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría encarnada.
31. Ya hemos hablado de la veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los criterios en que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar vivamente los piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: «…es necesario que tales ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo cristiano» (93). Norma sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto a la Virgen, tan variado en sus expresiones formales: requiere, efectivamente, por parte de los responsables de las comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte de los fieles, prontitud en acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la genuina naturaleza del culto cristiano, comportan a veces el cambio de usos inveterados, en los que de algún modo se había oscurecido aquella naturaleza.
A este respecto queremos aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que tienen cura de almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas u otras prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la Liturgia.
32. Por su carácter eclesial, en el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.
En primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotocos y al aclamarla «Esperanza de los cristianos» (94); se unen a los anglicanos, cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1, 46-55).
En segundo lugar, porque la piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios (95). Más aún, porque es voluntad de la Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello sea atenuado su carácter singular (96), se evite con cuidado toda clase de exageraciones que puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia católica (97) y se haga desaparecer toda manifestación cultual contraria a la recta práctica católica.
Finalmente, siendo connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la Madre (…), el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado» (98), este culto se convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único Mediador (cf. 1 Tim 2, 5), están llamados a ser una sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la unidad del Espíritu Santo (99).
33. Somos conscientes de que existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de otras Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica «en torno a la función de María en la obra de la salvación» (100) y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35) actúa en el actual movimiento ecuménico y lo fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas (cf. Lc 1, 49), será, aunque lentamente, no obstáculo sino medio y punto de encuentro para la unión de todos los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de comprobar que una mejor comprensión del puesto de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por parte también de los hermanos separados, hace más fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2, 1-12), así en nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en que los discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza halla consuelo en la observación de nuestro predecesor León XIII: la causa de la unión de los cristianos «pertenece específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no fueron engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor: porque, «¿está acaso dividido Cristo?» (cf. 1 Cor 1, 13); y debemos vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y mismo cuerpo (Rom 7, 14)» (101).
34. En el culto a la Virgen merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas de las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales concepciones antropológicas y la realidad sicosociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad igual al hombre; bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual.
Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida -se dice- resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas observaciones.
35. Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
36. En segundo lugar quisiéramos notar que las dificultades a que hemos aludido están en estrecha conexión con algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María -como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre-, hayan considerado a la Madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y ejemplar «limpidísimo» de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos según las categorías y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes, y comprende como algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.
37. Deseamos en fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (102) no a la solución de un problema contingente sino a la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo (103); se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidas y derriba sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en María, que «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor (104), una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales (105). Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones.
38. Después de haber ofrecido estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la exageración de contenidos o de formas que llegan a falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de María; ha denunciado también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que exige obras perseverantes y activas (106). Nos renovamos esta deploración: no están en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto católico. La defensa vigilante contra estos errores y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del Magisterio prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de novedades o de hechos extraordinarios; objetivo en el encuadramiento histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso; adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones unilaterales de la figura de María que insistiendo excesivamente sobre un elemento comprometen el conjunto de la imagen evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos del santuario todo mezquino interés.
39. Finalmente, por si fuese necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio, glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te crearon» (Lc 11, 27), se verán inducidos a considerar la grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres (107) y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II (108), suena también para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro: «No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21) y «Vosotros sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando» (Jn 15, 14).

 

PARTE III

INDICACIONES SOBRE DOS EJERCICIOS DE PIEDAD:
EL ANGELUS Y EL SANTO ROSARIO.

40. Hemos indicado algunos principios aptos para dar nuevo vigor al culto de la Madre del Señor; ahora es incumbencia de las Conferencias Episcopales, de los responsables de las comunidades locales, de las distintas familias religiosas restaurar sabiamente prácticas y ejercicios de veneración a la Santísima Virgen y secundar el impulso creador de cuantos con genuina inspiración religiosa o con sensibilidad pastoral desean dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos parece oportuno, aunque sea por motivos diversos, tratar de dos ejercicios muy difundidos en Occidente y de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado en varias ocasiones: el «Angelus» y el Rosario.

EL ANGELUS
41. Nuestra palabra sobre el «Angelus» quiere ser solamente una simple pero viva exhortación a mantener su rezo acostumbrado, donde y cuando sea posible. El «Angelus» no tiene necesidad de restauración: la estructura sencilla, el carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de la incolumidad en la paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio pascual, por lo cual mientras conmemoramos la Encarnación del Hijo de Dios pedimos ser llevados «por su pasión y cruz a la gloria de la resurrección» (109), hace que a distancia de siglos conserve inalterado su valor e intacto su frescor. Es verdad que algunas costumbres tradicionalmente asociadas al rezo del Angelus han desaparecido y difícilmente pueden conservarse en la vida moderna, pero se trata de cosas marginales: quedan inmutados el valor de la contemplación del misterio de la Encarnación del Verbo, del saludo a la Virgen y del recurso a su misericordiosa intercesión: y, no obstante el cambio de las condiciones de los tiempos, permanecen invariados para la mayor parte de los hombres esos momentos característicos de la jornada mañana, mediodía, tarde que señalan los tiempos de su actividad y constituyen una invitación a hacer un alto para orar.

EL ROSARIO

42. Deseamos ahora, queridos hermanos, detenernos un poco sobre la renovación del piadoso ejercicio que ha sido llamado «compendio de todo el Evangelio» (110): el Rosario. A él han dedicado nuestros Predecesores vigilante atención y premurosa solicitud: han recomendado muchas veces su rezo frecuente, favorecido su difusión, ilustrado su naturaleza, reconocido la aptitud para desarrollar una oración contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo tiempo, recordando su connatural eficacia para promover la vida cristiana y el empeño apostólico. También Nos, desde la primera audiencia general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la piadosa práctica del Rosario (111), y posteriormente hemos subrayado su valor en múltiples circunstancias, ordinarias unas, graves otras, como cuando en un momento de angustia y de inseguridad publicamos la Carta Encíclica Christi Matri ( 15 septiembre 1966), para que se elevasen oraciones a la bienaventurada Virgen del Rosario para implorar de Dios el bien sumo de la paz (112); llamada que hemos renovado en nuestra Exhortación Apostólica Recurrens mensis october (7 de octubre 1969), en la cual conmemorábamos además el cuarto centenario de la Carta Apostólica Consueverunt Romani Pontifices de nuestro Predecesor San Pío V, que ilustró en ella y en cierto modo definió la forma tradicional del Rosario (113).
43. Nuestro asiduo interés por el Rosario nos ha movido a seguir con atención los numerosos congresos dedicados en estos últimos años a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo: congresos promovidos por asociaciones y por hombres que sienten entrañablemente tal devoción y en los que han tomado parte obispos, presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de acreditado sentido eclesial. Entre ellos es justo recordar a los Hijos de Santo Domingo, por tradición custodios y propagadores de tan saludable devoción. A los trabajos de los congresos se han unido las investigaciones de los historiadores, llevadas a cabo no para definir con intenciones casi arqueológicas la forma primitiva del Rosario, sino para captar su intuición originaria, su energía primera, su estructura esencial. De tales congresos e investigaciones han aparecido más nítidamente las características primarias del Rosario, sus elementos esenciales y su mutua relación.
44. Así, por ejemplo, se ha puesto en más clara luz la índole evangélica del Rosario, en cuanto saca del Evangelio el enunciado de los misterios y las fórmulas principales; se inspira en el Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa de las Ave Marías, un misterio fundamental del Evangelio -la Encarnación del Verbo- en el momento decisivo de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica por tanto el Rosario, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo los pastores y los estudiosos.
45. Se ha percibido también más fácilmente cómo el ordenado y gradual desarrollo del Rosario refleja el modo mismo en que el Verbo de Dios, insiriéndose con determinación misericordiosa en las vicisitudes humanas, ha realizado la redención: en ella, en efecto, el Rosario considera en armónica sucesión los principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde la concepción virginal y los misterios de la infancia hasta los momentos culminantes de la Pascua -la pasión y la gloriosa resurrección- y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el día de Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que, terminando el exilio terreno, fue asunta en cuerpo y alma a la patria celestial. Y se ha observado también cómo la triple división de los misterios del Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden cronológico de los hechos, sino que sobre todo refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe y propone nuevamente el misterio de Cristo de la misma manera que fue visto por San Pablo en el celeste «himno» de la Carta a los Filipenses: humillación, muerte, exaltación (2,6-11).
46. Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico -la repetición litánica en alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: «Bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios; el Jesús que toda Ave María recuerda, es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen, nacido en una gruta de Belén; presentado por la Madre en el Templo; joven lleno de celo por las cosas de su Padre; Redentor agonizante en el huerto; flagelado y coronado de espinas; cargado con la cruz y agonizante en el calvario; resucitado de la muerte y ascendido a la gloria del Padre para derramar el don del Espíritu Santo. Es sabido que, precisamente para favorecer la contemplación y «que la mente corresponda a la voz», se solía en otros tiempos -y la costumbre se ha conservado en varias regiones- añadir al nombre de Jesús, en cada Ave María, una cláusula que recordase el misterio anunciado.
47. Se ha sentido también con mayor urgencia la necesidad de recalcar, al mismo tiempo que el valor del elemento laudatorio y deprecatorio, la importancia de otro elemento esencial al Rosario: la contemplación. Sin ésta el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: «cuando oréis no seáis charlatanes como los paganos que creen ser escuchados en virtud se su locuacidad» (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que favorezcan en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza.
48. De la contemporánea reflexión han sido entendidas en fin con mayor precisión las relaciones existentes entre la Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado cómo el Rosario en casi un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana, «El salterio de la Virgen», mediante el cual los humildes quedan asociados al «cántico de alabanza» y a la intercesión universal de la Iglesia; por otra parte, se ha observado que esto ha acaecido en una época -al declinar de la Edad Media- en que el espíritu litúrgico está en decadencia y se realiza un cierto distanciamiento de los fieles de la Liturgia, en favor de una devoción sensible a la humanidad de Cristo y a la bienaventurada Virgen María. Si en tiempos no lejanos pudo surgir en el animo de algunos el deseo de ver incluido el Rosario entre las expresiones litúrgicas, y en otros, debido a la preocupación de evitar errores pastorales del pasado, una injustificada desatención hacia el mismo, hoy día el problema tiene fácil solución a la luz de los principios de la Constitución Sacrosanctum Concilium; celebraciones litúrgicas y piadoso ejercicio del Rosario no se deben ni contraponer ni equiparar (114). Toda expresión de oración resulta tanto más fecunda, cuanto más conserva su verdadera naturaleza y la fisonomía que le es propia. Confirmado, pues, el valor preeminente de las acciones litúrgicas, no será difícil reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia. En efecto, como la Liturgia tiene una índole comunitaria, se nutre de la Sagrada Escritura y gravita en torno al misterio de Cristo. Aunque sea en planos de realidad esencialmente diversos, anamnesis en la Liturgia y memoria contemplativa en el Rosario, tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo. La primera hace presentes bajo el velo de los signos y operantes de modo misterioso los «misterios más grandes de nuestra redención»; la segunda, con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos normas de vida.
Establecida esta diferencia sustancial, no hay quien no vea que el Rosario es un piadoso ejercicio inspirado en la Liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce naturalmente a ella, sin traspasar su umbral. En efecto, la meditación de los misterios del Rosario, haciendo familiar a la mente y al corazón de los fieles los misterios de Cristo, puede constituir una óptima preparación a la celebración de los mismos en la acción litúrgica y convertirse después en eco prolongado. Sin embargo, es un error, que perdura todavía por desgracia en algunas partes, recitar el Rosario durante la acción litúrgica.
49. El Rosario, según la tradición admitida por nuestros Predecesor S. Pío V y por él propuesta autorizadamente, consta de varios elementos orgánicamente dispuestos:
a) la contemplación, en comunión con María, de una serie de misterios de la salvación, sabiamente distribuidos en tres ciclos que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado que inunda la Iglesia; contemplación que, por su naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a estimulante norma de vida;
b) la oración dominical o Padrenuestro, que por su inmenso valor es fundamental en la plegaria cristiana y la ennoblece en sus diversas expresiones;
c) la sucesión litánica del Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la súplica eclesial Santa María. La serie continuada de las Avemarías es una característica peculiar del Rosario y su número, en le forma típica y plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el Salterio y es un dato que se remonta a los orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal número, según una comprobada costumbre, se distribuye -dividido en decenas para cada misterio- en los tres ciclos de los que hablamos antes, dando lugar a la conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta Avemarías, que se ha convertido en la medida habitual de la práctica del mismo y que ha sido así adoptado por la piedad popular y aprobado por la Autoridad pontificia, que lo enriqueció también con numerosas indulgencias;
d) la doxología Gloria al Padre que, en conformidad con una orientación común de la piedad cristiana, termina la oración con la glorificación de Dios, uno y trino, «de quien, por quien y en quien subsiste todo» (Cf. Rom 11,36).
50. Estos son los elementos del santo Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole propia que bien comprendida y valorada, debe reflejarse en el rezo, para que el Rosario exprese toda su riqueza y variedad. Será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías; contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica; adorante en la doxología. Y esto, en cada uno de los modos en que se suele rezar el Rosario: o privadamente, recogiéndose el que ora en la intimidad con su Señor; o comunitariamente, en familia o entre los fieles reunidos en grupo para crear las condiciones de una particular presencia del Señor (cf. Mt 18, 20); o públicamente, en asambleas convocadas para la comunidad eclesial.
51. En tiempo reciente se han creado algunos ejercicios piadosos, inspirados en el Santo Rosario. Queremos indicar y recomendar entre ellos los que incluyen en el tradicional esquema de las celebraciones de la Palabra de Dios algunos elementos del Rosario a la bienaventurada Virgen María, como por ejemplo, la meditación de los misterios y la repetición litánica del saludo del Ángel. Tales elementos adquieren así mayor relieve al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos, ilustrados mediante la homilía, acompañados por pausas de silencio y subrayados con el canto. Nos alegra saber que tales ejercicios han contribuido a hacer comprender mejor las riquezas espirituales del mismo Rosario y a revalorar su práctica en ciertas ocasiones y movimientos juveniles.
52. Y ahora, en continuidad de intención con nuestros Predecesores, queremos recomendar vivamente el rezo del Santo Rosario en familia. El Concilio Vaticano II a puesto en claro cómo la familia, célula primera y vital de la sociedad «por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia» (115). La familia cristiana, por tanto, se presenta como una Iglesia doméstica (116) cuando sus miembros, cada uno dentro de su propio ámbito e incumbencia, promueven juntos la justicia, practican las obras de misericordia, se dedican al servicio de los hermanos, toman parte en el apostolado de la comunidad local y se unen en su culto litúrgico (117); y más aún, se elevan en común plegarias suplicantes a Dios; por que si fallase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como Iglesia doméstica. Por eso debe esforzarse para instaurar en la vida familiar la oración en común.
53. De acuerdo con las directrices conciliares, la Liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la celebración en común del Oficio divino: «conviene finalmente que la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también recite oportunamente algunas partes de la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente a la Iglesia» (118). No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación.
54. Después de la celebración de la Liturgia de las Horas -cumbre a la que puede llegar la oración doméstica-, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el Rosario sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien que las nuevas condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy momentos de reunión familiar y que, incluso cuando eso tiene lugar, no pocas circunstancias hacen difícil convertir el encuentro de familia en ocasión para orar. Difícil, sin duda. Pero es también una característica del obrar cristiano no rendirse a los condicionamientos ambientales, sino superarlo; no sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso las familias que quieren vivir plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la familia cristiana, deben desplegar toda clase de energías para marginar las fuerzas que obstaculizan el encuentro familiar y la oración en común.
55. Concluyendo estas observaciones, testimonio de la solicitud y de la estima de esta Sede Apostólica por el Rosario de la Santísima Virgen María, queremos sin embargo recomendar que, al difundir esta devoción tan saludable, no sean alteradas sus proporciones ni sea presentada con exclusivismo inoportuno: el Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo.

CONCLUSIÓN:

VALOR TEOLÓGICO Y PASTORAL DEL CULTO A LA VIRGEN

 

56. Venerables Hermanos: al terminar nuestra Exhortación Apostólica deseamos subrayar en síntesis el valor teológico del culto a la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la renovación de las costumbres cristianas.
La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde la bendición de Isabel (cf. Lc. 1, 42-45) hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de su «lex orandi» y una invitación a reavivar en las conciencias su «lex credendi». Viceversa: la «lex credendi» de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su «lex orandi» en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces profundas en la Palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos: la singular dignidad de María «Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y terrestres» (119), su cooperación en momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo por el Hijo; su santidad, ya plena en el momento de la Concepción Inmaculada y no obstante creciente a medida que se adhería a la voluntad del Padre y recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35; 2, 41-52; Jn 19, 25-27), progresando constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad; su misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante la cual, aún habiendo sido asunta al cielo, sigue cercanísima a los fieles que la suplican, aún a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo expreso maravillosamente el poeta Dante: «Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que su hacedor no desdeño convertirse en hechura tuya» (120); en efecto, María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de la Madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición).
Añadiremos que el culto a la bienaventurada Virgen María tiene su razón última en el designio insondable y libre de Dios, el cual siendo caridad eterna y divina (cf. 1Jn 4, 7-8.16), lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó y obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo y la dio a nosotros.
57. Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que el discípulo debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida y poseer su Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11); esto es lo que la Iglesia ha enseñado en todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y amaestrada por una experiencia secular, reconoce que también la piedad a la Santísima Virgen, de modo subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. En efecto, la múltiple misión de María hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda en el organismo eclesial. Y alegra el considerar los singulares aspectos de dicha misión y ver cómo ellos se orientan, cada uno con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito. Queremos decir que la maternal intercesión de la Virgen, su santidad ejemplar y la gracia divina que hay en Ella, se convierten para el género humano en motivo de esperanza.
La misión maternal de la Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a Aquella que está siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora; (121) por eso el Pueblo de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado. (122) Y, hay que afirmarlo nuevamente, dicha liberación del pecado es la condición necesaria para toda renovación de las costumbres cristianas.
La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar «los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos». (123) Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11, 27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1, 38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad solícita (cf. Lc 1, 39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2, 21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1, 46-49), que ofrecen en el templo (Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2, 34-35.49; Jn 19, 25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2, 24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la delicadeza provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen.
La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la «Llena de gracia» (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2, 29; Col 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, (124) como prenda y garantía de que en una simple criatura -es decir, en Ella- se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte.
Sean el sello de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a la Virgen para conducir los hombres a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los siervos de las bodas de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5); palabras que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo de Israel para ratificar la Alianza del Sinaí (cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt 5, 27) o para renovar los compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10, 12; Neh 5, 12) y son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: «Escuchadle» (Mt 17, 5).
58. Hemos tratado extensamente, venerables Hermanos, de un culto integrante del culto cristiano: la veneración a la Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la materia, objeto de estudio, de revisión y también de cierta perplejidad en estos últimos años. Nos conforta pensar que el trabajo realizado, para poner en práctica las normas del Concilio, por parte de esta Sede Apostólica y por vosotros mismos -la instauración litúrgica, sobre todo- será una válida premisa para un culto a Dios Padre, Hijo y Espíritu, cada vez más vivo y adorador y para el crecimiento de la vida cristiana de los fieles; es para Nos motivo de confianza el constatar que la renovada Liturgia romana constituye -aun en su conjunto- un fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia la Virgen; Nos sostiene la esperanza de que serán sinceramente aceptadas las directivas para hacer dicha piedad cada vez más transparente y vigorosa; Nos alegra finalmente la oportunidad que el Señor nos ha concedido de ofrecer algunos principios de reflexión para una renovada estima por la práctica del santo Rosario. Consuelo, confianza, esperanza, alegría que, uniendo nuestra voz a la de la Virgen -como suplica la Liturgia romana -, (125) deseamos traducir en ferviente alabanza y reconocimiento al Señor.
Mientras deseamos, pues, hermanos carísimos, que gracias a vuestro empeño generoso se produzca en el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados un incremento saludable en la devoción mariana, con indudable provecho para la Iglesia y la sociedad humana, impartimos de corazón a vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral una especial Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 2 de febrero, Fiesta de la Presentación del Señor, del año 1974, undécimo de Nuestro Pontificado.

 

PAULUS P. P. VI

 

Notas:
1. Cf. Lactantius, Divinae Institutiones IV, 3, 6-10: CSEL 19, 6. 279.
2. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, nn. 1-3, 11, 21, 48: AAS 56 (1964), pp. 97-98, 102-103, 105-106, 113.
3. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosactum Concilium, n. 103; AAS 56 (1964), p.125.
4. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium n.66: AAS 57 (1965), p.65.
5. Ibid.
6. Misa votiva de B. Maria Virgine Ecclesiae Matre, Praefatio
7. Cf, Conc, Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nn. 66-67; AAS (1965), pp. 65-66; Const. Sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium , n. 103 AAS 56 (1964), p.125
8. Cf. Exhortación Apostólica, Signum magnum ; AAS 59 (1967), pp. 465-475.
9. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 3; AAS 56 (1964), p. 98.
10. Cf. Conc. Vat. II, ibid., n. 102; AAS 56 (1964), p. 125.
11. Cf. Missale Romanum ex Decr. Sacr. Oec. Conc. Vat II instauratum, auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, de. Typica, MCMLXX, di 8 Decembris, Praefatio.
12. Missale Romanum ex Decr. Sacr. Oec. Conc. Vat II instauratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum. Ordo Lectionum Missae, de. Typica, MCMLXIX, p. 8: Lectio I (Anno A: Is 7,10-14: «Ecce Virgo concipiet»; Anno B: 2 Sam 7,1-5, 8b-11, 16: «Regnum David erit usque in aeternum ante faciem Domini»; Anno C: Mich 5,2-5a (Hebr. 1-4a): «Ex te egredietur dominator in Israel»).
13. Ibid, p.8: Evangelium (Anno A; Mt 1,18-24: «Iesus nascetur de Mara, desponsata Ioseph, fili David»; Anno B: LC 1,26-38: «Ecce concipies in utero et paries filium»; Anno C: Lc 1,39-45: «Unde hoc mihi ut veniat mater Domini mei ad me?»).
14. Cf. Missale Romanum, Praefatio de Adventu, II.
15. Missale Romanum, Ibid.
16. Missale Romanum, Prex Eucharistica I, Communicantes in Nativitate Domini et per octavam.
17. Missale Romanum, die 1 Ianuarii, Ant. Ad introitum et Collecta.
18. Cf. Missale Romanum, die 22 Augusti, Collecta
19. Missale Romanum, die 8 Septembirs, Post communionem.
20. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta.
21. Cf. Ibid., Collecta et Super Oblata.
22. Missale Romanum, die 15 Septembirs, Collecta.
23. Cf. N.1, p.16.
24. Entre las numerosas Anáforas, cf. Las siguientes, que gozan de particular venración entre los Orientales: Anaphora Mar ci Evangelistae: Prex Eucharistica, de. A. Hanggi-I Pahl. Fritris Domini graeca, ibid., p. 257; Anaphora Ionnis Chrysostomi, ibid., p. 229.
25. Cf. Missale Romanum, die 8 Decembris, Praefatio.
26. Cf. Missale Romanum, die 15 Augusti, praefatio.
27. Cf. Romanum, die 1 Iianuarii, Post Communionem.
28. Cf. Missale Romanum, Commune B. Mariae Virginis, 6. Tempore paschali, Collecta.
29. Missale Romanum, die 15 Septembirs, Collecta.
30. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta. En la misma línea el Praefatio de B. María Virgine, II: «Realmente es justo y necesario... en esta conmemoraión de la Santísima Virgen María, proclamar tu amor por nosotros con su mismo cántico de alabanza».
31. Cf. Ordo Lectionum Missae, Dom. III Adventus (Anno C: sSoph 3, 14-18a); Dom. IV Adventus (cf. Supra ad n.12); Dom. Infra Oct. Nativitatis (Anno A: Mt 2,13-15, 19-23; Anno B: Lc 2,22-40; Anno C: Lc 2,41-52); Dom. II post Nativitatem (Jn 1,1-18); Dom. VII Paschae (Anno A: Act1,12-14); Dom. II per annum (Anno C: Jn 2,1-12); Dom. X per annum (Anno B: Gén 3,9-15); Dom. XIV per annum (Anno B: Mc 6,1-6).
32. Cf. Ordo Lectionum Missae, Pro catechumenatu et baptismo adultorum, Ad traditionem Orationis Dominicae (Lectio II, 2: Gál 4,4-7); Ad Initiatioem christianam extra Vigiliam paschalem (Evang., 7: In 1,1-5, 9-14, 16-18); Pro nuptiis (Evang., 7: Jn 2,1-11); Pro consecratione virginum et professione reliosa (Lectio 1,7: Is 61, 9-11; Evang., 6: Mc 3, 31-35; Lc 1, 26-28 (cf. Ordo consecrationis virginum, n. 130: Ordo professionis religiosae, Pars altera, n. 145)).
33. Cf. Ordo Lectionum Missae, Pro profugis et exsulibus (Evang., 1: Mt 2, 13-15, 19-23); Pro gratiarum actione (Lectio 1,4: Soph 3, 14-15).
34. La Divina Commedia, Paradiso XXXIII, 1-9; cf. Liturgia Horarum, Memoria Sanctae Mariae in Sabbato, ad Officium Lectionis, Hymnus.
35. Cf. Ordo Baptismi parvulorum, n. 48; Ordo initiationis christianae adultorum, n. 214.
36. Cf. Rituale Romanum, Tit. VII, cap. III, De benedictione mulieris post partum.
37. Cf. Ordo professionis religiosae, Pars Prior, nn. 57 et 67.
38. Cf. Ordo consecrationis virginum, n. 16.
39. Cf. Ordo professionis religiosae, Pars Prior, nn. 62 et 142; Pars Altera, nn. 67 et 158; Ordo consecrationis virginum, nn. 18 et 20).
40. Cf. Ordo unctionis infirmorum corumque pastoralis corae, nn. 143, 146, 147, 150.
41. Cf. Misale Romanum, Missae defunctorum Pro defunctis fratribus, propinquis et benefactoribus, Collecta.
42. Cf. Ordo exsequiarum, n.226.
43. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 63: AAS 57 (1965), p. 64.
44. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 7: AAS 56 (1964), pp. 100-101.
45. Sermo 215, 4: PL 38, 1074.
46. Ibid
47. Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 21: AAS 58 (1966), pp. 827-828.
48. Cf. Adversus haereses IV, 7, 1: PG 7, 1: 990-991; S. Ch. 100, t. III, pp. 454-458.
49. Adversus haereses III, 10, 2: PG 7, 1, 873; S. Ch. 34, p. 164.
50. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 62: AAS 57 (1965), p. 63.
51. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, n. 83: AAS 56 (1964), p.121.
52. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 63: AAS 57 (1965), p. 64.
53. Ibid., n. 64: AAS 57 (1965), p. 64.
54. Tractatus XXV (In Nativitate Domini), 5: CCL 138, p.123; S. Ch. 22 bis, p. 132; cf. Anche Tractatus XXIX (In Nativitate Domini), 1: CCL ibid., p.147; S. Ch. ibid., p. 178; Tractatus LXIII (De Passione Domini) 6: CCL ibid., p. 386; S. Ch. 74, p. 82. 55. M. Ferotin, Le «Liber Mozarabicus Sacramentorum», col. 56.
56. In purificatione B. Mariae, Sermo III, 2: PL 183, 370; Sancti Bernardi Opera, ed. J. Leclereq-H Rochais, IV Romae 1966, p. 342.
57. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 57; AAS 57 (1965), p. 61.
58. Ibid., n.58; AAS 57 (1965), p.61.
59. Cf. Pius XII, Carta Encíclica, Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 247.
60. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 47; AAS 56 (1964), p. 113.
61. Cf. ibid., nn. 102 y 106; AAS 56 (1964), pp. 125 y 126.
62. «...Acuérdate de todos aquellos que te agradaron en esa vida, de los santos padres, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles (...) y de la santa y gloriosa Madre de Dios, María, y de todos los santos (...) que se acuerden ellos de nuestra miseria y pobreza y te ofrezcan junto con nosotros este tremendo e incruento sacrificio»: Anaphora Iacobi fratris Domini syriaca: Prex Eucharistica, ed. A. Hanggi-I Pahl, Fribourg, Editions Universitaires, 1968, p. 274.
63. Expositio Evangelii secundum Lucam, II, 26: CSEL 32, IV, p. 55, S. Ch. 45, pp. 83-84.
64. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 62: AAS 57 (1965), p. 63.
65. Conc. Vat. II, Const. Sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, n. 103: AAS 56 (1964), p. 125.
66. Const. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Iglesia. Lumen gentium, n. 67: AAS 57 (1965), p. 65.
67.. Cf. Ibid., n. 67; AAS 57 (1965), p. 65-66.
68.. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 104; AAS 56 (1964), pp. 125-126
69.. Cf. Conc. Vat. II, Const.dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65.
70.. Cf. Paulus VI, Alocución pronunciada el día 24 de Abril de 1970 en el Santuario de «Nostra Signora di Bonaria» en Cagliari; ASS 62 (1970), p. 300.
71.. Pius IX, Carta Apostólica, Ineffabilis Deus: Pii IX Pontificis Maximi Acta, I, 1, Romae 1854, p. 599; cf. también V. Sardi, La Solenne definizione del dogma dell Immacolato concepimento di Maria Santissima, Atti e documenti..., Roma 1904-1905, vol. II, p. 302.
72.. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57 (1965), p. 65.
73.. S. Hildelfonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae Cap. XII; PL 96, 108.
74.. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 56; AAS 57 (1965), p. 60 y los autores citados en la correspondiente nota 176.
75.. Cf. S. Ambrosius, De Spiritu Sancto II, 37-38; CSEL 79, pp. 100-101; Cassianus, De Incarnatione Domini II, Cap. II; CSEL 17, pp. 247-249; S. Beda, Homilia I, 3; CCL 122, p. 18 y p. 20.
76.. Cf. S. Ambrosius, De institutione virginis, Cap. XII, 79; PL 16 (ed. 1880), 339; Epistula 30, 3 et Epistula 42, 7; ibid., 1107 et 1175; Expositio evangelii secundum Lucam X, 132: S. Ch. 52, p. 200; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I,1 et Oratio V,3: PG 65, 681,et 720; S. Basilius Celeucensis, Oratio XXXIX, 3; PG 85, 433; S. Andreas Cretensis Oratio IV, PG 97, 868; S. Germanus Constantinopolitanus, Oratio III, 15; PC 98, 305.
77.. Cf. S. Hieronymus, Adversus Iovinianun I, 33; PL 23, 267; S. Ambrosius, Epistula 63, 33; PL 16 (ed. 1880), 1249; De institutione virginis, cap. XVII, 195; ibid., 346; De Spiritu Sancto III, 79-80; CSEL 79, pp. 182-183; Sedulius, Hymnus «A solis ortus cardini», vv. 13-14; CSEL 10, p. 164; Hymnus Acathistos, str. 23; ed. I. B. Pietra, Analecta Sacra, I, p. 261; S. Proclus Constantinopolitanus, Oratio I, 3; PG 65, 684; Oratio II, 6; ibid., 700; S. Basilius Seleucencis, Oratio IV; PG 97, 868; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 10; PG 96, 677.
78. Cf. Severus Antiochenus, Homilia 57; PO 8, pp. 357-358; Hesychius Hierosolymitanus, Homilia de sancta Maria Deipara; PG 93, 1464; Chrysippus Hierosolymitanus, Oratio in sanctam Mariam Deiparam, 2; PO 19, p.338; S. Andreas Cretensis, Oratio V; PG 97, 896; S. Ioannes Damascenus, Oratio VI, 6; PG 96, 672.
79.. Liber Apotheosis, vv. 571-572; CCL 126, p.97.
80.. Cf. S. Isidorus, De ortu et obitu Patrum, cap. LXVII, 111; PL 83, 184; S. Hildefonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. X; PL 96, 95; S. Bernardus, In Assumptione B. Virginis Mariae, Sermo IV, 4; PL 183, 428; In Nativitate B. Virginis Mariae; ibid., 442; S. Petrus Damianus, Carmina sacra et preces II, Oratio ad Deum Filium; PL 145, 921; Antiphona «Beata Dei Genitrix Maria»; Corpus antiphonialium Officii, ed. R. J. Hesbert, Roma 1970, vol. IV, n. 6314, p.80.
81.. Cf. Paulus Diaconus Homilia I, In Assumptione B. Mariae Virginis; PL 95, 1567; De Assumptione sanctae Mariae Virginis Paschasio Radberto trib., nn. 31, 42, 57, 83; ed. A. Ripberger, in «Spicilegium Friburgense», n. 9, 1962, 72, 76, 84, 96-97; Eadmerus Cantauriensis De excellentia Virginis Mariae, cap. IV-V; PL 159, 562-567; S. Bernardus, In laudibus Virginis Matris, Homilia IV, 3; Sancti Bernardi Opera, ed. J. Leclereq-H. Rochais, IV, Romanae 1966, pp. 49-50.
82. Cf. Origenes, In Lucam Homilia VII, 3; PG 13, 1817; S. Ch. 87, p. 156; S. Cyrillus Alexandrinus, Comentarius in Aggaeum prophetam, cap. XIX; PG 71, 1060; S. Ambrosius, De fide IV, 9, 113-114; CSEL 78, pp. 197-198; Expositio Evangelii secundum Lucam II, 23-27-28; CSEL 32, IV, pp. 53-54 et 55-56; Severianus Gabalensis, In mundi creationem oratio VI, 10; PG 56, 497-498; Antipater Bostrensis, Homilia in Sanctissimae Deiparae Annunciationem, 16; PG 85, 1785.
83. Cf. Eadmerus Cantuariensis, De excellentia Virginis Mariae, cap. VII; PL 159, 571; S. Amedeus Lausannensis, De Maria Virgine Matre, Homilia VII; PL 188, 1337; S. Ch. 72, p. 184.
84. De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. XII; PL 96, 106.
85. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 54; AAS 57 (1965), p. 59. Cf. Paulo VI, Alocución a los Padres Conciliares, en la clausura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 4 diciembre 1963: AAS 56 (1964), p. 37.
86. Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 6, 7-8, 9-17; AAS 57 (1965), pp. 8-9, 9-12, 12-21.
87. Ibid., n. 63; AAS 57 (1865), p. 64.
88. S. Cyprianus, De Catholicae Ecclesiae unitate, 5; CSEL 3, p. 214.
89. Isaac De Stella, Sermo LI. In Assumtione B. Mariae; PL 194, 1863.
90. Sermo XXX, 7; S. Ch. 164, p. 134.
91. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 66-69; AAS 57 (1965), pp. 65-67.
92. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 25; AAS 58 (1966), pp. 829-830.
93. Cf. Conc. Vat. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 13; AAS 56 (1964), p.103.
94. Cf. Officium magni canonis paracletici, Magnum Orologion, Athenis 1963, p. 558; passim en los cánones y en los troparios litúrgicos; cf. Sofonio Eustradiadou. Theotokarion, Chenneviéres sur Marne 1931, pp. 9-19.
95. Cf. Conc. Vat II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 69; AAS 57 (1965), pp. 66-67.
96. Cf. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p. 65; Const. sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 103; AAS 56 (1964), p. 125.
97. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66.
98. Ibid., n. 66; AAS 57 (1965), p. 65.
99. Cf. Pablo VI, Alocución a los Padres Conciliares en la Basílica Vaticana, el día 21 de noviembre de 1964; ASS 56 (1964), p. 1017.
100. Conc. Concilio Vat. II, Decr. Sobre el Ecumenismo, Unitatis redintegratio, n. 20; AAS 57 (1965), p.105.
101.Carta Encíclica, Adiutricem populi; AAS 28 (1895-1896), p.135.
102. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, 56; AAS 57 (1965), p.60.
103. S. Petrus Chrysologus, Sermo CXLIII; PL 52, 583.
104. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.55; AAS 57 (1965), pp. 59-60.
105. Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica, Signum magnum I; AAS 59 (1967), pp. 467-468; Missale Romanum, die 15 Septembris, Super oblata.
106. Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp. 65-66.
107.Cf. Augustinus, In Iohannis Evangelium, Tractatus X, 3; CCL 56, pp.101-102; Epistula 243, Ad laetum, n. 9; CSEL 57, pp. 575-576; S. Beda, In Lucae Evangelium expositio, IV, XI, 28; CCL 120, p.237; Homilia I, 4: CCL 122, pp. 26-27.
108.Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 58; AAS 57 (1965), p. 61.
109. Missale Romanum, Dominica IV Adventus, Collecta. Análogamente la Collecta del 25 de marzo, que en el rezo del Angelus puede sustituir a la precedente.
110. Pius XII, Epistula Philippinas Insulas ad Archiepiscopum Manilensem: AAS 38 (1946), p. 419.
111. Cf. Discurso a los participantes al II Congreso Internacional Dominicano del Rosario; Insegnamenti di Paolo VI, (1963), pp.463-464.
112. Cf. AAS 58 (1966), pp. 745-749.
113. Cf. AAS 61 (1969), pp. 649-654.
114. Cf. n. 13; AAS 56 (1964), p. 103.
115. Decr. sobre el apostolado de los seglares. Apostolicam actuositatem, n. 11; AAS 58 (1966), p. 848.
116. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.11; AAS 57 (1965), p.16.
117. Cf. Conc. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares, Apostolicam actuositatem, n.11; AAS 58 (1966), p. 848.
118. N. 27.
119.Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 53: AAS 57 (1965), pp. 58-59.
120.La Divina Comedia, Paradiso XXXIII, 4-6.
121.Cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nn. 60-63; AAS 57 (1965), pp. 62-64.
122.Cf. Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), pp. 64-65.
123.Ibid., n. 65: AAS 57 (1965), p. 64.
124.Cf. Conc. Vat. II, Const. Past. Sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium el spes, n. 22: AAS 58 (1966), pp. 1042-1044.
125.Cf. Missale Romanum, die 31 Maii, Collecta.