12 de enero, 1995 - Llegada a Filipinas

Autor: Juan Pablo II

 

  VIAJE APOSTÓLICO A FILIPINAS, PAPUA NUEVA GUINEA,
AUSTRALIA Y SRI LANKA

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves 12 de enero de 1995

Querido presidente Ramos;
querido pueblo de Filipinas:

1. Le agradezco, señor presidente, sus amables palabras de bienvenida, llenas del afecto y la hospitalidad con que los filipinos tradicionalmente acogen a sus huéspedes. Aprecio mucho todo lo que usted y su Gobierno han realizado para hacer posible esta visita.

Durante largo tiempo he anhelado volver una vez más a tierra filipina. Sus habitantes se hallan siempre presentes en mi mente y en mi corazón, y quiero acercarme a todos y cada uno para abrazarlos con estima y afecto. En efecto, ya somos viejos amigos, desde mi visita el año 1981, para la beatificación del beato Lorenzo Ruiz, ahora san Lorenzo Ruiz.

2. Mis hermanos en el episcopado los cardenales Sin y Vidal, así como todos los obispos, a quienes con gusto saludo en el Señor, han manifestado muchas veces el deseo de que el Sucesor de Pedro compartiera la alegría de los católicos filipinos en el IV centenario de las archidiócesis de Manila, Cebú, Cáceres y Nueva Segovia. Estoy aquí para celebrar con la comunidad católica de Filipinas cuatrocientos años de presencia y de acción organizada y jerárquica de la Iglesia en estas islas. Esa primera evangelización ha producido frutos duraderos de vida cristiana y santidad, de acción civilizadora, de transmisión, sobre todo a través de una sólida vida familiar de valores humanos y civiles fundamentales. En los umbrales del tercer milenio cristiano, todos deberíamos estar convencidos de que estos frutos pueden aumentar aun con la acción concertada de todos los sectores de la sociedad, con la construcción de una nación que camine de modo resuelto por el sendero del desarrollo auténtico e integral, y que se comprometa totalmente en favor del bienestar de todos sus ciudadanos, especialmente de los más débiles.

3. Mi deseo de celebrar la X Jornada mundial de la juventud en Manila, en Filipinas, en Asia, me ha proporcionado alegría y aliento. El Espíritu de Dios ha traído aquí a millares de jóvenes, chicos y chicas, que llenan ahora las calles de Manila con la alegría de su juventud y su testimonio cristiano. Un buen grupo se halla aquí presente. Os saludo a cada uno: abrazo con afecto a cada uno de los jóvenes aquí presentes, a toda la juventud de Filipinas, y a todos los que han venido de otros países y continentes.

En Denver, durante la última Jornada mundial de la juventud celebrada fuera de Roma, meditamos en la vida nueva que nos da Jesucristo: «He venido —dijo— para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10 10), Ahora, aquí en Manila, nos hemos reunido para escuchar que nos dice: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). A lo largo de estos días reflexionaremos y meditaremos en lo que significan esas palabras para cada uno de vosotros, para los jóvenes del fin del siglo XX, los jóvenes del tercer milenio cristiano.

4. A todos los jóvenes filipinos, a todos los que se hallan reunidos para la Jornada mundial de la juventud, dirijo esta invitación: mirad al mundo que os rodea como lo hacía Jesús. El evangelio dice que él, al ver a la muchedumbre, «sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). La buena nueva del amor y la misericordia de Dios —la palabra de verdad, justicia y paz; la única que puede inspirar una vida digna de hijos e hijas de Dios—, ha de ser proclamada hasta los confines de la tierra. La Iglesia y el mundo esperan de los jóvenes una nueva luz, un nuevo amor, un nuevo compromiso para responder a las grandes necesidades de la humanidad.

Los jóvenes reunidos en Manila para la Jornada mundial de la juventud lo saben. La Iglesia en Filipinas sabe que tiene una vocación especial a dar testimonio del Evangelio en el corazón de Asia. Guiados por la divina Providencia, vuestro destino histórico consiste en construir la civilización del amor, de la fraternidad y la solidaridad, una civilización que se inserte perfectamente entre las antiguas culturas y tradiciones de todo el continente asiático.

5. Señor presidente; miembros del Gobierno y distinguidos representantes del pueblo filipino: la Iglesia y la comunidad política actúan en diversos niveles y son independientes una de otra, pero ambas están al servicio de las mismas personas (cf. Gaudium et spes, 76). Dentro de ese servicio existe un amplio espacio para el diálogo, la cooperación y la ayuda mutua. Tenéis un modelo muy válido y típicamente filipino de colaboración para el desarrollo en el Pacto social firmado en marzo de 1993. Pido al Señor para que la nueva solidaridad acordada en ese pacto social tenga éxito, para el bien del pueblo filipino, y para orgullo y gloria de la nación como faro de paz y armonía en Asia.

6. Señores cardenales Sin y Vidal; hermanos en el episcopado; hermanos y hermanas en Cristo, quiero celebrar con vosotros en la fe las grandes obras realizadas en la Iglesia y por la Iglesia en estas islas durante los últimos cuatro siglos. Oraremos juntos para que Dios siga protegiendo y guiando a su pueblo peregrino en Filipinas.

Dios bendiga a Filipinas.

© Copyright 1995 - Libreria Editrice Vaticana