14 de septiembre - Encuentro con los sacerdotes y diáconos permanentes

Autor: Benedicto XVI

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS PERMANENTES

DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de Santa María y San Corbiniano, Freising
Jueves 14 de septiembre de 2006

Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí este es un momento de alegría y de viva gratitud por todo lo que he podido experimentar y recibir durante esta visita pastoral. Tanta cordialidad, tanta fe, tanta alegría en Dios, ha sido una experiencia que me ha conmovido profundamente y será para mí fuente de nueva energía. Gratitud en particular porque ahora, al final, he podido volver una vez más a la catedral de Freising, viéndola en su nuevo esplendor. Expreso mi agradecimiento al cardenal Wetter, a los otros dos obispos bávaros y a todos los que han colaborado. Doy gracias a la Providencia por haber hecho posible la restauración de la catedral, que se presenta ahora con esta nueva belleza.
Ahora que me encuentro en esta catedral, me vienen a la memoria muchos recuerdos al ver a antiguos compañeros y a jóvenes sacerdotes que transmiten el mensaje, la antorcha de la fe. Me vienen recuerdos de mi ordenación, a la que ha aludido el cardenal Wetter:  cuando estaba yo postrado en tierra y en cierto modo envuelto por las letanías de todos los santos, por la intercesión de todos los santos, caí en la cuenta de que en este camino no estamos solos, sino que el gran ejército de los santos camina con nosotros, y los santos aún vivos, los fieles de hoy y de mañana, nos sostienen y nos acompañan.
Luego vino el momento de la imposición de las manos... y, por último, cuando el cardenal Faulhaber nos dijo:  "Iam non dico vos servos, sed amicos", "Ya no os llamo siervos, sino amigos", experimenté la ordenación sacerdotal como inserción en la comunidad de los amigos de Jesús, llamados a estar con él y a anunciar su mensaje. Luego, el recuerdo de que yo mismo aquí ordené a sacerdotes y diáconos, que ahora trabajan al servicio del Evangelio y durante muchos años —ya son decenios— han transmitido el mensaje y lo siguen haciendo.
Y pienso naturalmente en las procesiones de san Corbiniano. Entonces existía la costumbre de abrir el relicario. Y dado que el obispo tenía su sede detrás de la urna, yo podía mirar directamente el cráneo de san Corbiniano y así me veía en la procesión de los siglos que recorre el itinerario de la fe:  podía ver que, en la procesión de los tiempos, también nosotros podemos caminar haciendo que avance hacia el futuro, algo que resultaba claro cuando el cortejo pasaba por el claustro cercano, donde se hallaban reunidos muchos niños, a los que yo bendecía haciéndoles en la frente la señal de la cruz.
En este momento volvemos a hacer esa experiencia:  estamos en procesión, en la peregrinación del Evangelio; juntos podemos ser peregrinos y guías de esta peregrinación y, siguiendo a los que han seguido a Cristo, juntamente con ellos lo seguimos a él y así entramos en la luz.
Pasando ya propiamente a la homilía, quisiera tratar sólo dos puntos. El primero está tomado del evangelio que se acaba de proclamar, un pasaje que todos ya hemos escuchado, interpretado y meditado en nuestro corazón muchas veces. "La mies es mucha", dice el Señor. Y cuando dice "es mucha" no se refiere sólo a aquel momento y a aquellos caminos de Palestina por los que peregrinaba durante su vida terrena; sus palabras valen también para nuestro tiempo. Eso significa:  en el corazón de los hombres crece una mies. Eso significa, una vez más:  en lo más profundo de su ser esperan a Dios; esperan una orientación que sea luz, que indique el camino. Esperan una palabra que sea más que una simple palabra. Se trata de una esperanza, una espera del amor que, más allá del instante presente, nos sostenga y acoja eternamente. La mies es mucha y necesita obreros en todas las generaciones. Y para todas las generaciones, aunque de modo diferente, valen siempre también las otras palabras:  "Los obreros son pocos".
"Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros". Eso significa:  la mies existe, pero Dios quiere servirse de los hombres, para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que digan:  "Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que ya está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y se transforme en perenne comunión divina de alegría y amor".
"Rogad, pues, al Dueño de la mies" quiere decir también:  no podemos "producir" vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre.
Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole:  "Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe transmitirlo".
Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su "sí". Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte.
En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón y, juntamente con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres, para que él, según su voluntad, suscite en ellos el "sí", la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando sin cesar de él la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan:  la luz de Dios y el amor de Dios.
El segundo punto que quisiera tratar es una cuestión práctica. El número de sacerdotes ha disminuido, aunque en este momento podemos constatar que todavía nos mantenemos, que también hoy hay sacerdotes jóvenes y ancianos, y que hay jóvenes que se encaminan hacia el sacerdocio. Pero las tareas resultan cada vez más pesadas:  llevar dos, tres o cuatro parroquias a la vez —y esto con todas las nuevas obligaciones que se han añadido— es algo que puede resultar desalentador. Con frecuencia me plantean la pregunta —y cada sacerdote se la suele plantear a sí mismo y a sus hermanos en el sacerdocio—:  ¿Cómo podemos hacerlo? ¿No se trata de una profesión que nos consume, en la que al final no podemos sentir alegría, pues vemos que, por más que hagamos, no es suficiente? Todo esto nos agobia.
¿Qué se puede responder? Naturalmente no puedo dar recetas infalibles; pero quisiera ofrecer algunas indicaciones fundamentales. La primera la tomo de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 5-8), donde san Pablo dice a todos —y naturalmente de modo especial a los que trabajan en el campo de Dios— que debemos "tener en nosotros los sentimientos de Jesucristo". Tenía tales sentimientos ante el destino del hombre que, por decirlo así, no soportó ya su existencia en la gloria, sino que se vio impulsado a descender y asumir algo increíble:  toda la miseria de la vida humana hasta la hora del sufrimiento en la cruz. Este es el sentimiento de Jesucristo:  sentirse impulsado a llevar a los hombres la luz del Padre, a ayudarlos para que con ellos y en ellos se forme el reino de Dios.
Y el sentimiento de Jesucristo consiste a la vez en que permanece profundamente arraigado en la comunión con el Padre, inmerso en ella. Lo vemos, por decirlo así, desde fuera en el hecho que los evangelistas nos refieren:  con frecuencia se retira al monte, él solo, a orar. Su actividad nace de su inmersión en el Padre. Precisamente por esta inmersión en el Padre se siente impulsado a salir a recorrer todas las aldeas y las ciudades para anunciar el reino de Dios, es decir, su presencia, su "estar" en medio de nosotros; para que el Reino se haga presente en nosotros y, por medio de nosotros, transforme el mundo; para que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo; para que el cielo llegue a la tierra.
Estos dos aspectos forman parte de los sentimientos de Jesucristo. Por una parte, conocer a Dios desde dentro, conocer a Cristo desde dentro, estar con él; sólo si realizamos esto descubriremos de verdad el "tesoro". Por otra, también debemos ir a los hombres. No podemos guardar el "tesoro" para nosotros mismos; debemos transmitirlo.
Quisiera traducir esta indicación fundamental, con sus dos aspectos, a nuestra realidad concreta:  necesitamos a la vez celo y humildad, es decir, reconocer nuestros límites. Por una parte, celo:  si realmente nos encontramos continuamente con Cristo, no podemos guardarlo para nosotros mismos. Nos sentiremos impulsados a ir a los pobres, a los ancianos, a los débiles, a los niños, a los jóvenes, a las personas que están en la plenitud de su vida; nos sentiremos impulsados a ser "heraldos", apóstoles de Cristo.
Pero para que este celo no quede estéril y no nos desgaste, debe ir acompañado de la humildad, de la moderación, de la aceptación de nuestros límites. Yo veo que no soy capaz de hacer todo lo que habría que hacer. Lo que vale para los párrocos —al menos así me lo imagino—, vale también para el Papa, aunque en diferente medida. El Papa debería hacer muchísimas cosas. Y realmente mis fuerzas no bastan. Así debo aprender a hacer lo que me sea posible y dejar el resto a Dios —y a mis colaboradores—, diciéndole:  "En definitiva, tú eres quien debes hacerlo, pues la Iglesia es tuya.
Y tú me das sólo las fuerzas que tengo. Te las entrego a ti, pues provienen de ti; lo demás, precisamente, te lo dejo a ti".
Creo que la humildad de aceptar esto —"hasta aquí llegan mis fuerzas; el resto te lo dejo a ti, Señor"— es decisiva. Pero también hay que tener confianza:  él me dará también colaboradores que me ayuden y hagan lo que yo no logro hacer.
Más aún, este conjunto de celo y de humildad, "traducido" a un tercer nivel, significa también el conjunto de servicio en todas sus dimensiones y de interioridad. Sólo podemos servir a los demás, sólo podemos dar, si personalmente también recibimos, si nosotros mismos no quedamos vacíos. Por eso la Iglesia nos propone espacios abiertos que, por una parte, son espacios para "respirar de nuevo"; y, por otra, son centro y fuente del servicio.
Ante todo está la celebración diaria de la santa misa. No la celebremos con rutina, como algo que de todos modos "debemos hacer"; celebrémosla "desde dentro". Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al decir "Esto es mi cuerpo", brota realmente la comunión con Jesucristo que nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo "yo"; si realizamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi vendrá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la presencia del Señor.
El otro espacio abierto que la Iglesia, por decirlo así, nos impone —también nos libera al dárnoslo— es la liturgia de las Horas. Tratemos de rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo, como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido más profundo de estas plegarias.
Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hombres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración. Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no significa retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo, mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, en este mundo.
El lema de estos días ha sido:  "El que cree nunca está solo". Estas palabras son válidas y deben ser válidas precisamente también para los sacerdotes, para cada uno de nosotros. Y son válidas de nuevo en dos aspectos:  el que es sacerdote nunca está solo, porque Jesucristo siempre está con él. Cristo está con nosotros; y nosotros también estamos con él.
Pero deben valer también en el otro sentido:  el que se hace sacerdote es insertado en un presbiterio, en una comunidad de sacerdotes con el obispo. Es sacerdote estando en comunión con sus hermanos en el sacerdocio. Esforcémonos por lograr que esto no se quede sólo como un precepto teológico o jurídico, sino que se convierta en experiencia concreta para cada uno de nosotros.
Donémonos mutuamente esta comunión; donémosla especialmente a los que sepamos que sufren soledad, a los que se ven agobiados por dificultades y problemas, tal vez por dudas e incertidumbres. Si nos donamos mutuamente esta comunión, estando en comunión con los otros experimentaremos mucho más y de modo más gozoso también la comunión con Jesucristo. Amén.

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