A la Conferencia episcopal de Corea

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COREA
Y AL PREFECTO APOSTÓLICO DE ULAN BATOR
EN VISITA "AD LIMINA"
Lunes 3 de diciembre de 2007

Queridos hermanos en el episcopado: 

"Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Con un saludo fraterno os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Corea, y al prefecto apostólico de Ulan  Bator, y agradezco a monseñor John Chang Yik, presidente de la Conferencia episcopal, los cordiales sentimientos que me ha expresado en vuestro nombre. Correspondo a ellos con afecto y os aseguro a vosotros, y a quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral, mis oraciones y mi solicitud. Como servidores del Evangelio, habéis venido a ver a Pedro (cf. Ga 1, 18) y a fortalecer los vínculos de colegialidad que manifiestan la unidad de la Iglesia en la diversidad y salvaguardan la tradición transmitida por los Apóstoles (cf. Pastores gregis, 57).

En vuestros países la Iglesia ha hecho notables progresos desde la llegada de los misioneros a la región hace más de cuatrocientos años, y desde su regreso a Mongolia hace exactamente quince años. Este desarrollo se debe en gran parte al testimonio excepcional de los mártires coreanos y de otros en toda Asia, que han permanecido firmemente fieles a Cristo y a su Iglesia. La constancia de su testimonio habla elocuentemente del concepto fundamental de comunión, que unifica y vivifica la vida eclesial en todas sus dimensiones.

Las numerosas exhortaciones del evangelista san Juan a permanecer en el amor y en la verdad de Cristo evocan la imagen de una casa segura y estable. Dios nos ama primero y nosotros, atraídos hacia su don de agua viva, "hemos de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (Deus caritas est, 7). Pero san Juan también exhorta a sus comunidades a permanecer en ese amor porque algunos ya habían sido seducidos por las distracciones que llevan a la debilidad interior y a una posible separación de la comunión de los creyentes.

Esta exhortación a permanecer en el amor de Cristo también tiene un significado particular para vosotros hoy. Vuestras relaciones quinquenales atestiguan la atracción que ejerce el materialismo y los efectos negativos de una mentalidad laicista. Cuando los hombres y las mujeres se alejan de la casa del Señor vagan inevitablemente en un desierto de aislamiento individual y de fragmentación social, porque "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes, 22).

Queridos hermanos, desde esta perspectiva es evidente que para ser pastores eficientes de esperanza debéis esforzaros por garantizar que el vínculo de comunión que une a Cristo con todos los bautizados sea salvaguardado y experimentado  como  el  centro  del misterio  de  la  Iglesia  (cf. Ecclesia in Asia, 24). Con los ojos fijos en el Señor, los fieles deben repetir de nuevo el grito de fe de los mártires:  "Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16). Esta fe se mantiene y alimenta mediante un encuentro continuo con Jesucristo, que viene a los hombres y a las mujeres a través de la Iglesia:  el signo y el sacramento de unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

Desde luego, el acceso a este misterio de comunión con Dios es el bautismo. Este sacramento de iniciación, lejos de ser un rito social o de bienvenida a una comunidad particular, es iniciativa de Dios (cf. Rito del bautismo, 98). Los que han renacido por el agua de la vida nueva entran a formar parte de la Iglesia universal y se insertan en el dinamismo de la vida de fe. En efecto, la profunda importancia de este sacramento subraya vuestra creciente preocupación por el hecho de que no pocos de los numerosos adultos que cada año entran a formar parte de la Iglesia en vuestra región no mantienen su compromiso de "participación plena (...) en las celebraciones  litúrgicas, (...)  que  constituye un derecho y una obligación en virtud del bautismo" (Sacrosanctum Concilium, 14). Os animo a garantizar, especialmente a través de una gozosa mistagogia, que "la llama de la fe" se mantenga "viva en el corazón" (Rito del bautismo, 100) de los nuevos bautizados.

Como enseña elocuentemente san Pablo (cf. 1 Co 10, 16-17), la palabra comunión también se refiere al centro eucarístico de la Iglesia. La Eucaristía arraiga nuestra comprensión de la Iglesia en el encuentro íntimo entre Jesús y la humanidad, y revela la fuente de la unidad eclesial:  el gesto de Cristo de entregarse a sí mismo a nosotros nos convierte en su cuerpo. La conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo en la Eucaristía es "la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia" (Ecclesia de Eucharistia, 38), por la cual las Iglesias locales se dejan atraer hacia los brazos abiertos del Señor y se fortalecen en la unidad dentro del único Cuerpo (cf. Sacramentum caritatis, 15).

Vuestros programas concebidos para poner de relieve la importancia de la misa dominical deberían aplicarse mediante una sana y estimulante catequesis sobre la Eucaristía. Esto fomentará una comprensión renovada del auténtico dinamismo de la vida cristiana entre vuestros fieles. Me uno a vosotros al exhortar a los fieles laicos, y en especial a los jóvenes de vuestra región, a explorar la profundidad y la amplitud de nuestra comunión eucarística. Congregados cada domingo en la casa del Señor, somos imbuidos por el amor y la verdad de Cristo, y recibimos la fuerza para llevar la esperanza al mundo.

Queridos hermanos, a los hombres y a  las mujeres consagrados se les reconoce con razón como "testigos y artífices de aquel "proyecto de comunión" que  constituye  la cima de la historia del hombre según Dios" (Vita consecrata, 46). Os ruego que aseguréis a los religiosos y religiosas de vuestros territorios mi aprecio por la contribución profética que están dando a la vida eclesial en vuestras naciones. Confío en que, fieles a su naturaleza esencial y a sus respectivos carismas, den un testimonio valiente del "don de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la familia humana" (ib. 3), don específicamente cristiano.

Por lo que respecta a vosotros, os aliento a garantizar que los religiosos sean acogidos y sostenidos en sus esfuerzos por contribuir a la tarea común de extender el reino de Dios. Ciertamente, uno de los aspectos más hermosos de la historia de la Iglesia es el que se refiere a sus escuelas de espiritualidad. Articulando y compartiendo estos tesoros vivos con los fieles laicos, los religiosos ayudarán en gran medida a promover la vitalidad de la vida eclesial dentro de vuestras jurisdicciones. Así contribuirán a disipar la idea de que la comunión significa sólo uniformidad, testimoniando la vitalidad del Espíritu Santo, que anima a la Iglesia en cada generación.

Concluyo reiterando brevemente la importancia de la promoción del matrimonio y de la vida familiar en vuestra región. Vuestros esfuerzos en este campo están en el centro de la evangelización de la cultura y contribuyen en gran medida al bienestar de la sociedad en su conjunto. Este apostolado vital, en el que ya están comprometidos numerosos sacerdotes y religiosos, también pertenece con razón a los fieles laicos. La creciente complejidad de las cuestiones relativas a la familia —incluidos los avances en la ciencia biomédica, de los que hablé recientemente al embajador de Corea ante la Santa Sede— plantea el problema de impartir una formación adecuada a quienes están comprometidos en esta área. A este respecto, deseo atraer vuestra atención hacia la valiosa contribución del Instituto para estudios sobre el matrimonio y la familia, ya presente en muchas partes del mundo.

Por último, queridos hermanos, os pido que transmitáis a vuestro pueblo mi gratitud particular por su generosidad con la Iglesia universal. Tanto el número creciente de misioneros como las contribuciones de los fieles laicos son un signo elocuente de su espíritu generoso. También soy consciente de los gestos concretos de reconciliación hechos por el bien de quienes viven en Corea del norte. Aliento estas iniciativas e invoco la solicitud providencial de Dios todopoderoso sobre todos los norcoreanos.

A lo largo de los siglos, Asia ha dado a la Iglesia y al mundo multitud de héroes de la fe, a los que se conmemora en el gran himno de alabanza:  Te martyrum candidatus laudat exercitus. Han de ser testigos perennes de la verdad y del amor que todos los cristianos están llamados a proclamar.

Con afecto fraterno os encomiendo a la intercesión de María, modelo de todos los discípulos, y de corazón os imparto mi bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis y de vuestra prefectura.

 

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