A la Conferencia episcopal de Portugal

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE PORTUGAL
EN VISITA "AD LIMINA"
Sábado 10 de noviembre de 2007

Señor cardenal patriarca;
amados obispos portugueses: 

Siento gran alegría al recibiros hoy en la Casa de Pedro, por la fuerza de Dios sólido pilar del puente que estáis llamados a ser y a crear entre la humanidad y su destino supremo, la santísima Trinidad. Ocho años después de vuestra última visita ad limina, encontráis cambiado el rostro de Pedro, pero no su corazón ni sus brazos, que os acogen y confirman con la fuerza de Dios que nos sostiene y nos hace hermanos en Cristo Señor:  "A vosotros gracia y paz abundantes" (1 P 1, 2). Con estas palabras de bienvenida, os saludo a todos, agradeciendo al presidente de la Conferencia episcopal, monseñor Jorge Ortiga, el esbozo que ha presentado de la vida y de la situación de vuestras diócesis y los sentimientos devotos que me ha expresado en nombre de todos, a los que correspondo con vivo afecto y con la certeza de mis oraciones por vosotros y por cuantos están encomendados a vuestra solicitud pastoral.

Amados obispos de Portugal, cruzasteis la Puerta santa del jubileo del año 2000 a la cabeza de la peregrinación de vuestros diocesanos, invitándolos a entrar y a permanecer en Cristo como en la casa de sus deseos más profundos y auténticos, o sea, la casa de Dios, y a medir  hasta  qué punto ya se habían hecho  realidad tales deseos, esto es, hasta qué punto la vida y el ser de cada uno encarna al Verbo de Dios, a semejanza de san Pablo, que decía:  "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).

Signo concreto de esta encarnación es comunicar  a  los demás la vida de Cristo que irrumpe en mí. Porque "no puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. (...) Nos hacemos "un solo cuerpo", aunados en una única existencia" (Deus caritas est, 14). Este "cuerpo" de Cristo que abarca a la humanidad de todos los tiempos y lugares es la Iglesia. San Ambrosio  vio  su  prefiguración en la "tierra santa" indicada por Dios a Moisés:  "Quita  las  sandalias  de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra santa" (Ex 3, 5); y allí, más tarde, se le ordenó:  "Y tú quédate aquí junto a mí" (Dt 5, 31), orden que el santo obispo de Milán actualiza para los fieles en estos términos:  "Tú permaneces conmigo (con Dios), si permaneces en la Iglesia. (...) Permanece, pues, en la Iglesia; permanece donde me he aparecido a ti; ahí estoy yo contigo. Donde está la Iglesia, ahí encontrarás el punto de apoyo más firme para tu mente; donde me he aparecido a ti, en la zarza ardiente, ahí está el fundamento de tu alma. De hecho, me he aparecido en la Iglesia, como en otro tiempo en la zarza ardiente. Tú eres la zarza, yo el fuego; fuego en la zarza, soy yo en tu carne. Por eso, yo soy fuego:  para iluminarte, para destruir tus espinas, tus pecados, y para manifestarte mi benevolencia (Epistulae extra collectionem:  Ep. 14, 41-42). Estas palabras traducen bien la vivencia y la exhortación hecha por Dios a los peregrinos del gran jubileo.

En este momento quiero dar gracias, juntamente con vosotros, a Cristo Señor por la gran misericordia que tuvo con su Iglesia peregrina en Portugal en los días del Año santo y en los años sucesivos, impregnados del mismo espíritu jubilar, que os ha permitido ver, sin miedo, limitaciones y fallos que os han dejado sin pan y os han impulsado a tomar el camino de regreso a la casa del Padre, donde hay pan en abundancia.

De hecho, se siente el mismo clima del jubileo en numerosas iniciativas que habéis emprendido durante los últimos años:  el censo general de la práctica dominical, la reanudación del camino sinodal hecho o por hacer, la convocación en diversas diócesis de la statio eucarística o de la misión general según modalidades nuevas y antiguas, la realización nacional del encuentro de movimientos y nuevas comunidades eclesiales y del congreso de la familia, la voluntad de servir al hombre manifestada por la Iglesia y el Estado en un nuevo concordato, y la aclamación de la santidad ejemplar en la persona de nuevos beatos.

Durante esta larga peregrinación, la confesión más frecuente en los labios de los cristianos ha sido la falta de participación en la vida comunitaria, proponiéndose encontrar nuevas formas de integración en la comunidad. La palabra de orden era, y es, construir caminos de comunión. Es preciso cambiar el estilo de organización de la comunidad eclesial portuguesa y la mentalidad de sus miembros, para tener una Iglesia en armonía con el concilio Vaticano II, en la que esté bien definida la función del clero y del laicado, teniendo en cuenta que, desde que hemos sido bautizados e integrados en la familia de los hijos de Dios, todos somos uno y todos somos corresponsables del crecimiento de la Iglesia.

Esta eclesiología de comunión en el camino abierto por el Concilio, por la que la Iglesia portuguesa se siente particularmente interpelada en continuidad con el gran jubileo, es, mis amados hermanos, el camino cierto que hay que seguir, sin perder de vista posibles escollos, como el horizontalismo en su fuente, la democratización en la atribución de los ministerios sacramentales, la equiparación entre el Orden conferido y los servicios emergentes, la discusión sobre cuál de los miembros de la comunidad es el primero (inútil discutir, porque el Señor Jesús ya decidió que es el último). Con esto no quiero decir que no se debe discutir acerca del recto ordenamiento en la Iglesia y sobre la atribución de las responsabilidades; siempre habrá desequilibrios, que exigen corrección. Pero esas cuestiones no pueden distraernos de la verdadera misión de la Iglesia:  esta no debe hablar primariamente de sí misma, sino de Dios.

Los elementos esenciales del concepto cristiano de "comunión" se encuentran en el texto de la primera carta de san Juan:  "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3). Sobresale aquí el punto de partida de la comunión:  está en la unión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea la comunión con él y, en él, con el Padre en el Espíritu Santo.

Como escribí en mi primera encíclica, así vemos que "no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona (Jesucristo), que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1); la evangelización de la persona y de las comunidades humanas depende totalmente de si existe, o no, este encuentro con Jesucristo.

Sabemos que el primer encuentro puede tener muchas formas, como lo demuestran innumerables vidas de santos (su presentación forma parte de la evangelización, que debe ir acompañada por modelos de pensamiento y de conducta); pero la iniciación cristiana de la persona pasa, normalmente, a través de la Iglesia:  la actual economía divina de la salvación requiere la Iglesia. Teniendo en cuenta el número cada vez mayor de cristianos no practicantes en vuestras diócesis, tal vez valga la pena verificar "la eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras comunidades y a asumir en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de su propia esperanza de modo adecuado en nuestra época" (Sacramentum caritatis, 18).

Amados obispos de Portugal, hace cuatro semanas os reunisteis en el santuario de Fátima con el cardenal secretario de Estado, a quien envié allí como mi legado especial para la clausura de las celebraciones por los 90 años de las apariciones de Nuestra Señora. Me complace pensar en Fátima como escuela de fe, con la Virgen María como Maestra; allí puso su cátedra para enseñar a los pequeños videntes, y después a las multitudes, las verdades eternas y el arte de orar, creer y amar.

Con la actitud humilde de alumnos que necesitan aprender la lección, encomendad diariamente a la Maestra tan insigne y Madre del Cristo total a todos y cada uno de vosotros y a los sacerdotes, vuestros colaboradores directos en la dirección de la grey, a los consagrados y las consagradas, que anticipan el cielo en la tierra, y a los fieles laicos que modelan la tierra a imagen del cielo. Implorando para todos, por intercesión de Nuestra Señora de Fátima, la luz y la fuerza del Espíritu, os imparto mi bendición apostólica.

 

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