A los participantes en el VII simposio de obispos europeos

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL VII SIMPOSIO
DE OBISPOS EUROPEOS

Martes 17 de octubre de 1989

Venerados hermanos en el Episcopado:

1. Una vez más tengo la alegría de encontrarme con vosotros al término de un simposio en el que os habéis reunido para reflexionar sobre los problemas de la evangelización en la Europa contemporánea.

Con vivo afecto os dirijo mi saludo, agradeciendo al cardenal Carlo María Martini las nobles palabras con las que interpretó vuestros sentimientos de sincera comunión con el Sucesor de Pedro. Un primer fruto de este fraterno encuentro consiste precisamente en el reforzamiento de los vínculos de caridad eclesial que nos unen, pues de la intensidad de tales vínculos depende en gran parte la eficacia de nuestro ministerio en medio del Pueblo de Dios, al que hemos sido enviados.

Servir al Pueblo de Dios: este es el anhelo que estimula nuestro esfuerzo cotidiano, impulsando a cada uno de nosotros a interrogarse sobre los medios y sobre los modos más adecuados para alcanzar ese objetivo. También en este simposio, venerados hermanos, os habéis planteado esta misma y siempre central pregunta, afrontándola desde un ángulo particular, de singular actualidad en la Europa de hoy. Habéis escogido reflexionar acerca de "las actitudes contemporáneas ante el nacimiento y la muerte", viendo en ellas, con plena razón, "un desafío para la evangelización".

Habéis hecho una elección valiente, que os ha permitido examinar, a la luz del mensaje evangélico, las situaciones cruciales y, en ocasiones, profundamente dramáticas que agitan al hombre del mundo contemporáneo.

2. El tema del simposio, tal como suena, plantea un problema esencial a la evangelización y a la pastoral de la Iglesia. En efecto, la Iglesia se encuentra hoy frente a un verdadero y real desafío constituido, hoy más que en cualquier otro tiempo, por el nacimiento y por la muerte.

Si el nacer y el morir del hombre han sido siempre, en cierto sentido, un desafío para la Iglesia, por causa de las incógnitas y los riesgos que llevan consigo, hoy lo han llegado a ser mucho más. En otras épocas, el hombre se ponía ante la muerte y ante la vida con un sentido de arcano estupor, de reverente temor, de respeto, que, en el fondo, nacía del sentido de lo sagrado, insito en el hombre. Hoy el desafío de siempre es percibido de modo más vivo y radical a causa del contexto cultural creado por el progreso científico y tecnológico de nuestro siglo. La civilización unilateral —tecnocéntrica— en la que vivimos, impulsa al hombre a una visión reductiva del nacimiento y de la muerte, en la que la dimensión trascendente de la persona aparece ofuscada, cuando no es incluso ignorada o negada.

A lo largo de vuestros trabajos, venerados hermanos, habéis analizado atentamente las actitudes con las que la Europa de hoy vive los acontecimientos del nacimiento y de la muerte, y habéis descubierto profundas diferencias con respecto al pasado. La creciente "medicalización" de las fases iniciales y terminales de la vida, su traslado de la casa a los hospitales, y el hecho de que se confía su gestión a la decisión de los expertos, han llevado a muchos europeos a perder la dimensión del misterio que desde siempre ha rodeado esos momentos y a percibir casi solamente su dimensión científicamente controlable. "La experiencia de la vida —habéis dicho— no es ya ontológica, sino tecnológica". Si el diagnóstico es exacto, entonces es preciso decir que muchas personas hoy se mueven dentro de un horizonte cognoscitivo privado de aquellos respiraderos hacia la trascendencia que abren el camino a la fe.

Además, a este aspecto preocupante, que está constituido por la creciente tecnificación de los momentos fundamentales de la vida humana, se añade el peso que ante la opinión pública adquiere la legislación, vigente en varios países y que se intenta introducir en otros aún inmunes, referente al aborto, de modo que en varios estratos de la población, ya de por sí atraída por los falsos espejismos del hedonismo consumista y permisivo, se consolida la opinión de que es lícito lo que es posible y está autorizado por la ley.

3. Es evidente que todo esto constituye un grave problema para la acción pastoral de la Iglesia, cuya tarea es anunciar la presencia amorosa de Dios en la vida del hombre, una presencia que no sólo crea la vida en su comienzo, sino que también la vuelve a crear durante su curso con la gracia redentora, para acogerla al final en el abrazo de la comunión trinitaria, que llena de felicidad. Por tanto, se impone también, y sobre todo desde este punto de vista, la urgente necesidad de una obra de profunda re-evangelización de nuestra Europa, que a veces parece haber perdido el contacto con sus mismos orígenes cristianos.

Para decir verdad, no faltan en el actual contexto sociocultural signos precisos de cambio de mentalidad acerca del modo en que el nacimiento y la muerte son percibidos y vividos: en círculos cada vez más anchos de la opinión pública se notan perplejidades acerca de la creciente tecnificación a que está sometido el surgir de la vida, y se registran reacciones frente a la invasión de la medicina en su última fase, que acaba por sustraer al moribundo su misma muerte.

En efecto, el hombre, por más que haga, nunca logrará apartarse "fundamentalmente" de la realidad óntica de su naturaleza de ser creado; así no podrá anular el hecho de la redención obrada por Cristo y de la consiguiente llamada a participar con Él en la plenitud de la vida tras la muerte. Sin embargo, puede intentar vivir y comportarse como si no hubiese sido creado y redimido (o, incluso, como si Dios no existiese). Esta es, precisamente, la situación con la que la Iglesia se debe enfrentar en el ámbito de la civilización occidental; este es el contexto humano en el que debe afrontar el compromiso del anuncio evangélico.

La cuestión del nacimiento y de la muerte tiene aquí una importancia clave. Precisamente por esto el "desafío" a la evangelización, que esa cuestión encierra, debe considerarse decisivo. En efecto, el modo en que hoy se vive la realidad del nacimiento y de la muerte se proyecta sobre todo el conjunto de la vida del hombre, sobre su misma concepción del ser y del actuar en relación con una norma moral cierta y objetiva.

4. Como consecuencia, al afrontar tal "desafío", la evangelización no podrá menos de ponerse en la perspectiva global de la existencia humana. Ciertamente, el nacimiento y la muerte tienen siempre una dimensión concreta e irrepetible, pero se insertan en todo el conjunto de la existencia del hombre y en ese contexto más amplio deben entenderse y valorarse.

La Iglesia tiene a su disposición la única medida válida para interpretar esos momentos decisivos de la vida humana y para afrontar su evangelización de modo global. Y esta medida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado: en Cristo nacido, muerto y resucitado, la Iglesia puede leer el verdadero sentido, el sentido pleno, del nacer y del morir de todo ser humano.

Ya Pascal anotaba: "No sólo conocemos a Dios a través de Jesucristo, sino que además no nos conocemos a nosotros mismos si no es por medio de Jesucristo, y sólo mediante Él conocemos la vida y la muerte. Fuera de Jesucristo no sabemos qué son la vida y la muerte, Dios, nosotros mismos" (Pensamientos, n. 548). Es una intuición que el Concilio Vaticano II expresó con palabras merecidamente famosas: "El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes, 22).

Adoctrinada por Cristo, la Iglesia tiene la tarea de llevar al hombre de hoy a descubrir nuevamente la plena verdad sobre sí mismo, para recuperar así la justa actitud con respecto al nacimiento y a la muerte, los dos acontecimientos dentro de los cuales se inscribe su entera existencia sobre la tierra. En efecto, de la recta interpretación de tales acontecimientos depende la orientación que se imprimirá a la vida concreta de cada hombre y, en definitiva, su éxito o su fracaso.

5. La Iglesia debe, en primer lugar, recordar al hombre de hoy la plena verdad acerca del hecho de que es creatura venida a la existencia como fruto de un don de amor: de parte de Dios, ante todo, pues el ingreso de un nuevo ser humano en el mundo no sucede sin una intervención directa de Dios mediante la creación del alma espiritual, y es sólo el amor lo que lo mueve a poner en el mundo a un nuevo sujeto personal al que El de hecho pretende ofrecer la posibilidad de compartir su misma vida. A la misma conclusión se llega mirando las cosas desde el punto de vista humano, pues el surgir de la nueva vida depende de la unión sexual del hombre y de la mujer, que encuentra su plena verdad en el don interpersonal de si mismos que los cónyuges se hacen recíprocamente. El nuevo ser se asoma al escenario de la vida gracias a un acto de donación interpersonal, del que él constituye la coronación: una coronación posible, pero no segura. El eco psicológico de ese hecho se manifiesta en el sentimiento de espera de los padres, que saben que pueden esperar, pero no exigir el hijo. Este, si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: ¡un don que brota del don!

Mirándolo bien, este, y sólo este, es el contexto adecuado a la dignidad de la persona, la cual no puede nunca ser reducida a objeto del que se dispone. Sólo la lógica del amor que se dona, y no la de la técnica que fabrica un producto, conviene a la persona, porque sólo la primera respeta su superior dignidad. En efecto, la lógica de la producción significa un esencial salto de cualidad entre aquel que preside el proceso productivo y lo que de tal proceso resulta: si el "resultado" es, de hecho, una persona, y no una cosa, es preciso concluir que la persona misma de ese modo no es reconocida en su específica e irreductible dignidad personal.

La Iglesia debe recordar con maternal solicitud esta verdad al hombre de hoy. En efecto, los sorprendentes progresos científicos de la genética y de la biogenética lo tientan con la perspectiva de resultados extraordinarios por perfección técnica pero viciados en su raíz por su colocación dentro de la lógica de la fabricación de un producto y no de la procreación de una persona.

Y la Iglesia debe recordar esto al hombre contemporáneo con tanto mayor empeño cuanto que sabe que Dios llama al nuevo ser no sólo a nacer a la dignidad de hombre, sino también a renacer a la dignidad de hijo suyo en el Hijo unigénito. La perspectiva de la adopción divina, que en la actual economía de salvación está reservada a todo ser humano, subraya de modo singularmente elocuente la altísima dignidad de la persona, impidiendo cualquier instrumentalización de la misma, que la degradaría a simple objeto, contradiciendo su destino trascendente.

6. Y también en lo que se refiere a la muerte la Iglesia tiene su palabra, capaz de arrojar luz sobre ese oscuro abismo que tanta aprensión suscita en el hombre; y esto, porque Ella tiene la Palabra, el Verbo de Dios encarnado, el cual ha asumido sobre sí no sólo la vida sino también la muerte del hombre. Cristo ha sobrepasado ese abismo y ya está, con su cuerpo vivo de resucitado, en la otra orilla, la orilla de la eternidad. Mirándolo a Él, la Iglesia puede proclamar con gozosa certeza: "El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección y lo transformó en una nueva criatura" (Lumen gentium, 7).

Hasta el fin de los siglos la muerte de Cristo, juntamente con su resurrección, constituirá el centro del anuncio misionero, transmitido de boca en boca a partir de la primera generación cristiana: "Os transmití... —son palabras de Pablo— lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó..." (1 Co 15, 3-4). La muerte de Jesús fue una muerte libremente aceptada, en un acto de suprema oblación de si al Padre, para la redención del mundo (cf. Jn 15, 13; 1 Jn 3, 16).

A la luz del misterio pascual, el cristiano es capaz de interpretar y de vivir su muerte en perspectiva de esperanza: la muerte de Cristo ha alterado también el significado de su muerte. Esta, aun siendo fruto del pecado, puede ser acogida por él con una actitud de amorosa —y, como tal, libre— adhesión a la voluntad del Padre, y por consiguiente como prueba suprema de obediencia, en conformidad con la obediencia misma de Cristo: un acto capaz de expiar, en unión con la muerte de Cristo, las múltiples formas de rebelión que realizó durante la vida.

El cristiano que acoge de ese modo la propia muerte y, reconociendo la propia condición de creatura como también las propias responsabilidades de pecador, se pone confiadamente en las manos misericordiosas del Padre ("In manus tuas, Domine..."), alcanza el culmen de la propia identidad humana y cristiana, y consigue la realización definitiva de su propio destino.

7. Venerados hermanos: La Iglesia, llamada a dar testimonio de Cristo en Europa en el umbral del tercer milenio, debe encontrar los modos concretos para llevar esta Buena Nueva a todos los que, en el viejo continente, dan signos de haberlo perdido. Las enseñanzas de san Pablo sobre el bautismo y sobre el misterio de muerte y vida que en él se realiza, proporcionan luz para una acción evangelizadora, sobre cuya urgencia no es necesario insistir. Hace falta explicar de nuevo aquella doctrina, hacerla comprender y vivir sobre todo a las nuevas generaciones, y sacar sus consecuencias para la vida cristiana de cada día, como en los primeros siglos hicieron los Padres de la Iglesia en catequesis siempre ricas y siempre actuales.

Al mismo tiempo, será importante hacer entender a todos que, si la Iglesia defiende la vida humana desde su primer inicio hasta su término natural, no lo hace sólo para obedecer a las exigencias de la fe cristiana, sino también porque se sabe intérprete de una obligación que encuentra eco en la conciencia moral de la humanidad entera. Precisamente por esto, la sociedad civil, que es responsable del bien común, tiene el deber de garantizar, mediante la ley, el derecho a la vida para todos y el respeto de toda vida humana hasta su último instante.

Una ayuda eficaz en este campo podrá venir de los "Movimientos por la vida", que van multiplicándose providencialmente en todas partes de Europa y del mundo. Su contribución, ya tan benemérita, podrá cobrar más valor en nuestra apreciación de Pastores si saben hacer objeto de su actividad de animación y de ilustración no sólo el momento inicial sino también el momento terminal de la vida. Esto permitirá encontrar en estos Movimientos un precioso aliado a fin de responder cada vez más incisivamente a aquel "desafío" que el nacimiento y la muerte plantean hoy a la evangelización.

Como bien veis, venerados hermanos, la tarea que tenemos por delante en este último tramo del milenio es ardua pero también exaltante. La Iglesia tiene la tarea histórica de ayudar al hombre contemporáneo a recuperar el sentido de la vida y de la muerte, que en muchos casos parece hoy escapársele. Una vez más el esfuerzo por la evangelización con vistas a la salvación eterna resulta determinante para la auténtica promoción del hombre sobre la tierra. El cristianismo que un tiempo ofreció a la Europa en formación los valores ideales sobre los cuales iba a construir la propia unidad, tiene hoy la responsabilidad de revitalizar desde dentro una civilización que muestra síntomas de preocupante decrepitud.

A nosotros, obispos, antes que a cualquier otro, corresponde la tarea de hacernos animadores y guías de esta renovación espiritual: anunciando a Cristo, Señor de la vida, luchamos por el hombre, por la defensa de su dignidad, por la tutela de sus derechos. Nuestra batalla no es sólo por la fe, sino también por la civilización.

Fortalecidos por esta conciencia, venerados hermanos, prosigamos con renovado impulso en nuestro compromiso apostólico. No dejará de estar a nuestro lado con su ayuda el Señor Jesús, a quien elevo mi constante oración por vosotros y por vuestras Iglesias, y en el nombre del cual, como signo de sincera comunión, os imparto mi afectuosa bendición.

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