Al Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN
DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Sala Clementina
Viernes día 17 de noviembre de 2006

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

"Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7). Con este deseo de san Pablo a los Romanos me dirijo a vosotros, que dedicáis vuestra inteligencia, vuestro amor y vuestro celo a la promoción de la comunión plena de todos los cristianos, según la voluntad del Señor mismo, que oró por esa unidad en la víspera de su pasión, muerte y resurrección.

Agradezco, ante todo, a vuestro presidente, el señor cardenal Walter Kasper, su saludo y el denso informe del trabajo de vuestra plenaria. También os expreso mi gratitud a todos vosotros, que habéis aportado a este encuentro vuestra experiencia y vuestra esperanza, comprometiéndoos a buscar respuestas adecuadas a una situación que cambia. Precisamente en esto se centra el tema que habéis elegido y estudiado:  "La situación ecuménica que cambia". Vivimos en una época de grandes cambios en casi todos los sectores de la vida; por consiguiente, no es de extrañar que esto influya también en la vida de la Iglesia y en las relaciones entre los cristianos.

Con todo, conviene decir desde el inicio que, a pesar del cambio de situaciones, sensibilidades y problemáticas, el objetivo del movimiento ecuménico sigue siendo el mismo:  la unidad visible de la Iglesia. Como es sabido, el concilio Vaticano II consideró como una de sus principales finalidades el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos (cf. Unitatis redintegratio, 1). Esta es también mi intención. Aprovecho de buen grado esta ocasión para repetir y confirmar, con renovada convicción, lo que afirmé al inicio de mi ministerio en la Cátedra de Pedro:  "Su actual Sucesor (de Pedro) ―dije entonces― asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber" (Mensaje en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005, n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7). Y añadí:  "El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo" (ib.).

En verdad, desde el concilio Vaticano II hasta hoy se han dado muchos pasos hacia la comunión plena. Tengo presente la imagen del aula conciliar, donde los observadores delegados de las demás Iglesias y comunidades eclesiales estaban atentos pero silenciosos. En los decenios sucesivos, esta imagen se ha transformado en la realidad de una Iglesia en diálogo con todas las Iglesias y comunidades eclesiales tanto de Oriente como de Occidente. El silencio se ha transformado en palabra de comunión. Se ha llevado a cabo un enorme trabajo a nivel universal y a nivel local. Se ha redescubierto y restablecido la fraternidad entre todos los cristianos como condición de diálogo, de cooperación, de oración común y de solidaridad.

Es lo que mi predecesor el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, puso de relieve en la encíclica sobre el compromiso ecuménico, en la que afirmó explícitamente, entre otras cosas, que "el crecimiento de la comunión es un fruto precioso de las relaciones entre los cristianos y del diálogo teológico que mantienen. Lo uno y lo otro han hecho a los cristianos conscientes de los elementos de fe que tienen en común" (Ut unum sint, 49).

Esa encíclica ponía de relieve los frutos positivos de las relaciones ecuménicas entre los cristianos tanto de Oriente como de Occidente. A este propósito, no podemos por menos de recordar la experiencia de comunión que vivimos con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que vinieron de todos los continentes para participar en el funeral del inolvidable Papa Juan Pablo II y también en la ceremonia de inicio de mi pontificado.

Compartir el dolor y la alegría es signo visible de la nueva situación que se ha creado entre los cristianos. ¡Bendito sea Dios por ello! También mi inminente visita a Su Santidad Bartolomé I y al Patriarcado ecuménico será un signo ulterior de aprecio por las Iglesias ortodoxas, y servirá de estímulo ―así lo esperamos― para apresurar el paso hacia el restablecimiento de la comunión plena.

Sin embargo, siendo realistas, debemos reconocer que queda aún mucho camino por recorrer. Desde el concilio Vaticano II la situación, en muchos aspectos, ha variado; y el cardenal Kasper nos ha descrito a grandes rasgos estos cambios. Los grandes cambios que se han producido en el mundo han tenido repercusiones también en el ecumenismo. Muchas de las veneradas Iglesias de Oriente, en tiempos del Concilio vivían en condiciones de opresión bajo regímenes dictatoriales.
Hoy han recobrado la libertad y están comprometidas en un amplio proceso de reorganización y revitalización. Las acompañamos con nuestros sentimientos y nuestra oración.

La parte oriental y la occidental de Europa se están acercando. Esto impulsa a las Iglesias a coordinar sus esfuerzos con vistas a la salvaguardia de la tradición cristiana y al anuncio del Evangelio a las nuevas generaciones. Esa colaboración resulta particularmente urgente a causa de la situación de avanzada secularización, sobre todo del mundo occidental.

Por fortuna, después de un período de múltiples dificultades, el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas ha tomado nuevo impulso. La Comisión mixta internacional de diálogo ha podido reunirse positivamente en Belgrado, acogida con generosidad por la Iglesia ortodoxa de Serbia. Albergamos grandes esperanzas con respecto al camino futuro que se recorrerá, respetando las legítimas diferencias teológicas, litúrgicas y disciplinares, con vistas a una comunión de fe y de amor cada vez más plena, en la que sea posible un intercambio cada vez más profundo de las riquezas espirituales de cada Iglesia.

También con las comunidades eclesiales de Occidente mantenemos diálogos bilaterales abiertos y amistosos, que permiten progresar en el conocimiento mutuo, superar prejuicios, confirmar algunos elementos de convergencia e identificar con mayor precisión las auténticas divergencias. Quisiera mencionar sobre todo la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, lograda en el diálogo con la Federación luterana mundial, y el hecho de que el Consejo metodista mundial, por su parte, dio su asentimiento a esta Declaración.

Mientras tanto, han surgido varios problemas importantes que exigen una profundización y un acuerdo. Sigue existiendo la dificultad de encontrar una concepción común acerca de las relaciones entre el Evangelio y la Iglesia; y, relacionado con esto, sobre el misterio de la Iglesia y de su unidad, y sobre la cuestión del ministerio en la Iglesia.

Asimismo, han aparecido nuevas dificultades en el campo ético; como consecuencia, las diferentes posiciones tomadas por las Confesiones cristianas sobre los problemas actuales han reducido su influjo de orientación con respecto a la opinión pública. Precisamente desde este punto de vista resulta necesario un profundo diálogo sobre la antropología cristiana, así como sobre la interpretación del Evangelio y sobre su aplicación concreta.

Lo que siempre hay que promover ante todo es el ecumenismo del amor, que deriva directamente del mandamiento nuevo que dejó Jesús a sus discípulos. El amor, acompañado de gestos coherentes, crea confianza, hace que se abran los corazones y los ojos. El diálogo de la caridad, por su naturaleza, promueve e ilumina el diálogo de la verdad, pues es en la verdad plena donde se realizará el encuentro definitivo al que conduce el Espíritu de Cristo.

Ciertamente, el relativismo o el fácil y falso irenismo no resuelven la búsqueda ecuménica. Al contrario, la desvían y desorientan. Es preciso intensificar la formación ecuménica del amor de Dios que se reveló en el rostro de Jesucristo y al mismo tiempo reveló en Cristo el hombre al hombre y le hizo comprender su altísima vocación (cf. Gaudium et spes, 22). Estas dos dimensiones esenciales se apoyan en la cooperación práctica entre los cristianos, la cual "expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo siervo" (Unitatis redintegratio, 12).

Para concluir estas palabras, quiero reafirmar la importancia totalmente especial del ecumenismo espiritual. Por eso, con razón, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos está comprometido en él, apoyándose en la oración, en la caridad, en la conversión del corazón, con vistas a una renovación personal y comunitaria. Os exhorto a proseguir por este camino, que ya ha dado tantos frutos y seguirá dando muchos más. Por mi parte, os aseguro el apoyo de mi oración mientras, como confirmación de mi confianza y mi afecto, os imparto a todos una bendición apostólica especial.

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