Al Episcopado de Nicaragua, 29 de junio de 1982

Autor: Juan Pablo II

 

CARTA DE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO DE NICARAGUA

Queridos Hermanos en el Episcopado,

Mientras, en obediencia a la misteriosa llamada que lo hizo Sucesor de Pedro, de buena gana entrega lo que tiene y hasta se entrega a sí mismo por el bien de todos, el Papa no olvida sus propios deberes hacia quienes, en las Iglesias Particulares de todo el mundo desempeñan, en medio a no pocas dificultades, el ministerio de Pastores.

A ellos los une un vínculo especial. Especial por sus raíces evangélicas, pues a Pedro, a quien había conferido el primer puesto entre los Doce, Jesús quiso confiar en un momento solemne de su vida, la misión de confirmar a sus hermanos en la fe y en el servicio apostólico. Especial también por su naturaleza teológica: el Concilio Vaticano II, profundizando la antigua doctrina de la colegialidad episcopal, subrayó con riqueza de conceptos y de expresiones que el Colegio episcopal “en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y la universalidad del Pueblo de Dios, y en cuanto reunido bajo una sola cabeza, significa la unidad del Cuerpo de Cristo”.

Por razón de este vínculo, al que el aspecto dogmático no quita nada a su dimensión profundamente afectiva, y dadas las peculiares circunstancias en las que sois llamados a ejercer vuestro ministerio episcopal, sabed que os estoy muy cercano. Cercano en cuanto “no ceso de dar gracias acerca de vosotros y de hacer memoria de vosotros en mi oración”. Cercano por la intención e interés con los que me informo constantemente sobre vuestras actividades pastorales.

Cercano por el sostén espiritual a vuestra labor, tan devota cuanto exigente y delicada, en favor de la promoción humana, personal y colectiva de vuestras gentes. Cercano, finalmente, en mi fraterna solicitud por vuestro quehacer de Pastores y Maestros en las Iglesias a vosotros confiadas.

Además, la fiesta de hoy de los Apóstoles Pedro y Pablo, avivando en nosotros el sentido de la Colegialidad, me da la oportunidad de escribiros, con el “vivo deseo de veros, para comunicaros algún don espiritual con el cual seáis fortificados”.

Quisiera que encontrarais ya en las precedentes consideraciones la primera y fundamental expresión del aliento y estímulo que deseo comunicaros. Un Obispo nunca está solo, puesto que se encuentra en viva y dinámica comunión con el Papa y con sus hermanos Obispos de todo el mundo. No estáis solos: os sostiene la presencia espiritual de este hermano mayor vuestro y os rodea la comunión afectiva y efectiva de miles de hermanos.

Pero os quiero invitar a pensar en otra, más reducida pero no menos importante, dimensión de la comunión: la comunión entre vosotros mismos, miembros de esa querida Conferencia Episcopal de Nicaragua.

Esta comunión, nacida de la participación en la plenitud del sacerdocio de Jesucristo, no es meramente externa, no está hecha de convenciones o protocolos; es una comunión sacramental y como tal debe ser puesta en práctica.

Os confieso que no puedo tener gozo más grande que el de saber que entre vosotros prevalece, por encima de todo lo que pudiera dividiros, esta unidad esencial in Christo et in Ecclesia. Unidad tanto más exigente y necesaria cuanto de ella dependerá, por un lado la credibilidad de vuestra predicación y la eficacia de vuestro apostolado, y por otro la comunión que, supuestas las conocidas dificultades, tenéis la misión de construir entre vuestros fieles.

Ahora bien, esta unidad de los fieles aparece a nuestros ojos como el don quizá más precioso – porque frágil y amenazado – de esta Iglesia en Nicaragua vuestra y nuestra.

Lo que declaró el Concilio Vaticano II sobre la Iglesia universal – que es señal e instrumento de la unidad a construir en el mundo y en la humanidad – se puede aplicar, en la debida medida, a las comunidades eclesiales a todos los niveles.

Por eso la Iglesia en Nicaragua tiene la gran responsabilidad de ser sacramento, es decir señal e instrumento de unidad en el País. Para ello debe ser ella misma, como comunidad, una verdadera unidad e imagen de la unidad.

A este respecto, hay que recordar que cuantos más fermentos de discordia y desunión, de ruptura y separación existen en un ambiente, tanto más la Iglesia debe ser ámbito de unidad y cohesión.

Pero lo será solamente si da testimonio de ser “cor unum et anima una” gracias a principios sobrenaturales de unidad, suficientemente enérgicos y determinantes para vencer las fuerzas de división a las cuales ella también se encuentra sujeta.

Puesto que sois por vocación divina signos visibles de unidad, ojalá logréis que no se dividan a causa de opuestas ideologías los cristianos de vuestro País, a quienes congrega “un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre”, como ellos suelen cantar inspirándose en palabras del Apóstol Pablo. Y ojalá que unidos por la misma fe y rechazando todo lo que es contrario o destruye esa unidad, vuestros cristianos se encuentren acomunados en los ideales evangélicos de justicia, paz, solidaridad, comunión y participación, sin que los separen irremediablemente opciones contingentes nacidas de sistemas, corrientes, partidos u organizaciones.

Crece, bajo este punto de vista, vuestra responsabilidad, pues en torno al Obispo debe tejerse concretamente la unidad de los fieles.

Conocéis la gran importancia de las cartas de San Ignacio de Antioquía, sea por la autoridad de quien las escribe – un discípulo del apóstol amado –, sea por la antigüedad que hace de ellas el testimonio de un momento vital en la historia de la Iglesia, sea por la riqueza de su contenido doctrinal. Pues bien, con términos muy fuertes Ignacio demuestra en estas cartas, ciertamente para responder a las primeras dificultades en este campo, que no hay ni puede haber comunión válida y durable en la Iglesia sino en la unión de mente y corazón, de respeto y obediencia, de sentimientos y de acción con el Obispo. Lo de las cuerdas de la lira es una imagen hermosa y sugestiva de una realidad más profunda: el Obispo es como Jesucristo, hecho presente en medio de su Iglesia cual principio vivo y dinámico de unidad. Sin él esta unidad no existe o está falseada y, por tanto, es inconsistente y efímera.

De ahí lo absurdo y peligroso que es imaginarse como al lado – por no decir en contra – de la Iglesia construida en torno al Obispo, otra Iglesia concebida como “carismática” y no institucional, “nueva” y no tradicional, alternativa y, como se preconiza últimamente, una Iglesia Popular.

No ignoro que a tal denominación – sinónimo de “Iglesia que nace del pueblo” – se puede atribuir una significación aceptable. Con ella se querría señalar que la Iglesia surge cuando una comunidad de personas, especialmente de personas dispuestas por su pequeñez, humildad y pobreza a la aventura cristiana, se abre a la Buena Noticia de Jesucristo y comienza a vivirla en comunidad de fe, de amor, de esperanza, de oración, de celebración y participación en los misterios cristianos, especialmente en la Eucaristía.

Pero sabéis que el documento conclusivo de la III Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla declaró “poco afortunado” este nombre de “Iglesia Popular”. Lo hizo, después de maduro estudio y reflexión entre Obispos de todo el Continente, porque era consciente de que este nombre encubre, en general, otra realidad.

“Iglesia Popular”, en su acepción más común, visible en los escritos de cierta corriente teológica, significa una Iglesia que nace mucho más de supuestos valores de un estrato de población que de la libre y gratuita iniciativa de Dios. Significa una Iglesia que se agota en la autonomía de las llamadas bases, sin referencia a los legítimos Pastores o Maestros; o al menos sobreponiendo los “derechos” de las primeras a la autoridad y a los carismas que la fe hace percibir en los segundos.

Significa – ya que al término pueblo se da fácilmente un contenido marcadamente sociológico y político – Iglesia encarnada en las organizaciones populares, marcada por ideologías, puestas al servicio de sus reivindicaciones, de sus programas y grupos considerados como no pertenecientes al pueblo. Es fácil percibir – y lo indica explícitamente el documento de Puebla – que el concepto de “Iglesia Popular” difícilmente escapa a la infiltración de connotaciones fuertemente ideológicas, en la línea de una cierta radicalización política, de la lucha de clases, de la aceptación de la violencia para la consecución de determinados fines, etc.

Cuando yo mismo en mi discurso de inauguración de la Asamblea de Puebla, hice serias reservas sobre la denominación “Iglesia que nace del pueblo”, tenía en vista los peligros que acabo de recordar. Por ello, siento ahora el deber de repetir, valiéndome de vuestra voz, la misma advertencia pastoral, afectuosa y clara. Es una llamada a vuestros fieles por medio de vosotros.

Una “Iglesia Popular” opuesta a la Iglesia presidida por los legítimos Pastores es – desde el punto de vista de la enseñanza del Señor y de los Apóstoles en el Nuevo Testamento y también en la enseñanza antigua y reciente del Magisterio solemne de la Iglesia – una grave desviación de la voluntad y del plan de salvación de Jesucristo. Es además un principio de resquebrajamiento y ruptura de aquella unidad que El dejó como señal característica de la misma Iglesia, y que El quiso confiar precisamente a los que “el Espíritu Santo estableció para regir la Iglesia de Dios”.

Os confío pues, amados Hermanos en el Episcopado, el encargo y tarea de hacer a vuestros fieles, con paciencia y firmeza, esa llamada de fundamental importancia.

Tenemos todos presente en el espíritu el dramático concepto de mi Predecesor Pablo VI, cuando escribía en su memorable Exhortación Apostólica “Evangelii Nuntiandi” que los peligros más insidiosos y los ataques más mortíferos para la Iglesia no son los que vienen desde fuera – éstos sólo pueden afianzarla en su misión y en su labor – sino los que vienen desde dentro.

Traten pues todos los hijos de la Iglesia, en este momento histórico para Nicaragua y para la Iglesia en este País, de contribuir a mantener sólida la comunión en torno a sus Pastores, evitando cualquier germen de fractura o división.

Llegue sobre todo tal llamada a la conciencia de los Presbíteros, sean oriundos del País, misioneros que desde hace años consagran sus vidas al ministerio pastoral en esa Nación o voluntarios deseosos de dar su contribución a los hermanos nicaragüenses, en una hora de suma trascendencia. Sepan que si quieren de veras servir al pueblo como sacerdotes, este pueblo hambriento y sediento de Dios y lleno de amor a la Iglesia, espera de ellos el anuncio del Evangelio, la proclamación de la paternidad de Dios, la dispensación de los misterios sacramentales de la salvación. No es con un papel político, sino con el ministerio sacerdotal con el que el pueblo los quiere tener cercanos.

Llegue tal llamada a la conciencia de los religiosos y religiosas, nativos o venidos del exterior. La gente de este País los quiere ver unidos a los Obispos en una inquebrantable comunión eclesial, portadores de un mensaje no paralelo, menos aún contrapuesto, sino armónico y coherente con el de los legítimos Pastores.

Llegue tal llamada a cuantos se encuentran por algún título al servicio sincero de la misión de la Iglesia, especialmente si están en puestos de particular responsabilidad como en la Universidad, los Centros de estudio e investigación, los medios de comunicación social, etc. Ofrezcan su disponibilidad a servir en conformidad con la disposición igualmente generosa y decidida de sus Obispos y de la grandísima porción del pueblo que, con los Obispos, quieren el bien del País inspirándose en las orientaciones de la Iglesia.

Os exhorto en fin, queridos Hermanos, a proseguir aun en medio a no leves dificultades, en vuestra labor incansable, para asegurar la presencia activa de la Iglesia en este momento histórico que vive el País.

Bajo vuestra dirección de solícitos Pastores, ojalá que los fieles católicos de Nicaragua den constantemente un claro y convincente testimonio de amor y capacidad de servicio a su País, no menor ni menos eficaz que el de los demás. Un testimonio de clarividencia frente a los hechos y situaciones. De plena disponibilidad a servir la auténtica causa del pueblo. De valentía en proponer, en cada situación, el pensamiento y orientaciones – lo que muchas veces he llamado el camino – de la Iglesia, aun cuando éstos no estén en concordancia con otros caminos propuestos.

Deseo, espero y os pido que hagáis todo lo posible para que en vosotros y en vuestras gentes la fidelidad a Cristo y a la Iglesia, lejos de disminuirla, confirme y enriquezca la lealtad hacia la Patria terrena.

Con esta oportunidad me complazco en daros fraternalmente, en prenda de abundantes gracias divinas para vuestras personas y vuestro ministerio, mi cordial Bendición Apostólica, que extiendo a todos vuestros fieles.

Vaticano, 29 de junio de 1982.

IOANNES PAULUS PP. II