Al nuevo Embajador de España ante la Santa Sede, 16 de noviembre de 1985

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE

Sábado 16 de noviembre de 1985

Señor Embajador,

Al presentar las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España cerca de la Santa Sede, me es grato darle mi cordial bienvenida y agradecerle los sentimientos de adhesión y cercanía que Usted ha tenido a bien presentarme de parte de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I. Le ruego desde ahora que transmita a Su Majestad mis mejores deseos, junto con las seguridades de mi plegaria al Altísimo por el bien espiritual de la querida Nación española.

Viene Usted a representar ante la Sede de Pedro a una Nación que, a lo largo de los siglos, se ha caracterizado por su condición de católica como lo muestra lo que podríamos llamar una triple tradición o legado.

Legado histórico: la península ibérica fue uno de los primeros territorios que acogieron la predicación de la Buena Nueva de Salvación. Para su comunidad cristiana ha sido motivo de legítima honra el afirmar sus raíces apostólicas, proclamando la presencia de San Pablo en su suelo y habiendo hecho de Santiago su Apóstol patrón y protector, al que venera desde tiempo inmemorial. Desde su misma configuración como Estado independiente, España ha mantenido estrechos lazos con esta Sede Apostólica.

Legado religioso: el pueblo español, en efecto, ha hecho de la fe católica un elemento connatural del alma hispana, inspirador de sus virtudes morales e informador de sus mismas instituciones.

Legado misionero: la vitalidad de la comunidad cristiana de su País ha proyectado la luz del Evangelio en el mundo mediante la generosa y abnegada labor evangelizadora de tantos preclaros hijos suyos que han enriquecido así a la Iglesia universal con los copiosos frutos de nuevos pueblos renacidos por la fe a una nueva vida.

Este es el legado de un pasado glorioso que ha marcado el ser de aquella noble Nación en la historia, pero que también en nuestros días sigue estando presente como he podido apreciar durante las visitas pastorales en las que viví, a lo largo de toda la geografía nacional, inolvidables jornadas de fe y esperanza, expresión de una profunda vivencia religiosa.

En las deferentes palabras que me ha dirigido, ha querido Usted también aludir a la contribución de esta Sede Apostólica en favor de la civilización, la cultura y el derecho de los individuos y de los pueblos; así como a la irradiación universal de los valores hondamente enraizados en la visión cristiana de la vida.

La Iglesia, fiel al mandato de su divino Fundador, pone todo su empeño en la noble causa de servir a la promoción integral del hombre y de las naciones, de acuerdo con la misión que le es propia y que la impulsa a realizar su ministerio superando motivaciones terrenas o intereses particulares. Como enseña el Concilio Vaticano II en la Constitución “Gaudium et Spes”, “la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vinculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir su misión” (Gaudium et Spes, 42).

Desde su propio campo, la Iglesia - con la autonomía e independencia que le competen - está vivamente interesada en promover todo aquello que redunde en el mayor bien de la persona humana y de los grupos sociales, comenzando por la familia, célula básica de la sociedad. A este respecto, no es superfluo recordar que, en la ordenación legal de las actividades de los individuos y de los diversos grupos sociales, por parte de la autoridad pública, “los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre” (IOANNIS PAULI PP. II Redemptor Hominis, 7). Dicha sacralidad de la persona y de su dignidad, ha de informar las relaciones entre los individuos y los grupos para que, de esta manera, los legítimos derechos sean tutelados y la sociedad pueda gozar de armonía y estabilidad.

A nivel de comunidad internacional, la Santa Sede no ahorrará esfuerzos en continuar aportando su peculiar contribución para un mejor entendimiento entre las Naciones, potenciando aquellos valores morales y espirituales que acercan a los pueblos y que permiten superar las divisiones y barreras que tanto dificultan la buena comprensión y la solidaridad efectiva entre los miembros de la familia humana.

Señor Embajador, al asegurarle mi benevolencia en el desempeño de la misión que hoy comienza, quiera hacerse intérprete ante sus Majestades los Reyes, su Gobierno y Autoridades del más deferente saludo del Papa, mientras invoco sobre todos los amadísimos hijos de España abundantes y escogidas gracias del Altísimo.

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