Al nuevo Embajador de Honduras, 12 de diciembre de 1981

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DE JUAN PABLO II
A ALEJANDRO BANEGAS
EMBAJADOR DE HONDURAS ANTE LA SANTA SEDE

12 de diciembre de 1981

Señor Embajador,

Las palabras que Vuestra Excelencia me ha dirigido al presentar las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Honduras ante la Santa Sede, me han sido particularmente gratas porque me hacen sentir la adhesión de todos los amadísimos hijos hondureños.

Al agradecerle, Señor Embajador, la expresión de estos sentimientos, así como el deferente saludo que me ha transmitido de parte del Señor Presidente de la República, le doy mi más cordial bienvenida, a la vez que le aseguro mi apoyo para la importante misión que le ha sido confiada.

Vuestra Excelencia ha hecho alusión a los esfuerzos realizados por esta Sede Apostólica en favor de la paz, de la armonía y mayor colaboración entre los pueblos. Ante todo, es necesario tener presente que la paz es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo.

Nos ha tocado vivir en una época en la que se siente, en muchas partes y a diferentes niveles, un hambre profunda de paz, la cual “ no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea, entre los hombres, de sus riquezas de orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad, en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar ”.

La paz debe realizarse en la verdad; debe construirse sobre la justicia; debe estar animada por el amor; debe propagarse en la libertad. Sólo en la libertad – ese gran valor de cada persona, de cada pueblo y de toda la humanidad – es posible crear un clima de entendimiento y convivencia necesarios para que la noble Nación hondureña siga construyendo su presente y su futuro históricos.

La Iglesia en Honduras, guiada por sus Pastores, también quiere colaborar generosamente en esta tarea; y lo hará cada día más con planes modernos de evangelización, obras de caridad y de apostolado. Pero esta acción no será posible si las diferentes instancias responsables de la sociedad no hacen viable el ejercicio de la verdadera libertad en todas sus manifestaciones. Deben intentar garantizar a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de realizar plenamente su potencial humano. Deben reconocerles un espacio autónomo, jurídicamente protegido, para que todo ser humano pueda vivir, solo o colectivamente, según las exigencias de su conciencia.

La Iglesia no pretende monopolizar ninguna intervención en la sociedad, ya que, en armonía y mutuo respeto con los que dirigen los destinos de cada nación, ella sólo quiere servir la gran causa del hombre, especialmente del más pobre y necesitado. Sólo así es posible elevar la dignidad de cada ciudadano y edificar el tan deseado bien común para todos.

Ante las nobles esperanzas que el Gobierno de su País pone en la misión del Sucesor de Pedro, esta Sede Apostólica, – como ya tuve ocasión de decir en la XXXIV Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979) – proclama que “ la razón de ser de toda política es el servicio al hombre, es la asunción, llena de solicitud y responsabilidad, de los problemas y tareas esenciales de su existencia terrena, en su dimensión y alcance social ”. Pero todo eso no es posible llevarlo a término si no se reconoce la primacía de los valores espirituales, con la cual se logra que el desarrollo material, técnico y cultural esté al servicio de lo que constituye al hombre, es decir, que le permita el pleno acceso a la verdad, al desarrollo moral, a la total posibilidad de gozar los bienes de la cultura heredados y a multiplicarlos mediante la creatividad.

Estos bienes y valores han de hallar su justa expresión en el ámbito de la familia. A ese respecto conozco la viva preocupación de la Iglesia hondureña por defender ese importantísimo sector de la sociedad, que merece todo apoyo y tutela. Solamente con el renacimiento espiritual, fruto de un delicado empeño de todos, se afianzará la civilización cristiana, la que con particular afecto mi Predecesor Pablo VI solía llamar “ la civilización del amor ”.

Al renovarle, Señor Embajador, mi benevolencia para el cumplimiento de su misión, invoco sobre Vuestra Excelencia, sobre las Autoridades que han tenido a bien confiársela y sobre todos los amadísimos hijos de Honduras, abundantes y escogidas gracias divinas.