Al nuevo embajador de Italia

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL SEÑOR ANTONIO ZANARDI LANDI,
NUEVO EMBAJADOR DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE
Jueves 4 de octubre de 2007

Señor embajador:

Recibo de buen grado las cartas con las que el presidente de la República italiana lo acredita como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. En esta feliz circunstancia, que es aún más significativa porque tiene lugar en la fiesta de san Francisco de Asís, patrono de Italia, me alegra darle mi cordial bienvenida. Como usted ha puesto de relieve, las relaciones entre la Santa Sede y la nación italiana se caracterizan por estrechos vínculos de cooperación. Son innumerables las manifestaciones a este respecto; baste aludir al testimonio coral de acogida, apoyo espiritual y amistad que los italianos dan al Sumo Pontífice en los encuentros y en sus visitas a Roma y a otras ciudades de la península. En esta cercanía se expresa concretamente el vínculo particular que desde hace tiempo une a Italia con el Sucesor del apóstol san Pedro, que tiene su sede precisamente en el ámbito de este país, no sin un misterioso y providencial designio de Dios.

Señor embajador, deseo darle las gracias por haberme transmitido el saludo del señor presidente de la República, al que agradezco los deferentes sentimientos que me ha expresado en diversas circunstancias. Correspondo a su saludo, expresando mi deseo de que el pueblo italiano, fiel a los principios que han inspirado su camino en el pasado, siga avanzando también en este tiempo, marcado por vastos y profundos cambios, por la senda del progreso auténtico. Así Italia podrá dar a la comunidad internacional una valiosa contribución, promoviendo los valores humanos y cristianos que constituyen un patrimonio ideal irrenunciable y que han dado vida a su cultura y a su historia civil y religiosa.

Por su parte, la Iglesia católica no cesará de ofrecer a la sociedad civil, como ha hecho en el pasado, su aportación específica, promoviendo y elevando todo lo verdadero, bueno y hermoso que se encuentra en ella, iluminando todos los sectores de la actividad humana con los medios que sean conformes al Evangelio y estén en armonía con el bien de todos, según la diversidad de los tiempos y de las situaciones.

En efecto, de este modo se realiza el principio enunciado por el concilio Vaticano II, según el cual "la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres" (Gaudium et spes, 76). Este principio, que también la Constitución de la República italiana presenta autorizadamente (cf. art. 7), funda las relaciones entre la Santa Sede y el Estado italiano, como lo reafirma también el Acuerdo que en 1984 aportó modificaciones al Concordato lateranense. Así se reafirman en él tanto la independencia y la soberanía del Estado y de la Iglesia, como la colaboración recíproca con vistas a la promoción del hombre y del bien de toda la comunidad nacional.

Al perseguir este objetivo, la Iglesia no ambiciona poder, ni pretende privilegios, ni aspira a posiciones de ventaja económica o social. Su único objetivo es servir al hombre, inspirándose, como norma suprema de conducta, en las palabras y en el ejemplo de Jesucristo, que "pasó haciendo el bien y curando a todos" (Hch 10, 38). Por tanto, la Iglesia católica pide que se la considere según su naturaleza específica y que se le permita cumplir libremente su misión peculiar, para el bien no sólo de sus fieles sino también de todos los italianos.

Precisamente por eso, como afirmé el año pasado con ocasión de la Asamblea eclesial de Verona, "la Iglesia no es y no quiere ser un agente político. Al mismo tiempo tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia, y le ofrece en dos niveles su contribución específica". Y añadí que "la fe cristiana purifica la razón y le ayuda a ser lo que debe ser. Por consiguiente, con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego también realizar, lo que es justo. Con este fin resultan claramente indispensables las energías morales y espirituales que permitan anteponer las exigencias de la justicia a los intereses personales de una clase social o incluso de un Estado. Aquí de nuevo la Iglesia tiene un espacio muy amplio para arraigar estas energías en las conciencias, alimentarlas y fortalecerlas" (Discurso, 19 de octubre de 2006:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 10).

Expreso de corazón el deseo de que la colaboración entre todos los componentes de la estimada nación que usted representa no sólo contribuya a conservar celosamente la herencia cultural y espiritual que la distingue y forma parte integrante de su historia, sino que también sea un estímulo aún mayor a buscar caminos nuevos para afrontar de modo adecuado los grandes desafíos que caracterizan la época posmoderna. Entre estos, me limito a citar la defensa de la vida del hombre en todas sus fases, la tutela de todos los derechos de la persona y de la familia, la construcción de un mundo solidario, el respeto de la creación y el diálogo intercultural e interreligioso.

A este respecto, usted, señor embajador, ya ha subrayado cómo la armonía de las relaciones entre Estado e Iglesia ha permitido la consecución de importantes objetivos al promover un humanismo integral. Ciertamente, queda mucho por hacer, y el 60° aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, que se celebrará el año próximo, podrá constituir una ocasión útil para que Italia dé su aportación a la creación, en el campo internacional, de un orden justo en cuyo centro esté siempre el respeto al hombre, a su dignidad y a sus derechos inalienables.

A ello me referí en el Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de este año, diciendo:  "Dicha Declaración se considera como una forma de compromiso moral asumido por la humanidad entera. Esto manifiesta una profunda verdad sobre todo si se entienden los derechos descritos en la Declaración no simplemente como fundados en la decisión de la asamblea que los aprobó, sino en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios". Afirmé, además, que "es importante que los organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos. Si esto ocurriera, los organismos internacionales perderían la autoridad  necesaria  para desempeñar el papel  de defensores de los derechos fundamentales de la persona y de los pueblos,  que  es  la justificación principal de su propia existencia y actuación" (n. 13:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 6).

Italia, en virtud de su reciente elección como miembro del Consejo para los derechos humanos, y más aún por su peculiar tradición de humanidad y generosidad, no puede menos de sentirse comprometida en una obra incansable de construcción de la paz y de defensa de la dignidad de la persona humana y de todos sus derechos inalienables, incluido el de libertad religiosa.

Señor embajador, al concluir estas reflexiones, le aseguro mi estima y mi apoyo, y los de mis colaboradores, para que pueda cumplir felizmente la alta misión que se le ha confiado. Con este fin, invoco la intercesión celestial del Poverello de Asís, de santa Catalina de Siena y, especialmente, la protección materna de María, "Castellana de Italia", a la vez que me alegra impartirle a usted, a su familia y al amado pueblo italiano una especial bendición apostólica.

 

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