Al nuevo embajador de Uruguay

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR MARIO JUAN BOSCO CAYOTA ZAPPETTINI
EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA ORIENTAL DEL URUGUAY
ANTE LA SANTA SEDE
 

Viernes 30 de junio de 2006

Señor Embajador:

1. Me es grato darle cordialmente la bienvenida a este acto en que me hace entrega de las Cartas Credenciales de Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay ante la Santa Sede. Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el atento saludo del Señor Presidente de la República, doctor Tabaré Vázquez Rosas, del que se ha hecho portador. Le ruego que le transmita mis mejores deseos de bienestar personal y familiar, así como mis mejores votos de prosperidad y convivencia pacífica y solidaria para esa noble Nación.

2. En su trayectoria histórica, Uruguay ha ido asumiendo los ideales cristianos de justicia y de paz. En su seno conviven pacíficamente y con mutuo respeto diversas concepciones del hombre y su destino, sin que ello menoscabe el aprecio sincero y real por la dimensión religiosa y, en particular, por la misión de la Iglesia. Una muestra del afecto de tantos uruguayos por la Sede Apostólica es, como ha dicho Vuestra Excelencia, el imperecedero recuerdo de las dos visitas a su País de mi venerado predecesor, Juan Pablo II, que ha quedado plasmado en un monumento en el lugar donde celebró su primera Misa en Montevideo.

Desde esta perspectiva, es de esperar que la visión cristiana del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y llamado a un destino sobrenatural, se pueda manifestar abiertamente en la educación de las nuevas generaciones. En efecto, la tarea educativa no ha de limitarse a lo meramente técnico y profesional, sino que ha de comprender todos los aspectos de la persona, de su faceta social y de su anhelo de trascendencia, que se manifiesta en una de sus más nobles dimensiones, como es el amor.

3. Los valores más altos, arraigados en el corazón de las personas y en el tejido social, son como el alma de los pueblos, que los hace fuertes en la adversidad, generosos en la colaboración leal e ilusionados en la construcción de un futuro mejor y lleno de vida, en la que todos sin excepción tengan la oportunidad de desarrollar la plena dignidad del ser humano. Por eso se ven con preocupación algunas tendencias que tratan de limitar el valor inviolable de la vida humana misma, desde su concepción hasta su ocaso natural, o de disociarla de su ambiente natural, como es el amor humano en el matrimonio y la familia. La Iglesia promueve ciertamente una “cultura de la vida”, generosa y creadora de esperanza, y no sólo por motivos estrictamente confesionales. Como bien sabe, Señor Embajador, hay muchas personas eminentes, también en su país, que comparten preocupaciones similares por motivos éticos y racionales.

Con ello se relaciona, por su propia naturaleza, la cuestión de la familia, estructura esencial de la sociedad, y de la unión en matrimonio de un hombre y una mujer, según el designio impreso por el Creador en la naturaleza humana. No faltan quienes desde algunos medios de comunicación social denigran o ridiculizan el alto valor del matrimonio y la familia, favoreciendo así el egoísmo y la desorientación, en vez de la generosidad y el sacrificio necesarios para mantener vigorosa esta auténtica “célula primaria” de la comunidad humana. Fomentar la familia, ayudarla a cumplir sus cometidos indispensables, es ganar también cohesión social y, sobre todo, respetar sus propios derechos, que no pueden ser disipados ante otras formas de unión que pretendieran usurparlos.

4. Hoy día, el vasto problema de la pobreza y la marginación es un desafío apremiante para los gobernantes y responsables de las instituciones públicas. Por otro lado, el llamado proceso de globalización ha creado nuevas posibilidades y también nuevos riesgos, que es necesario afrontar en el concierto más amplio de las Naciones. Es una oportunidad para ir tejiendo como una red de comprensión y solidaridad entre los pueblos, sin reducir todo a intercambios meramente mercantiles o pragmáticos, y en la que tengan cabida también los problemas humanos de cada lugar y, en particular, de los emigrantes forzados a dejar su tierra en busca de mejores condiciones de vida, lo que a veces comporta graves secuelas en el ámbito personal, familiar y social.

La Iglesia, al considerar el ejercicio de la caridad como una dimensión esencial de su ser y su misión, desarrolla de manera abnegada una valiosa atención a los necesitados de cualquier condición o proveniencia, y colabora en esta tarea con las diversas entidades e instituciones públicas con el fin de que a nadie en busca de apoyo le falte una mano amiga que le ayude a superar su dificultad. Para ello ofrece sus recursos personales y materiales, pero sobre todo la cercanía humana que trata de socorrer la pobreza más triste, la soledad y el abandono, sabiendo que «el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en que creemos y que nos impulsa a amar» (Encíclica Deus caritas est, 31, c).

5. Señor Embajador, antes de concluir este encuentro deseo expresarle mis mejores deseos para que la misión que comienza sea fecunda y contribuya a estrechar las relaciones diplomáticas de su País con la Santa Sede, haciéndolas al mismo tiempo fluidas y cordiales. Le ruego nuevamente que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Excelentísimo Señor Presidente de la República y demás Autoridades de su país, a la vez que invoco la maternal protección de la Virgen de los Treinta y Tres sobre Vuestra Excelencia, su distinguida familia, sus colaboradores y los queridos hijos e hijas uruguayos.

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