Alocución del Papa Benedicto XVI ante la Virgen de Lourdes en los Jardines Vaticanos, martes 31 de mayo de 2005

Autor: Benedicto XVI

ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
ANTE LA VIRGEN DE LOURDES
EN LOS JARDINES VATICANOS
Martes 31 de mayo de 2005

Queridos hermanos obispos italianos:

Con gran alegría me uno a vosotros al final de este encuentro de oración, organizado por el Vicariato de la Ciudad del Vaticano. Me agrada ver que sois numerosos los que estáis reunidos en los jardines vaticanos con motivo de la conclusión del mes de mayo. En particular, entre vosotros hay muchas personas que viven o trabajan en el Vaticano, y sus familias. Saludo cordialmente a todos, de modo especial a los señores cardenales y a los obispos, comenzando por monseñor Angelo Comastri, que ha dirigido este encuentro de oración. Saludo también a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas presentes, con un recuerdo también para las monjas contemplativas del monasterio Mater Ecclesia, que están unidas espiritualmente a nosotros.
Queridos amigos, habéis subido hasta la Gruta de Lourdes rezando el santo rosario, como respondiendo a la invitación de la Virgen a elevar el corazón al cielo. La Virgen nos acompaña cada día en nuestra oración. En el Año especial de la Eucaristía, que estamos viviendo, María nos ayuda sobre todo a descubrir cada vez más el gran sacramento de la Eucaristía. El amado Papa Juan Pablo II, en su última encíclica, Ecclesia de Eucharistia, nos la presentó como "mujer eucarística" en toda su vida (cf. n. 53). "Mujer eucarística" en profundidad, desde su actitud interior: desde la Anunciación, cuando se ofreció a sí misma para la encarnación del Verbo de Dios, hasta la cruz y la resurrección; "mujer eucarística" en el tiempo después de Pentecostés, cuando recibió en el Sacramento el Cuerpo que había concebido y llevado en su seno.
En particular hoy, con la liturgia, nos detenemos a meditar en el misterio de la Visitación de la Virgen a santa Isabel. María, llevando en su seno a Jesús recién concebido, va a casa de su anciana prima Isabel, a la que todos consideraban estéril y que, en cambio, había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios (cf. Lc 1, 36). Es una muchacha joven, pero no tiene miedo, porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto modo, podemos decir que su viaje fue -queremos recalcarlo en este Año de la Eucaristía- la primera "procesión eucarística" de la historia. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia: Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquel a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat.
¿No es esta también la alegría de la Iglesia, que acoge sin cesar a Cristo en la santa Eucaristía y lo lleva al mundo con el testimonio de la caridad activa, llena de fe y de esperanza? Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del cristiano. Queridos hermanos y hermanas, sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida podrá transformarse en un Magníficat (cf. Ecclesia de Eucharistia, 58), en una alabanza de Dios. En esta noche, al final del mes de mayo, pidamos juntos esta gracia a la Virgen santísima. Imparto a todos mi bendición.

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