Ángelus del domingo 14 de septiembre de 1980
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 14 de septiembre de 1980
1. La hora del "Ángelus" nos convoca, hermanos e hijos queridísimos, a meditar una vez más el misterio de la Encarnación del Verbo. En el contexto de la presente celebración, creo que para hacer esto no hay palabras más a propósito que aquellas con las que trataba y escribía de ello Santa Catalina.
Nacida, por coincidencia feliz el día de la fiesta de la Anunciación, sintió de manera muy especial la grandeza de este sublime misterio: "Es útil y, más aún, necesario que yo y vosotros sepamos que el Señor Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, asumió nuestra naturaleza humana y padeció y murió por nuestra liberación. Saber esto es necesario para mi salvación, de modo que, al creer y meditar esta verdad, se encienda mi corazón para amar a Aquel que de tal manera me ha amado" (Processo Castellano, 336-337).
2. La fe, pues en esta verdad inflama de amor su corazón, haciendo que a la exaltación del "designio" de Dios y de la obra redentora de su Hijo, una ella una alabanza singular a la "gloriosa siempre Virgen María, que fue ese dulce campo, donde se sembró la semilla de la Palabra encarnada del Hijo de Dios. Y verdaderamente, en este bendito y dulce campo de María, el Verbo... hizo como la semilla que se echa en la tierra y que, por el calor del sol, germina y manda fuera la flor y el fruto... Precisamente así hizo Dios, por el calor y el fuego que su divina caridad tuvo hacia el género humano, echando la semilla de su Palabra en el campo de María. Oh bienaventurada y dulce María, tú nos has dado la flor del dulce Jesús. ¿Y cuándo produjo el fruto esta dulce flor? Cuando fue injertado en el leño de la santísima cruz" (Carta 342).
3. Entre los otros títulos que la recomiendan a nuestra admiración, Catalina tiene también el de ser para nosotros maestra de verdadera piedad mariana al cantar a nuestra Madre celeste, encuentra acentos de alta poesía y encuadra ―como es justo― el misterio de María en el misterio mismo de Cristo su Hijo. Un año antes de su muerte el día en que cumplía 32 años dicta una oración maravillosa, que me complace proponeros, aunque sea en mínima parte, para ayudar nuestra oración: "Oh María, María, templo de la Trinidad; María portadora del fuego; ...María, tierra fructífera. Tú, María, eres esa planta nueva, de la que hemos recibido la flor fragante del Verbo unigénito Hijo de Dios, porque... en ti fue sembrado este Verbo. Tú eres la tierra y eres la planta. Oh María, carro de fuego, tú trajiste el fuego, escondido y velado bajo la ceniza de tu humanidad... Oh María, yo veo que este Verbo, dado por ti, está en ti; y no obstante, no está separado del Padre... En todo esto se demuestra la dignidad del hombre por el cual Dios ha realizado tantas y tan grandes cosas...
En ti también, oh María, se demuestra hoy la fortaleza y la libertad del hombre, porque..., después que fue enviado el ángel para anunciarte el misterio del designio divino, no bajó a tu seno el Hijo de Dios antes que tú consintieras con tu voluntad. Él esperaba a la puerta de tu voluntad que tú abrieses, porque quería venir a ti, y nunca hubiera entrado allí si tú no le hubieses abierto... Llamaba, oh María, a tu puerta la deidad eterna; pero, si tú no hubieses abierto, Dios no se habría encarnado en ti...
A ti recurro, María, te ofrezco mi súplica por la dulce esposa de Cristo y por su Vicario en la tierra, a fin de que le sea concedida la luz para regir con discernimiento y prudencia la Santa Iglesia.
"Oh María, hoy la tierra ha germinado para nosotros al Salvador" (Orac. XI).
4. La tierra, y el campo, pues, la planta y la semilla, la flor y el fruto; y luego el templo, el fuego y la puerta; y finalmente la invocación por la Iglesia y por el Papa. Hermanos de Toscana que me escucháis, ¿no os parece que en las palabras tan sencillas y sugestivas de vuestra gran paisana, sacadas del vocabulario más genuino de vuestra lengua, resuena alta y auténtica la tradición religiosa de toda la región?
Por esto, ahora yo ruego y os invito a todos vosotros a orar, haciendo eco a las fervientes expresiones que Catalina dirigía a María la "Virgen Madre", la "Virgen bella", como cantaron admirablemente Dante (cf. Paraíso, XXXIII) y Petrarca (Cancionero, 366).
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