Ángelus del domingo 22 de julio de 1990

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 22 de julio de 1990

El Ángelus nos hace pronunciar las palabras con que la Virgen María manifestó su completa docilidad al proyecto divino sobre su vida. Poniéndose a total disposición de Dios, anunciaba la obediencia de Aquel que había de venir a la tierra como enviado del Padre, sometiéndose continuamente a su voluntad.

La carta a los Hebreos subraya el valor de esta obediencia del Hijo de Dios al entrar a este mundo y al ofrecer su sacrificio: con lo que padeció, el Cristo Sacerdote experimentó la obediencia (cf. Hb 5, 8), y su obediencia de Hijo fue el origen de las gracias que obtuvo para la salvación de la humanidad.

Así se comprende la importancia de la obediencia en la vida sacerdotal. "Entre las virtudes que mayormente se requieren para el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de ánimo por la que están siempre prontos a buscar no su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que los ha enviado" (Presbyterorum ordinis, 15).

Los que se preparan al sacerdocio deben, por tanto, formarse en esta fundamental aceptación de la voluntad del Padre. El próximo sínodo no dejará de recordarla.

El Concilio ha insistido de modo especial en la dimensión eclesial de la obediencia de los presbíteros: "el ministerio sacerdotal, por el hecho de ser ministerio de la Iglesia misma, sólo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el Cuerpo. Así, la caridad pastoral apremia a los presbíteros que, obrando en esta comunión, consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, aceptando y ejecutando con espíritu de fe lo que se manda o recomienda por parte del Sumo Pontífice y del propio obispo, lo mismo que por otros superiores; gastando de buenísima gana y hasta desgastándose a sí mismos en cualquier cargo, por humilde y pobre que sea, que les fuere confiado" (ib.).

El Concilio añade que con esta obediencia los sacerdotes aseguran su unidad no sólo con la Cabeza visible de la Iglesia, sino con todos sus hermanos en el ministerio, y advierte que esa obediencia no impide el espíritu de iniciativa y la búsqueda de nuevos caminos en el trabajo pastoral, a condición de que tal creatividad se lleve a cabo bajo dependencia de la autoridad.

El Vaticano II puso en luz claramente los deberes recíprocos de los obispos y de los sacerdotes en este delicado campo: recomendó a los primeros que, "por razón de esta comunión en el mismo sacerdocio y ministerio, tengan a los presbíteros como hermanos y amigos suyos, y lleven, según sus fuerzas, atravesado en su corazón el bien, tanto material como especialmente espiritual, de los mismos" (Presbyterorum ordinis, 7); y recordó a los presbíteros que, "teniendo presente la plenitud del sacramento del orden de que gozan los obispos, reverencien en ellos la autoridad de Cristo, Pastor supremo. Únanse, por tanto, a su obispo con sincera caridad y obediencia" (ib.).

En esta amplia visión teológica y ascética, los seminaristas deben, por tanto, recibir una formación que los haga vivir de forma habitual esta disposición de obediencia hacia la autoridad. Se trata de una obediencia animada por la fe, que reconoce la voluntad divina en las decisiones de la autoridad: una obediencia que no se realiza sin ciertos sacrificios, pero esos sacrificios contribuyen a la fecundidad del ministerio sacerdotal, y sobre todo asocian al sacerdote a la obediencia que caracterizó el sacrificio de la cruz y a los frutos de este sacrificio.

Pediremos a María Santísima, modelo de docilidad a la voluntad divina desde el "fiat" de la Anunciación hasta la maternidad dolorosa del Calvario, que ayude a los candidatos al sacerdocio a entrar consciente y gozosamente en el misterio de la obediencia.

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