Audiencia general del 29 de abril de 1992

Autor: Juan Pablo II

 

  JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 29 de abril de 1992

 

La Unción de los enfermos, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

(Lectura:
carta de Santiago, capítulo 5, versículos 14-15)

1. Se puede decir que la realidad de la comunidad sacerdotal se actúa y manifiesta de modo particularmente significativo en el sacramento de la unción de los enfermos, del que el apóstol Santiago escribe: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5, 14-15).

Como se ve, la carta de Santiago recomienda la iniciativa del enfermo que, personalmente o por medio de sus seres queridos, solicita la presencia de los presbíteros. Se puede decir que de esta manera ya se da un ejercicio del sacerdocio común, mediante un acto personal de participación en la vida de la comunidad de los «santos», a saber, de los congregados en el Espíritu Santo, del que se recibe la unción. Pero la carta da a entender también que ayudar a los enfermos con la unción es una tarea del sacerdocio ministerial, llevado a cabo por los «presbíteros». Es un segundo momento de realización de la comunidad sacerdotal en la armoniosa participación activa en el sacramento.

2. El primer fundamento de este sacramento se puede descubrir en la solicitud y cuidado de Jesús por los enfermos. Los evangelistas nos relatan cómo, desde el inicio de su vida pública, trataba con gran amor y compasión sincera a los enfermos y a todos los demás necesitados y atribulados, que le pedían su intervención. San Mateo atestigua que «sanaba toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9, 35).

Para Jesús esas innumerables curaciones milagrosas eran el signo de la salvación que quería aportar a los hombres. Con frecuencia establece claramente esta relación de significado, como cuando perdona los pecados al paralítico y sólo después realiza el milagro, para demostrar que «el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar los pecados» (Mc 2, 10). Su mirada, por consiguiente, no se detenía sólo en la salud del cuerpo; buscaba también la curación del alma, la salvación espiritual.

3. Este comportamiento de Jesús pertenecía a la economía de la misión mesiánica, que la profecía del libro de Isaías había descrito en términos de curación de los enfermos y de ayuda a los pobres (cf. Is 61, 1 ss.; Lc 4, 18-19). Es una misión que, ya durante su vida terrena, Jesús quiso confiar a sus discípulos, a fin de que socorriesen a los menesterosos y, en especial, curasen a los enfermos. En efecto, el evangelista san Mateo nos asegura que Jesús, «llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt10, 1). Y Marcos dice de ellos que «expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 13). Es significativo que ya en la Iglesia primitiva no sólo se subrayara este aspecto de la misión mesiánica de Jesús, al que se hallan dedicadas numerosas páginas de los evangelios, sino también la obra confiada por él a sus discípulos y apóstoles, en conexión con su misión.

4. La Iglesia ha hecho suya la atención especial de Jesús para con los enfermos. Por una parte, ha suscitado muchas iniciativas de dedicación generosa a su curación. Por otra, con el sacramento de la unción, les ha proporcionado y les proporciona el contacto benéfico con la misericordia de Cristo mismo.

Es conveniente notar a este respecto que la enfermedad nunca es sólo un mal físico; al mismo tiempo se trata de una prueba moral y espiritual. El enfermo experimenta gran necesidad de fuerza interior para salir victorioso de esa prueba. Por medio de la unción sacramental, Cristo le manifiesta su amor y le comunica la fuerza interior que necesita. En la parábola del buen samaritano, el aceite derramado sobre las heridas del viajero asaltado en el camino de Jericó, sirve simplemente como medio de curación física. En el sacramento, la unción con el aceite resulta signo eficaz de gracia y de salvación también espiritual, mediante el ministerio de los presbíteros.

5. En la carta de Santiago leemos que la unción y la oración sacerdotal tienen como efectos la salvación, la conformación y el perdón de los pecados. El concilio de Trento (DS 1696) comenta el texto de Santiago diciendo que, en este sacramento, se comunica una gracia del Espíritu Santo, cuya unción interna, por una parte, libra el alma del enfermo de las culpas y de las reliquias del pecado y, por otra, la alivia y fortalece, inspirándole gran confianza en la bondad misericordiosa de Dios. Así, le ayuda a soportar más fácilmente los inconvenientes y las penas de la enfermedad, y a resistir con mayor energía las tentaciones del demonio. Además, la unción a veces obtiene al enfermo también la salud del cuerpo, cuando conviene a la salvación de su alma. Esta es la doctrina de la Iglesia, expuesta por ese concilio.

Se da, por consiguiente, en el sacramento de la unción una gracia de fuerza que aumenta el valor y la capacidad de resistencia del enfermo. Esa gracia produce la curación espiritual, como perdón de los pecados, obrada por virtud de Cristo por el sacramento mismo, si no se encuentran obstáculos en la disposición del alma, y a veces también la curación corporal. Esta última no es la finalidad esencial del sacramento, pero, cuando se produce, manifiesta la salvación que Cristo proporciona por su gran caridad y misericordia hacia todos los necesitados, que ya revelaba durante su vida terrena. También en la actualidad su corazón palpita con ese amor, que perdura en su nueva vida en el cielo y que el Espíritu Santo derrama en las criaturas humanas.

6. El sacramento de la unción es, pues, una intervención eficaz de Cristo en todo caso de enfermedad grave o de debilidad orgánica debida a la edad avanzada, en que los «presbíteros» de la Iglesia son llamados a administrarlo.

En el lenguaje tradicional se llamaba «extrema unción», porque se consideraba como el sacramento de los moribundos. El concilio Vaticano II ya no usó esa expresión, para que la unción se juzgase mejor, como es, el sacramento de los enfermos graves. Por ello, no está bien esperar a los últimos momentos para pedir este sacramento, privando así al enfermo de la ayuda que la unción procura al alma y, a veces, también al cuerpo. Los mismos parientes y amigos del enfermo deben hacerse tempestivamente intérpretes de su voluntad de recibirlo en caso de enfermedad grave. Esta voluntad se debe suponer, si no consta un rechazo, incluso cuando el enfermo ya no tiene la posibilidad de expresarla formalmente. Forma parte de la misma adhesión a Cristo con la fe en su palabra y la aceptación de los medios de salvación por él instituidos y confiados al ministerio de la Iglesia. También la experiencia demuestra que el sacramento proporciona una fuerza espiritual, que transforma el ánimo del enfermo y le da alivio incluso en su situación física. Esta fuerza es útil especialmente en el momento de la muerte, porque contribuye al paso sereno al más allá. Oremos diariamente para que, al final de la vida, se nos conceda ese supremo don de gracia santificante y, al menos en perspectiva, ya beatificante.

7. El concilio Vaticano II subraya el empeño de la Iglesia que, con la santa unción, interviene en la hora de la enfermedad, de la vejez y, finalmente, de la muerte. «Toda la Iglesia», dice el Concilio (Lumen gentium, 11), pide al Señor que alivie los sufrimientos del enfermo, manifestando así el amor de Cristo hacia todos los enfermos. El presbítero, ministro del sacramento, expresa ese empeño de toda la Iglesia, «comunidad sacerdotal», de la que también el enfermo es aún miembro activo, que participa y aporta. Por ello, la Iglesia exhorta a los que sufren a unirse a la pasión y muerte de Jesucristo para obtener de él la salvación y una vida más abundante para todo el pueblo de Dios. Así, pues, la finalidad del sacramento no es sólo el bien individual del enfermo, sino también el crecimiento espiritual de toda la Iglesia. Considerada a esta luz, la unción aparece ―tal cual es― como una forma suprema de la participación en la ofrenda sacerdotal de Cristo, de la que decía san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

8. Por consiguiente, hay que atraer la atención hacia la contribución de los enfermos al desarrollo de la vida espiritual de la Iglesia. Todos ―los enfermos, sus seres queridos, los médicos y demás asistentes― deben ser cada vez más conscientes del valor de la enfermedad como ejercicio del «sacerdocio universal», es decir, del sufrimiento unido a la pasión de Cristo. Todos han de ver en ellos la imagen del Cristo sufriente (Christus patiens), del Cristo que ―según el oráculo del libro de Isaías acerca del siervo (cf. 53, 4)― tomó sobre sí nuestras enfermedades.

Por la fe y por las experiencias sabemos que la ofrenda que hacen los enfermos es muy fecunda para la Iglesia. Los miembros dolientes del Cuerpo místico son los que más contribuyen a la unción íntima de toda la comunidad con Cristo Salvador. La comunidad debe ayudar a los enfermos de todos los modos que señala el Concilio, también por gratitud a causa de los beneficios que de ellos recibe.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los miembros de la Asociación Cristiana Femenina de Mar del Plata (Argentina) y a los socios del Club de la Comunicación, de Madrid.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.

!Alabado sea Jesucristo!
 

 

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