Bicentenario de Paulina Jaricot

Autor: Juan Pablo II

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL BICENTENARIO DEL NACIMIENTO
DE LA VENERABLE PAULINA JARICOT

 

A monseñor LOUIS-MARIE BILLÉ
Arzobispo de Lyon
Presidente de la Conferencia episcopal de Francia

1. El bicentenario del nacimiento de la venerable Paulina María Jaricot, celebrado del 17 al 19 de septiembre de 1999 en Lyon y París, me brinda la ocasión de unirme profundamente a la oración y a la acción de gracias de la Iglesia en Francia, sobre todo de su archidiócesis, así como a las del cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, el cual, con su presencia, manifiesta la atención y el aprecio de la Iglesia universal por la obra de la humilde lionesa. En efecto, en Lyon, donde nació y vivió siempre, Paulina María Jaricot puso en marcha la Obra de la propagación de la fe, a la que quedó vinculado su nombre.

Dirijo un cordial saludo a todos los que se han reunido en esta feliz circunstancia para rendir homenaje a esta auténtica hija de la Iglesia, que se consagró totalmente a la expansión misionera de la Iglesia entera. Como escribió el Papa León XIII a Julia Maurin, el 13 de junio de 1881, «por su fe, su confianza, su fuerza de espíritu, su dulzura y la aceptación serena de todas sus cruces», Paulina demostró ser una verdadera discípula de Cristo. Para proseguir la obra emprendida por ella con miras a la difusión del Evangelio hasta los confines de la tierra, exhorto a los católicos de Francia a conocer cada vez mejor esta vocación excepcional, que embellece aún más una larga tradición de testigos de Cristo, que se remonta a los mártires de Lyon y a san Ireneo.

2. Esta conmemoración es una ocasión muy oportuna para recordar la actualidad del mensaje y de la acción de Paulina. Muy pronto, con intuiciones simples y prácticas, puso en marcha una obra que no ha dejado de crecer en todo el mundo. La compasión que sentía por los pobres y por la miseria de los que no conocían a Dios impulsó a Paulina a organizar una colecta para la actividad misionera de la Iglesia, pidiendo a cada uno un sacrificio que contribuyera a unirnos a Dios (cf. san Agustín, La ciudad de Dios 10, 6) y que es, como decía san Ireneo, el signo auténtico de «la comunión con el prójimo» (Contra los herejes IV, 18, 3), así como de la participación y la solidaridad entre los hermanos. De esta forma manifestó su pasión por un apostolado universal y respondió al designio de Cristo de salvar a todos los hombres: «Dar la luz del Evangelio y la gracia de la Redención a las multitudes que aún no las han recibido, o devolverlas a quienes las han perdido: ésta fue su ambición, inmensa como la de Cristo mismo», según las palabras de monseñor Jean Lavarenne, sacerdote de Lyon que fue presidente del Consejo central de la Propagación de la fe.

3. Además de esta solicitud por la misión ad gentes, se dedicó a evangelizar a los miles de obreros de su región, percibiendo bien las dificultades de su condición. Trató de poner por obra un proyecto social fundado en los valores cristianos, para instaurar la justicia en el mundo del trabajo. Su tentativa fracasó entonces, pero preparó de modo misterioso el camino para una renovación en el compromiso social de la Iglesia, que se desarrollaría en la encíclica Rerum novarum de León XIII. Con «la obra de los obreros», experimentó la humillación durante los últimos años de su vida. La vocación seglar de Paulina la llevó también a asumir otros compromisos apostólicos y a preocuparse igualmente por los «hermanos separados».

4. Como testimonian los numerosos cuadernos que nos ha dejado, encontraba la energía para su misión en una profunda e intensa vida espiritual. Su gran iniciativa de oración, el «rosario viviente», muestra su amor a la Virgen María, que la impulsó a ir a vivir a la sombra de la basílica de Nuestra Señora de Fourvière. Su vida diaria estaba iluminada por la Eucaristía y la adoración del santísimo Sacramento. Muy pronto manifestó su deseo de convertirse en una «Eucaristía viviente», llenarse de la vida de Cristo y unirse profundamente a su sacrificio, viviendo así dos dimensiones inseparables del misterio de la Eucaristía: la acción de gracias y la reparación. Es lo que llevó a decir al Cura de Ars: «Conozco a alguien con cruces muy grandes y pesadas, y que las lleva con gran amor: es la señorita Jaricot». Su espiritualidad se caracteriza por su anhelo de imitar a Cristo en todas las cosas.

5. Poner de relieve esta figura, marcada desde el principio por una gran voluntad de acción, debe estimular el amor a la Eucaristía, la vida de oración y la actividad misionera de toda la Iglesia, cuyo fin es unirse al Salvador, darlo a conocer y llevar a él a todos los hombres. El testimonio de Paulina nos recuerda que «la misión es un problema de fe» (Redemptoris missio, 11). Preocupándose por la difusión de la Iglesia tanto en todos los continentes como en su ambiente, dio en su tiempo un fuerte impulso misionero. A ejemplo de Paulina, la Iglesia debe encontrar un estímulo para afirmar su fe, que lleva al amor a los hermanos, y proseguir su tradición misionera de múltiples formas. Desde esta perspectiva, invito a las comunidades locales a promover el espíritu misionero y el compromiso de cooperación, así como el intercambio permanente de dones, que es una apertura a la universalidad de la Iglesia (cf. Instrucción Cooperatio missionalis de la Congregación para la evangelización de los pueblos, nn. 5 y 20). Tanto las comunidades que dan como las que reciben serán colmadas de gracia por el Señor. Felicito a todos los hombres y mujeres que han aceptado convertirse en misioneros fidei donum; doy las gracias por las comunidades que los han enviado y por las que los han recibido. Me alegran los esfuerzos que han realizado las Iglesias para acoger a los jóvenes procedentes de las Iglesias de fundación reciente -sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos-, permitiéndoles recibir una formación humana, espiritual, filosófica y teológica, para volver después a sus respectivos países y traducir en su cultura lo que han aprendido en otros lugares.

Exhorto también a toda la Iglesia a una solidaridad cada vez mayor con las comunidades y con todos los hombres que carecen de lo necesario; con este gesto, los discípulos de Cristo muestran a sus hermanos, como en un espejo, el rostro de ternura y amor de nuestro Padre celestial (cf. san Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas, 4, 9). Le ruego, excelencia, que sea mi intérprete en medio de todos los que, en Lyon y París, trabajan por las Obras misionales pontificias, y les transmita la expresión de mi agradecimiento de Pastor universal, así como mi apoyo a su acción generosa, invitándolos a una colaboración cada vez más estrecha por amor a Cristo y a su Iglesia.

Quiera Dios que esa institución, mostrando cada vez más solicitud con las Iglesias llamadas de misión, constituya para los bautizados un faro que oriente su compromiso misionero, destacando la necesidad de «reafirmar la prioridad de la donación total y perpetua a la obra de las misiones» (Redemptoris missio, 79). Que repita sin cesar el grito de san Pablo: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). Asimismo, felicito vivamente a todas las personas que, en su país y en todo el mundo, forman parte de esa red misionera de solidaridad fraterna, con humildad y discreción.

Paulina Jaricot nos invita a prestar mayor atención a los pobres y a un amor cada vez más profundo por ellos. Estamos llamados a compartir lo que hemos recibido. Como mostró Paulina, la misión es responsabilidad de todos los bautizados, puesto que, según sus sencillas palabras, cada uno puede ser «la cerilla que enciende el fuego». El celo apostólico la impulsaba a no obrar sola; su inteligencia práctica la llevaba a personalizar cada vez más su acción y a involucrar en ella a los demás, creando grandes redes de solidaridad y oración.

6. En el umbral del gran jubileo del año 2000, la Iglesia está llamada a un compromiso misionero renovado, siguiendo las huellas de todos los que, a lo largo de los siglos, han sabido anunciar la buena nueva del Resucitado con sus palabras, su vida ejemplar y sus actos concretos de solidaridad.

Encomendándolo a la intercesión de Nuestra Señora de Fourvière, de santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, y de los santos misioneros, le imparto de todo corazón la bendición apostólica a usted, al cardenal Jozef Tomko, a todas las personas que, en París y Lyon, participan en las celebraciones conmemorativas, y a todas las que en el mundo dan su contribución a la misión de la Iglesia por medio de las Obras misionales pontificias.

Castelgandolfo, 14 de septiembre de 1999