Carta a los sacerdotes de 1988

Autor: Juan Pablo II

 

CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO 1988

Queridos Hermanos en el Sacerdocio:

Hoy todos nosotros volvemos al Cenáculo. Congregándonos en torno a los altares en tantos lugares de la tierra, celebramos de modo especial el memorial de la última Cena en medio de la comunidad del Pueblo de Dios a la que servimos. En la liturgia vespertina del Jueves Santo las palabras de Cristo, pronunciadas «la víspera de su Pasión», resuenan en nuestros labios como cada día, y todavía de una manera distinta, en relación con aquella Tarde única, que precisamente hoy es recordada por la Iglesia. Como nuestro Señor y al mismo tiempo in persona Christi pronunciamos las palabras «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre». En efecto, el mismo Señor nos encomendó esto, cuando dijo a los apóstoles: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19).

Y al hacer esto debe permanecer vivo en nuestra mente y en nuestro corazón todo el misterio de la encarnación: Cristo, que el Jueves Santo anuncia que su, Cuerpo será «entregado» y su Sangre «derramada», es el Hijo eterno, el cual «entrando en este mundo» dice al Padre: «me has preparado un cuerpo ... para hacer ¡Oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10, 5-7).

Se acerca precisamente aquella Pascua en la que el Hijo de Dios, como Redentor del mundo, cumplirá la voluntad del Padre mediante la oblación y la Inmolación de su Cuerpo y Sangre en el Gólgota. Es por medio de este sacrificio que Él, «por su propia sangre, entró una vez para siempre en el santuario, realizada la redención eterna» (Heb 9, 12). Pues éste es el sacrificio de la Alianza «nueva y eterna» que está íntimamente relacionado con el misterio de la encarnación: el Verbo, que se hizo carne (cf. Jn 1, 14), inmola su humanidad, como «homo assumptus» en la unidad de la Persona divina. Es conveniente que a lo largo de este año, vivido por toda la Iglesia como Año Mariano, se recuerde

―a propósito de la Institución de la Eucaristía y, a la vez, del sacramento del Sacerdocio― la realidad misma de la encarnación. La cual se llevó a cabo por obra del Espíritu Santo, descendiendo sobre la Virgen de Nazaret, cuando ella pronunció su «fiat» como respuesta al mensaje del Ángel (cf. Lc 1, 38).

«Ave, verdadero cuerpo, nacido de la Virgen María: en verdad has sufrido y has sido inmolado en la Cruz por el hombre».

¡Sí, es el mismo Cuerpo! Al celebrar la Eucaristía, mediante nuestro servicio sacerdotal, se hace presente el misterio del Verbo encarnado, Hijo consubstancial al Padre, que, como hombre «nacido de mujer», es hijo de la Virgen María.

2. En la última Cena no consta que la Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin embargo estaba presente en el Calvario, al pie de la Cruz, «en donde

―como enseña el Concilio Vaticano II―, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada» (1) . Esta es la consecuencia de aquel «fiat, pronunciado por María en la Anunciación.

Cuando nosotros, al actuar in persona Christi, celebramos el sacramento del mismo y único sacrificio en el que Cristo es y sigue siendo el único sacerdote y la única víctima, no debemos olvidar este sufrimiento de la Madre, en la cual se cumplieron las palabras pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén: «una espada atravesará tu alma» (Lc 2, 35). Eran unas palabras dirigidas directamente a María, cuarenta días después del nacimiento de Jesús. En el Gólgota, al pie de la Cruz, estas palabras se cumplieron totalmente. cuando su Hijo en la Cruz se manifestó plenamente como «signo de contradicción», esta inmolación, la agonía mortal del Hijo afectó también al corazón materno de María. Esta es la agonía del corazón de la Madre, que sufría con Él, «consintiendo en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma». Se alcanza aquí el ápice de la presencia de María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia en la tierra. Este ápice se encuentra en el camino de la «peregrinación de la fe», a la que nos referimos especialmente en el Año Mariano(2).

Amadísimos Hermanos, ¿a quién más que a nosotros es indispensable una fe profunda y firme, a nosotros, que en virtud de la sucesión apostólica comenzada en el Cenáculo celebramos el sacramento del sacrificio de Cristo? Conviene, pues, que profundice constantemente nuestro vínculo Espiritual con la Madre de Dios, que en la peregrinación de la fe «precede», a todo el Pueblo de Dios.

Y de modo particular, cuando celebrando la Eucaristía nos encontramos cada día en el Gólgota, conviene que esté a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica, realizó al máximo su unión con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota.

3. Además, Cristo ¿no nos ha dejado quizá una indicación especial al respecto? Ciertamente, durante su agonía en la Cruz, pronunció las palabras que para nosotros tienen el sentido de un testamento. «Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 26-27).

Aquel discípulo, el Apóstol Juan, estaba con Cristo en la última Cena. Era uno de los «doce», a los que el Maestro dio, junto con las palabras que instituían la Eucaristía, la recomendación: «Haced esto en conmemoración mía». El apóstol Juan recibió la potestad de celebrar el sacrificio eucarístico instituido en el Cenáculo la víspera de su Pasión, como santísimo sacramento de la Iglesia. En el momento de su muerte, Jesús confía su Madre a este discípulo. Juan «la recibió en su casa» (Jn. 19, 27): la recibió como primera testigo del misterio de la encarnación. Y él, como evangelista, expresó precisamente de la manera más profunda, y al mismo tiempo más sencilla, la verdad sobre el Verbo que «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14): la verdad de la encarnación y la verdad del Emmanuel. Y así, al recibir «en su casa» a la Madre que estaba al pie de la cruz del Hijo, acogió al mismo tiempo todo lo que ella tenía dentro de sí en el Gólgota: el hecho de que ella «sufrió profundamente en unión con su Unigénito y se asoció con espíritu materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la importancia de la víctima engendrada por ella». Todo esto ―toda la sobrehumana experiencia del sacrificio de nuestra redención, impresa en el corazón de la misma Madre de Cristo Redentor― fue confiado al hombre, que en el Cenáculo recibió el poder de hacer realidad este sacrificio mediante el ministerio sacerdotal de la Eucaristía.

¿No posee esto un significado particular para cada uno de nosotros? Si Juan al pie de la Cruz representa en cierto sentido a todos los hombres, a cada uno y a cada una, sobre los cuales se extiende espiritualmente la maternidad de la Madre de Dios, ¡cuánto más no será válido esto para cada uno de nosotros, llamados sacramentalmente al servicio sacerdotal de la Eucaristía en la Iglesia!

De veras, es estremecedora la realidad del Gólgota, el sacrificio de Cristo por la redención del mundo. Es estremecedor el misterio de Dios, del cual somos ministros en el orden sacramental (cf. 1 Cor 4, 1). Sin embargo, ¿no estamos amenazados por el peligro de ser ministros no suficientemente dignos; por el peligro de no presentarnos con suficiente fidelidad al pie de la Cruz de Cristo, al celebrar la Eucaristía?.

Procuremos estar cerca de esta Madre, en cuyo corazón está grabado de modo único e incomparable el misterio de la redención del mundo.

4. «La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor... está unida también íntimamente a la Iglesia» ―proclama el Concilio―. «La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre»(3).

Más adelante el texto conciliar desarrolla esta analogía tipológica: «Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad»(4).

Al pie de la Cruz en el Gólgota el discípulo «recibió en su casa» a María, señalada por Cristo con las palabras: «He ahí a tu Madre». La enseñanza del Concilio demuestra cómo toda la Iglesia ha recibido a María «en su casa»; cuando profundamente el misterio de esta Madre-Virgen pertenezca al misterio de la Iglesia, a su intima realidad.

Todo esto tiene una importancia fundamental para todos los hijos e hijas de la Iglesia. Todo esto tiene un significado especial para nosotros, que hemos sido marcados con el signo sacramental del Sacerdocio, el cual, aunque sea «jerárquico», es al mismo tiempo «ministerial» a ejemplo de Cristo, primer servidor de la redención del mundo.

Si todos en la Iglesia ―hombres y mujeres, que por medio del bautismo participan en la función de Cristo sacerdote― poseen el «sacerdocio real» común, del que habla el Apóstol Pedro (cf. 1 Pe 2, 9); todos deben aplicarse las palabras de la Constitución conciliar citadas hace poco; estas palabras también se refieren de manera especial a nosotros.

El Concilio ve la maternidad de la Iglesia ―según el modelo de la maternidad de María― en el hecho de que «engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios». Notamos aquí como un eco de las palabras de San Pablo sobre los «hijos por quienes de nuevo sufre dolores de parto» (cf. Gál 4, 19), del mismo modo que sufre una madre en el parto. Cuando en la Carta a los Efesios leemos de Cristo-Esposo que «nutre y cuida» a la Iglesia como a su cuerpo (cf. 5, 29), debemos relacionar este cuidado esponsal de Cristo sobre todo con el don del alimento eucarístico, comparable a los muchos cuidados maternos de «aumentar y cuidar» al niño.

Merece la pena recordar estas expresiones bíblicas, para que la verdad de la maternidad de la Iglesia, a ejemplo de la Madre de Dios, se haga más cercana a nuestra conciencia sacerdotal. Y si cada uno de nosotros vive esta maternidad Espiritual más bien en cuanto hombres, como «paternidad en el Espíritu», María, como «figura» de la Iglesia, tiene su parte en esta experiencia. Los textos citados demuestran cuan profundamente está grabada esta parte en el corazón mismo de nuestro servicio sacerdotal y pastoral. La analogía de Pablo sobre «los dolores de parto» ¿no se refiere a nosotros en muchas ocasiones en las que también estamos implicados en el proceso Espiritual de la «generación» y de la «regeneración» del hombre por obra del Espíritu dador de la vida? Las experiencias más intensas al respecto las viven los confesores y no solamente ellos.

Con ocasión del Jueves Santo, es necesario profundizar de nuevo en esta verdad misteriosa de nuestra vocación: esta «paternidad en el espíritu», que a nivel humano es semejante a la maternidad. Por lo demás, Dios Creador y Padre ¿no hace él mismo la comparación entre su amor y el de las madres? (cf. Is 49, 15; 66, 13). Se trata, por tanto, de una característica de nuestra personalidad sacerdotal, que expresa precisamente su madurez apostólica y su fecundidad espiritual. Si toda la Iglesia «aprende de María la propia maternidad»(5), ¿no es conveniente que lo hagamos también nosotros? Es preciso, pues, que cada uno de nosotros «la reciba en su casa». Así como la recibió el Apóstol Juan en el Gólgota, es decir, que cada uno de nosotros permita a María que ocupe un lugar «en la casa» del propio sacerdocio sacramental, como madre y mediadora de aquel «gran misterio» (cf. Ef 5, 32), que todos deseamos servir con nuestra vida.

5. María es Madre-Virgen, y la Iglesia, dirigiéndose a ella como a su propia figura, se reconoce en la misma porque también es «llamada madre y virgen». Es virgen porque «guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo». Cristo, según la enseñanza de la Carta a los Efesios (cf. 5, 32), es el esposo de la Iglesia. El significado esponsal de la redención nos impulsa a cada uno de nosotros a guardar fidelidad a esta vocación, mediante la cual hemos sido hechos partícipes de la misión salvífica de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey.

La analogía entre la Iglesia y María Virgen es especialmente elocuente para nosotros, que unimos nuestra vocación sacerdotal al celibato, es decir, «a hacernos eunucos para el Reino de los Cielos». Recordemos el coloquio con los apóstoles en el que Cristo les explicaba el significado de esta elección (cf. Mt 19, 12) y tratemos de comprender plenamente sus motivos. Renunciamos libremente al matrimonio, a fundar una familia, para poder servir mejor a Dios en los hermanos.

Se puede decir que nosotros renunciamos a la paternidad «según la carne», para que madure y se desarrolle en nosotros la paternidad «según el espíritu», que, como ya se ha dicho, tiene al mismo tiempo características maternas. La fidelidad. virginal al Esposo, que encuentra su expresión particular en esta forma de vida, nos permite participar en la vida íntima de la Iglesia, la cual, a ejemplo de la Virgen, trata de guardar «pura e íntegramente la fe prometida al Esposo».

Ante este modelo

―es decir, el prototipo que la Iglesia encuentra en María― es necesario que nuestra elección sacerdotal del celibato para toda la vida esté depositada también en su corazón. Es necesario recurrir a esta Madre-Virgen cuando encontremos dificultades en el camino elegido. Es necesario que con su ayuda busquemos una comprensión cada vez más profunda de este camino, su afirmación cada vez más completa en nuestros corazones. Es necesario, finalmente, que se desarrolle en nuestra vida aquella paternidad «según el espíritu que es uno de los frutos del "hacerse eunucos por el reino de Dios».

En María, que representa el «cumplimiento» singular de la «mujer» bíblica del Protoevangelio (cf. Gén 3, 15) y del Apocalipsis (12, 1), busquemos obtener también la capacidad de una justa relación con las mujeres y el comportamiento ante ellas demostrado por el mismo Jesús de Nazaret. Esto se ve en muchos pasajes del Evangelio. Este es un tema importante en la vida de cada sacerdote, y el Año Mariano nos lleva a considerarlo y a profundizarlo de modo especial. El sacerdote, en virtud de su vocación y de su servicio, debe descubrir de una manera nueva el problema de la dignidad y de la vocación de la mujer, tanto en la Iglesia como en el mundo actual. Debe comprender profundamente qué es lo que Cristo quería decirnos a todos hablando con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-42), defendiendo a la adúltera amenazada con ser apedreada (cf. Jn 8, 1 - 11), dando testimonio de aquella a la que le fueron perdonados muchos pecados, porque había amado mucho (cf. Lc 7, 36-50), conversando con María y Marta en Betania (cf. Lc 10, 38-42; Jn 11, 1-44) y, finalmente, transmitiendo a las mujeres, antes que a los demás, "la Buena Nueva" pascual de su resurrección (cf, Mt 28, 1-10).

La misión de la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, fue asumida de diversas maneras por los hombres y por las mujeres. En nuestros días, después del Concilio Vaticano II, este hecho supone una nueva llamada a cada uno de nosotros, para que el Sacerdocio que ejercemos en las diversas comunidades de la Iglesia sea verdaderamente ministerial y, por esto mismo, apostólicamente eficaz y fructífero.

6. Al encontrarnos hoy, Jueves Santo, en el lugar del nacimiento de nuestro Sacerdocio, deseamos releer profundamente su significado a través del prisma de la doctrina conciliar sobre la Iglesia y su misión. La figura de la Madre de Dios pertenece a esta doctrina en su conjunto. De ahí pues las reflexiones de la presente meditación.

Hablando desde lo alto de la Cruz en el Gólgota, Cristo dijo al discípulo: «He ahí a tu Madre». Y el discípulo «la recibió en su casa» como Madre. Introduzcamos también nosotros a María como Madre en la «casa» interior de nuestro sacerdocio. En efecto, también nosotros pertenecemos a «los fieles, a cuya generación y educación» la Madre de Dios «coopera con amor materno»(6). Sí, nosotros tenemos, en cierto modo, un «derecho» especial a este amor en virtud del misterio del Cenáculo. Cristo decía: «No os llamo ya siervos... os he llamado amigos» (Jn 15, 15). Sin esta «amistad« sería difícil pensar que El nos haya confiado, después de los Apóstoles, el sacramento de su Cuerpo y Sangre, el sacramento de su muerte redentora y de su resurrección, para que celebrásemos este inefable sacramento en su nombre, más aún, in persona Christi. Sin esta «amistad» especial seria difícil pensar también en la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se presentó en medio de los apóstoles diciéndoles: «Recibir el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

Esta amistad compromete. Esta amistad debería infundir un santo temor, un mayor sentido de responsabilidad, una mayor disponibilidad en el dar de sí todo lo que seamos capaces, con la ayuda de Dios. En el Cenáculo esta amistad se consolidó profundamente mediante la promesa del Paráclito: El «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho ( ... ). El dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio» (Jn 14, 26; 15, 26-27).

Nos sentimos siempre indignos de la amistad de Cristo. Pero es bueno que tengamos el santo temor de no permanecer fieles a la misma.

La Madre de Cristo sabe todo esto. Ella misma comprendió más plenamente lo que significaban las palabras pronunciadas por su Hijo en el momento de la agonía en la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre». Se referían a ella y al discípulo, uno de aquellos a quienes Cristo dijo en el Cenáculo: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14): a Juan y a todos los que, mediante el misterio de la última Cena, participan de la misma «amistad». La Madre de Dios, la cual (como enseña el Concilio) coopera con amor materno a la generación y educación de todos los que llegan a ser hermanos de su Hijo ―que llegan a ser sus amigos― hará todo lo posible para que éstos no defrauden esta santa amistad. Para que estén a la altura de la misma.

7. Junto con Juan, apóstol y evangelista, dirijamos también la mirada de nuestro espíritu hacia aquella «mujer vestida de sol», que aparece en el horizonte escatológico de la Iglesia y del mundo en el Libro del Apocalipsis (cf. 12, 1 ss). No es difícil reconocer en ella la misma figura que, al comienzo de la historia humana, después del pecado original, fue anunciada como Madre del Redentor (cf. Gén 3, 15). En el Apocalipsis la vemos, por un lado, como la mujer excelsa en medio de la creación visible y, por otro, como la que sigue tomando parte en la lucha Espiritual por la victoria del bien sobre el mal. Este es el combate conducido por la Iglesia, unida a la Madre de Dios como «modelo» suyo, «contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del mal», como leemos en la Carta a los Efesios (6, 12). Esta lucha Espiritual empieza en el momento en que el hombre «por instigación del demonio... abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios»(7). Se puede decir que el hombre, ofuscado por la perspectiva de ser elevado por encima de su límite de criatura como era tentador: «seréis como dioses»: (cf. Gén 3, 5), ha dejado de buscar la verdad de la propia existencia y de su progreso en aquel que es «Primogénito de toda la creación» (Col 1, 15) y ha dejado de entregar esta creación y a sí mismo en Cristo a Dios, en el cual todo tiene su comienzo. El hombre ha perdido la conciencia de ser el sacerdote de todo el mundo visible, al orientarlo exclusivamente hacia sí.

Las palabras del Protoevangelio al principio de la Sagrada Escritura y las del Apocalipsis al final se refieren a la misma lucha en la que está implicado el hombre. En la perspectiva de esta lucha Espiritual, que se desarrolla en la historia, el Hijo de la mujer es el Redentor del mundo. La redención se realiza mediante el sacrificio, en el que Cristo ―mediador de la nueva y eterna Alianza― «penetró en el santuario una vez para siempre... con su propia sangre», abriendo en la casa del Padre ―en el seno de la Santísima Trinidad― el espacio para que todos «los que han sido llamados reciban la herencia eterna» (cf. Heb 9, 12.15). Precisamente por esto Cristo, crucificado y resucitado, es «el sumo sacerdote de los bienes futuros» (cf. Heb 9, 11), y su sacrificio significa una nueva orientación de la historia espiritual del hombre hacia Dios, Creador y Padre, hacia el cual el Primogénito de la creación conduce a todos en el Espíritu Santo.

El Sacerdocio, que tiene su principio en la última Cena, nos permite participar en esta transformación esencial de la historia espiritual del hombre. En efecto, en la Eucaristía presentamos el sacrificio de la redención, el mismo que Cristo ofreció en la Cruz «con su propia sangre». Por medio de este sacrificio también nosotros, sus dispensadores sacramentales, junto con todos a quienes servimos por medio de su celebración, alcanzamos continuamente el momento decisivo de aquel combate espiritual que, según el Génesis y el Apocalipsis, está relacionado con la «mujer». En esta lucha ella está completamente unida al Redentor, y por esto nuestro servicio sacerdotal está también unido a ella: a ella, Madre del Redentor y «modelo» de la Iglesia. De este modo todos permanecemos unidos a ella en esta lucha Espiritual, que se desarrolla a través de toda la historia del hombre. En esta lucha nosotros tenemos una parte especial en virtud de nuestro Sacerdocio sacramental. Realizamos un servicio especial en la obra de redención del mundo.

El Concilio enseña que María, avanzando en la peregrinación de la fe mediante su perfecta unión con el Hijo hasta la Cruz precedió, presentándose de forma eminente y singular, a todo el Pueblo de Dios, a lo largo del mismo camino, siguiendo a Cristo en el Espíritu Santo. ¿No deberíamos unirnos a ella especialmente nosotros sacerdotes que, como pastores de la Iglesia, debemos guiar también a las comunidades, confiadas a nosotros, por el camino que desde el Cenáculo de Pentecostés sigue a Cristo a través de la historia del hombre?

8. Queridos Hermanos en el Sacerdocio, mientras nos reunimos hoy junto con los Obispos en tantos lugares de la tierra, he deseado desarrollar en esta Carta anual precisamente este motivo que, además, me parece relacionado particularmente con el contenido del Año Mariano.

Al celebrar la Eucaristía en tantos altares del mundo, agradecemos al eterno Sacerdote el don que nos ha dado en el sacramento del Sacerdocio. Y que en esta acción de gracias se puedan escuchar las palabras puestas por el evangelista en boca de María con ocasión de la visita a su prima Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre» (Lc 1, 49). Demos también gracias a María por el inefable don del Sacerdocio por el cual podemos servir en la Iglesia a cada hombre. ¡Que el agradecimiento despierte también nuestro celo! ¿No se realiza quizás, mediante nuestro servicio sacerdotal, lo que se dice en los versículos siguientes del Magnificat de María? El Redentor, el Dios de la Cruz y de la Eucaristía, verdaderamente «exalta a los humildes»; «a los hambrientos colma de bienes». El, que «siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de que nos enriqueciéramos con su pobreza» (cf. 2 Cor 8, 9), ha entregado a la humilde Virgen de Nazaret el admirable misterio de su pobreza, que hace ser ricos. Y nos entrega también a nosotros el mismo misterio mediante el sacramento del Sacerdocio.

Demos gracias incesantemente por esto; con toda nuestra vida; con todo aquello de que somos capaces. Juntos demos gracias a María, Madre de los sacerdotes. ¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? La copa de salvación levantaré e invocaré el nombre del Señor" (Sal 116/ 114-115, 12-13).

A todos mis hermanos en el Sacerdocio y en el Episcopado envío, con caridad fraterna y en el día de nuestra fiesta común, mi cordial saludo y mi Bendición Apostólica.

Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1988, décimo de mi Pontificado.

Notas

1. Const dogm.Lumen gentium, 58.

2. Cf. Carta Enc. Redemptoris Mater 30: AAS 79 (1987).p.402.

3. Const. Dogm. Lumen gentium, 63.

4. Ibid. 64.

5. Cf. Carta Enc. Redemptoris Mater 43: AAS 79 (1987). p. 420.

6. Cf. Const. Dogm. Lumen gentium, 63

7. Cf. Const. Past. Gaudium et spes, 13.

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