Carta Autógrafa de fundación

Autor: Juan Pablo II

 

Carta autógrafa de Fundación

Señor cardenal:

Ya desde el comienzo de mi pontificado, vengo pensando que el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es un campo vital, donde se juega el destino del mundo en este ocaso del siglo XX. Existe efectivamente una dimensión funda- mental, capaz de consolidar o de remover desde sus cimientos los sistemas que estructuran el conjunto de la humanidad, y de liberar la existencia humana, individual y colectiva, de las amenazas que gravitan sobre ella. Esta dimensión fundamental es el hombre, en su integridad. Ahora bien, el hombre vive una vida plenamente humana gracias a la cultura. "Si, el futuro del hombre depende de la cultura", afirmaba en mi discurso del 2 de junio de 1980 a la UNESCO, dirigiéndome a interlocutores tan diferentes por su proveniencia y sus convicciones, y añadía: "Nos encontramos en el terreno de la cultura, realidad fundamental que nos une ... Por ello mismo nos encontramos en torno al hombre, y en cierto sentido, en él, en el hombre".

Por estos motivos, el 15 de noviembre de 1979, quise consultar a todos los miembros del Sacro Colegio de los cardenales reunidos en Roma, acerca del problema fundamental de las responsabilidades de la Santa Sede respecto a la cultura y, sucesivamente, el 17 de diciembre de 1980, a todos los dirigentes de los dicasterios, para examinar con ellos las opiniones recogidas en la consulta, que había encargado al cardenal Gabriel-Marie Garrone.

Finalmente, a petición mía, éste ha promovido las reflexiones de un consejo, constituido el 25 de noviembre de 1981, y encargado de estudiar concretamente, por espacio de unos meses, el modo de asegurar mejor las relaciones de la Iglesia y de la Santa Sede con la cultura, en todas sus distintas expresiones.

Desea expresar al venerado y querido cardenal mi sincera gratitud por la ejemplar labor que ha realizado a este fin, con la colaboración generosa de organismos vinculados estrechamente al mundo de la cultura; la Sagrada Congregación para la Educación Católica, el Secretariado para los no creyentes, la Pontificia Academia de las Ciencias y el Centro de investigación de la Federación Internacional de las Universidades Católicas.

Ha llegado el momento de aprovechar estos trabajos. Para ello me parece oportuno fundar un organismo especial permanente, con la finalidad de promover los grandes objetivos que el Concilio Ecuménico Vaticano II se ha propuesto sobre las relaciones entre la Iglesia y la cultura. En efecto, el Concilio ha subrayado, dedicando a ello toda una sección de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, la importancia fundamental de la cultura en el pleno desarrollo del hombre, los múltiples vínculos entre el mensaje de la salvación y la cultura, el recíproco enriquecimiento de la Iglesia y de las diversas culturas en la comunión histórica con las distintas civilizaciones, como también la necesidad para los creyentes de comprender a fondo el modo de pensar y de sentir de los demás hombres de la propia época, tal como se expresan en la respectivas culturas (Gaudium et Spes, 53-62).

Siguiendo las huellas del Concilio, la sesión del Sínodo de los Obispos, celebrada en el otoño de 1974, tomó clara conciencia del papel de las diversas culturas en la evangelización de los pueblos. Y mi predecesor Pablo VI, recogiendo el fruto de sus trabajos en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, declaraba: "El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas, sin someterse a ninguna" (Evangelii nuntiandi, 20).

Recogiendo también por mi parte la rica herencia del Concilio Ecuménico, del Sínodo de los Obispos y de mi venerado predecesor Pablo VI, el 1 y 2 de junio de 1980, proclamé en París, primeramente en el Instituto Católico y luego ante la excepcional asamblea de la UNESCO, la vinculación orgánica y constitutiva que el cristianismo tiene con la cultura y, por tanto, con el hombre en su misma humanidad. Esta vinculación del Evangelio con el hombre, decía en mi discurso ante aquel areópago de hombres y mujeres de la cultura y de la ciencia del mundo entero, "es, efectivamente, creadora de la cultura en su mismo fundamento" Y, si la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, en ella se juega el mismo destino del hombre. De ahí la importancia que tiene para la Iglesia, como responsable de ese destino, una acción pastoral atenta y clarividente respecto a la cultura, especialmente a la llamada cultura viva, es decir, el conjunto de los principios y valores que constituyen el ethos de un pueblo: `La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe ... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida" como decía el 16 de enero de 1982 (Discurso a los participantes en el congreso nacional de Movimento eclesial de compromiso cultural).

Ciertamente muchos organismos trabajan desde hace largo tiempo en este campo dentro de la Iglesia (cf. Sapientia christiana, Pascua 1979), y son innumerables los cristianos que, de acuerdo con el Concilio, se esfuerzan, junto con otras muchos creyentes y no creyentes, por permitir a "todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo, alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural, de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones" (Gaudium et Spes, 60). Allí donde ideologías agnósticas, hostiles a la tradición cristiana, o incluso declaradamente ateas, inspiran a ciertos maestros del pensamiento, es aún mucho mayor la urgencia que apremia a la Iglesia de entablar un diálogo con las culturas, a fin de que el hombre de hoy pueda descubrir que Dios, muy lejos de ser rival del hombre, le concede realizarse plenamente, a su imagen y semejanza. En efecto, el hombre sabe transcenderse infinitamente a sí mismo, como lo prueban de forma manifiesta los esfuerzos que tantos genios creadores realizan para encarnar perdurablemente en las obras de arte y de pensamiento valores trascendentes de belleza y de verdad, más o menos fugazmente intuidos como expresión de lo absoluto. Así el encuentro de las culturas es hoy un terreno de diálogo privilegiado entre hombres iniciados en la búsqueda de un nuevo humanismo para nuestro tiempo, más allá de las divergencias que los separan: "También nosotros - decía Pablo VI en nombre de todos los padres del Concilio Ecuménico, del que yo también era miembro - profesamos más que ningún otro el culto del hombre" (Discurso de clausura del 7 de diciembre de 1965). Y proclamaba ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: "La Iglesia es experta en humanidad" (4 de octubre de 1965); esa humanidad a la que ella sirve con amor. El amor es como una gran fuerza escondida en el corazón de las culturas, para estimularlas a superar su finitud irremediable, abriéndose a Aquel que es su Fuente y su Término, y para enriquecerlas de plenitud, cuando se abren a su gracia.

Por otra parte, es urgente que nuestros contemporáneos, y en especial los católicos, se interroguen seriamente sobre las condiciones que constituyen la base para el desarrollo de los pueblos. Es cada vez más claro que el progreso cultural está íntimamente ligado a la construcción de un mundo más justo y más fraterno. Como dije en Hiroshima, el 25 de febrero de 1981, a los representantes de la ciencia y de la cultura, reunidos en la universidad de las Naciones Unidas: "La construcción de una humanidad más justa o de una comunidad internacional más unida no es precisamente un sueño o un vano ideal. Es un imperativo moral, un deber sagrado, que el genio intelectual y espiritual del hombre puede enfrentar, por medio de una vigorosa movilización de los talentos y las energías de todos, y aprovechando todos los recursos técnicos y culturales del hombre" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de marzo de 1981, pág. 17).

Por consiguiente, en virtud de mi misión apostólica, siento la responsabilidad que me incumbe, en el corazón de la colegialidad de la Iglesia universal, y en contacto y de acuerdo con las Iglesias locales, de intensificar las relaciones de la Santa Sede con todas las realizaciones de la cultura, asegurando también una relación original mediante una fecunda colaboración internacional, dentro de la familia de las naciones, o sea, de las grandes "comunidades de hombres unidos por vínculos diversos, pero, sobre todo, esencialmente por la cultura" (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980).

Por ello, he decidido crear e instituir un Consejo para la Cultura, capaz de dar a toda la Iglesia un impulso común en el encuentro, continuamente renovado, del mensaje salvífico del Evangelio con la pluralidad de las culturas, en la diversidad de los pueblos, a los cuales debe ofrecer sus frutos de gracia.

Así, pues, señor cardenal, sabiendo muy bien cuán íntimamente participa usted de mis preocupaciones, después de haber ponderado profundamente los motivos antes mencionados, y de haber considerado su oportunidad en la oración, le confío la tarea de dirigir la organización de este Consejo Pontificio para la Cultura, que comprende un Comité de Presidencia y un Comité ejecutivo, además de un Consejo Internacional, compuesto por representantes calificados de la cultura católica mundial, que será convocado al menos una vez cada año. A través de usted, el Consejo Pontificio quedará vinculado directamente a mí, como un servicio nuevo y original, que la reflexión y la experiencia permitirán estructurar poco a poco de forma adecuada, ya que la Iglesia no se sitúa fuera de las culturas, sino dentro de ellas, como un fermento, a causa de la conexión orgánica y constitutiva que las une estrechamente.

El Consejo perseguirá sus propias finalidades con espíritu ecuménico y fraterno, promoviendo también el diálogo con las religiones no cristianas, y con individuos o grupos que no se inspiran en ninguna religión, para la búsqueda conjunta de una comunicación cultural con todos los hombres de buena voluntad.

El Pontificio Consejo para la Cultura se hará eco regularmente ante la Santa Sede de las grandes aspiraciones culturales del mundo de hoy, analizando en profundidad las expectativas de las civilizaciones contemporáneas y explorando los nuevos caminos del diálogo cultural, a fin de que él mismo pueda responder mejor a los objetivos para los que fue instituido y que son en sus grandes líneas:

1. Testimoniar, ante la Iglesia y el mundo, el profundo interés que la Santa Sede, por su específica misión, presta al progreso de la cultura y del diálogo fecundo de las culturas, como también a su benéfico encuentro con el Evangelio.

2. Hacerse partícipe de las preocupaciones culturales que los dicasteríos de la Santa Sede encuentran en su trabajo, de modo que se facilite la coordinación de sus tareas en orden a la evangelización de las culturas, y se asegure la cooperación de las instituciones culturales de la Santa Sede.

3. Dialogar con las Conferencias Episcopales, con el objeto de beneficiar a toda la Iglesia con las investigaciones, iniciativas, realizaciones y creaciones que permiten a las Iglesias locales una presencia activa en el propio ambiente cultural.

4. Colaborar con las Organizaciones internacionales católicas, universitarias, históricas, filosóficas, teológicas, científicas, artísticas, intelectuales, y promover su recíproca cooperación.

5. Seguir, en la perspectiva que le es propia, y salvando siempre las competencias específicas de otros organismos de la Curia en esta materia, la acción de los Organismos internacionales, comenzando por la UNESCO y por el Consejo de cooperación cultural del Consejo de Europa, que se interesan por la cultura, la filosofía de las ciencias, las ciencias del hombre, y asegurar la participación eficiente de la Santa Sede en los Congresos internacionales que se ocupan de la ciencia, cultura y educación.

6. Seguir la política y la acción cultural de los diversos Gobiernos del mundo, legítimamente preocupados por dar plena dimensión humana a la promoción del bien común de los hombres, cuya responsabilidad asumen.

7. Facilitar el diálogo Iglesia-cultura, a nivel de universidades y de centros de investigación, de organizaciones de artistas y de especialistas, de investigadores y de estudiosos, y promover encuentros significativos con estos mundos culturales.

8. Acoger en Roma a los representantes de la cultura interesados en conocer mejor la acción de la Iglesia en este campo, y beneficiar a la Santa Sede con su rica experiencia, ofreciéndoles en Roma un lugar de reunión y de diálogo.

Estas grandes orientaciones, llevadas gradualmente a efecto, bajo su alta dirección y según las posibilidades, pero con luminoso y constante esfuerzo, serán sin duda un testimonio y un impulso.

Con gran confianza y con esperanza viva confío a usted, señor cardenal, una labor tan importante, mientras invoco de corazón sobre esta iniciativa, hoy tan oportuna y necesaria, la abundancia de los auxilios divinos.

Con mi particular bendición apostólica.

Dado en Roma, en la Basilica de San Pedro, en la fiesta de la Ascención de Nuestro Señor, el 20 de mayo de 1982, año cuarto de mi Pontificado.