Conferencia episcopal de Madagascar, 26 de septiembre de 1998

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE MADAGASCAR
EN VISITA «AD LIMINA»

Sábado 26 de septiembre de 1998

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Os acojo con alegría, mientras realizáis vuestra visita ad limina. Vosotros, que habéis recibido de Cristo la misión de guiar al pueblo de Dios que está en Madagascar, habéis venido para realizar vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles; en esta ocasión, tenéis con el Sucesor de Pedro, así como con sus colaboradores, provechosos intercambios que os permiten afianzar la comunión entre la Iglesia que está en vuestro país y la Sede apostólica. Por ello, espero que, al volver al pueblo que se os ha encomendado, vuestro celo pastoral y el dinamismo misionero de vuestras comunidades se refuerce aún más, para que el Evangelio sea anunciado a todos.

Con sus amables palabras, el presidente de vuestra Conferencia episcopal, el señor cardenal Armand Gaétan Razafindratandra, arzobispo de Antananarivo, ha trazado, en vuestro nombre, un panorama preciso de la vida de la Iglesia en esa gran isla y del marco en que cumple su misión. Se lo agradezco sinceramente.

En esta feliz circunstancia saludo con afecto a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los catequistas y todos los fieles de vuestras comunidades diocesanas. Transmitid también mis saludos cordiales al pueblo malgache, cuyas cualidades de acogida, solidaridad y valor para afrontar las múltiples dificultades de la vida diaria conozco muy bien.

2. Los obispos han recibido, como los Apóstoles, la misión de anunciar con audacia el misterio de salvación en su integridad. «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2). Esta difícil tarea exige que cada obispo tome su energía de la gracia de Cristo, recibida en abundancia con el don del Espíritu el día de su ordenación episcopal y renovada incesantemente en la oración. La Iglesia necesita pastores que organicen y gestionen con esmero las diferentes instituciones diocesanas, y guíen al pueblo de Dios. Para realizar este servicio, han de estar animados por cualidades humanas y, más aún, por cualidades espirituales, así como por el anhelo de una vida santa, a fin de conformarse totalmente a Cristo, que los envía. Amar a Cristo y vivir en su intimidad significa también amar a la Iglesia y, como el Señor Jesús, entregarse a ella, para testimoniar el amor infinito de Dios a los hombres.

El concilio Vaticano II puso de relieve la necesidad que tienen los obispos de cooperar cada vez más estrechamente para cumplir su misión de modo eficaz (cf. Christus Dominus, 37). Por eso, os aliento vivamente a profundizar aún más los vínculos de unión colegial y de colaboración entre vosotros, sobre todo en el seno de vuestra Conferencia episcopal, en íntima comunión con la Sede de Pedro.

La solidaridad pastoral de las diócesis de vuestro país se ha manifestado particularmente hace unas semanas con ocasión de la celebración de un sínodo nacional sobre el tema «La Iglesia, familia de Dios reunida por la Eucaristía», que habéis organizado como prolongación de la reciente Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Ojalá que ese acontecimiento tan importante para la vida de la Iglesia en Madagascar, que se inserta en el marco de la preparación al gran jubileo del año 2000, sea para cada una de vuestras comunidades ocasión de fortalecimiento de su fe en Jesucristo, y que suscite en los fieles «un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración cada vez más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado» (Tertio millennio adveniente, 42).

3. Dirigiéndome ahora a los sacerdotes de vuestras diócesis, que son vuestros primeros colaboradores en el ministerio apostólico, quisiera asegurarles la gratitud de la Iglesia por la generosidad con que viven su sacerdocio al servicio del pueblo de Dios. Los invito a perseverar con alegría y entusiasmo en su vocación, llevando una vida digna de la grandeza del don que han recibido. «El presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, al cual, como cabeza y pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo» (Pastores dabo vobis, 12). Disponibles a la acción del Espíritu, han de tener siempre la mirada fija en el rostro de Cristo, para avanzar valientemente por los caminos de la santidad, sin acomodarse a las maneras de ser del mundo. Mediante la celebración regular de la liturgia de las Horas y de los sacramentos, y mediante la meditación de la palabra de Dios, están llamados a vivir la unidad profunda entre su vida espiritual, su ministerio y su actividad diaria. Fieles al celibato, acogido con una decisión libre y llena de amor, y vivido con valentía incesantemente renovada, han de considerarlo «un don inestimable de Dios, .estímulo de la caridad pastoral., participación singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, testimonio ante el mundo del reino escatológico» (ib., 29). Cuando tengan dificultades, sed para ellos pastores atentos y disponibles, dándoles nueva esperanza y ayudándoles, con vuestras palabras y vuestro ejemplo, a avanzar de nuevo. Os animo vivamente a sostenerlos, para que asuman con fidelidad sus compromisos sacerdotales, asegurándoles condiciones espirituales y materiales que les permitan responder a las justas necesidades de su ministerio.

Queridos hermanos en el episcopado, estad cercanos a cada uno de vuestros sacerdotes; entablad con ellos relaciones fundadas en la confianza y el diálogo; que sean verdaderamente para vosotros hijos y amigos. Dado que sois responsables en primer lugar de su santificación y de su formación permanente, brindadles los medios para seguir profundizando durante toda su vida las dimensiones humana, espiritual, intelectual y pastoral de su formación sacerdotal, a fin de que su ser y su obrar se conformen cada vez más a Cristo, buen Pastor.

En fin, espero que en el seno del presbiterio, los sacerdotes diocesanos y religiosos se acojan fraternalmente unos a otros, en la legítima diversidad de sus carismas y de sus opciones. En la oración común y en la participación encontrarán apoyo y consuelo para su ministerio y su vida personal.

4. Entre vuestras preocupaciones constantes figuran el nacimiento y el crecimiento de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Los numerosos jóvenes que responden a la llamada de Cristo y aceptan seguirlo son un signo del dinamismo de vuestras Iglesias particulares y un aliciente para el futuro. Sin embargo, se necesitan una gran prudencia y un discernimiento atento para afianzar su vocación y permitir que cada uno dé una respuesta libre y consciente a la llamada de Cristo. La vida de seguimiento del Señor es exigente, y por eso, la elección de los candidatos requiere criterios de equilibrio humano, cualidades espirituales, afectivas, psicológicas e intelectuales, junto con una voluntad firme. Quisiera renovar aquí la petición que hicieron los padres del Sínodo africano «a los .institutos religiosos que no tienen casas en África., para que no se sientan autorizados a .buscar nuevas vocaciones sin un diálogo previo con el ordinario del lugar.» (Ecclesia in Africa, 94). En efecto, los jóvenes desarraigados tendrán grandes dificultades para madurar la llamada que han recibido y se sentirán tentados por los múltiples atractivos de una sociedad que no conocen. De un discernimiento realizado con sabiduría depende también la esperanza de ver surgir y desarrollarse vocaciones misioneras africanas, para anunciar el Evangelio en todo el continente y fuera de él.

A vosotros, que sois los primeros representantes de Cristo en la formación sacerdotal (cf. Pastores dabo vobis, 65), os corresponde velar con esmero por la calidad de vida y la formación en los seminarios. Os invito a constituir comunidades educativas unidas, que den a los seminaristas un ejemplo concreto de vida cristiana y sacerdotal intachable. ¿Cómo podrán los jóvenes prepararse correctamente para el sacerdocio, si no tienen ante sus ojos el ejemplo de maestros y testigos auténticos? Sé cuán difícil os resulta elegir sacerdotes experimentados en la vida espiritual y competentes en los campos teológico y filosófico, capaces de acompañar a los jóvenes. Ojalá que preparéis formadores idóneos con vistas a esa misión, aunque haya que hacer sacrificios en otros campos de la vida pastoral. Este ministerio es hoy uno de los más importantes para la vida de la Iglesia, en particular en vuestro país.

Aliento particularmente a los hombres y mujeres que tienen la responsabilidad de preparar a los jóvenes para la consagración total de sí mismos en el sacerdocio o en la vida religiosa. Espero que, confirmados en el camino de la búsqueda de Dios, muestren la belleza de su vocación a quienes el Señor invita a seguirlo, y les ayuden a discernir los designios de Dios acerca de su vida. Que resplandezcan por el encuentro con Cristo, como los discípulos después de la Transfiguración.

Los seminaristas han de tener una conciencia cada vez más viva de la grandeza y de la dignidad de la llamada que han recibido. Es necesario que durante el tiempo de formación adquieran suficiente madurez afectiva, y tengan la íntima convicción de que el celibato y la castidad son inseparables para el sacerdote. La enseñanza sobre el sentido y el lugar de la consagración a Cristo en el sacerdocio deberá ocupar el centro de su formación, para que puedan comprometer libre y generosamente toda su persona en el seguimiento de Cristo, compartiendo su misión.

5. Los institutos de vida consagrada dan una importante y apreciada contribución en numerosos campos de la vida de la Iglesia en vuestro país. El compromiso de personas consagradas en la obra de evangelización debe mostrar de modo particular que, «cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos» (Vita consecrata, 76). Ojalá que los miembros de las comunidades religiosas vivan plenamente su entrega a Cristo, dando siempre testimonio de él con toda su vida, y poniendo al servicio de la Iglesia las riquezas de su carisma propio. Ojalá que, dejándose guiar por el Espíritu Santo, caminen con decisión por el camino de la santidad y muestren a los ojos de todos su alegría por haberse entregado totalmente a Dios para el servicio a sus hermanos.

Expreso a las personas consagradas la gratitud y el apoyo de la Iglesia por el apostolado que realizan, con la lógica de su amor a Cristo y de su entrega, al servicio de los enfermos, de los más desamparados y de los más pobres de la sociedad. Con su presencia en el ámbito de la educación, ayudan a los jóvenes a crecer como personas, adquiriendo una formación humana, cultural y religiosa que los prepare para ocupar su puesto en la Iglesia y en la sociedad.

Para permitir que los institutos de vida consagrada expresen sus carismas en una comunión cada vez mayor con las Iglesias diocesanas, como subrayé en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, invito a «los responsables de las Iglesias locales, y también de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica, a promover entre sí el diálogo para crear, en el espíritu de la Iglesia familia, grupos mixtos que trabajen de acuerdo como testimonio de fraternidad y signo de unidad al servicio de la misión común» (n. 94).

6. En virtud de su condición de bautizados, todos los fieles están llamados a participar plenamente en la misión de la Iglesia. Me alegro por la contribución ejemplar de numerosos laicos a la vida eclesial de vuestro país. Me complace particularmente la obra de los catequistas que, a menudo en condiciones difíciles, se esfuerzan por anunciar el Evangelio a sus hermanos y, en comunión con sus obispos y sacerdotes, aseguran la animación de sus comunidades y se ocupan de ellas. Su papel es de gran importancia para la implantación y la vitalidad de la Iglesia. Además, transmiten a sus hijos el sentido del servicio a Cristo. Los invito a mantener firmemente despierta en ellos «la conciencia de ser miembros de la Iglesia de Jesucristo, partícipes de su misterio de comunión y de su energía apostólica y misionera» (Christifideles laici, 64).

Deseo asimismo que los laicos adquieran una sólida formación que les permita asumir sus responsabilidades de cristianos en la vida de la sociedad. En efecto, a ellos les corresponde trabajar con abnegación y tenacidad en la construcción de la ciudad terrena, respetando la dignidad de la persona humana y buscando el bien común. Ojalá que, frente a las injusticias, a lo que destruye la paz entre las personas y los grupos, y a todo lo que pervierte el espíritu, desarrollen cada vez más la solidaridad, la verdadera fihavanana, que tiende a abrir al hombre al plan divino de salvación.

Una solicitud particular hay que reservar a la familia, célula primaria y vital de la sociedad. La formación de las conciencias, en particular para recordar firmemente el respeto debido a toda vida humana y enseñar a los hijos los valores fundamentales, es una tarea esencial que compete a la Iglesia y a sus pastores. Ante las dificultades que encuentran numerosas parejas jóvenes, os animo a proseguir vuestros esfuerzos por ayudarles a comprender mejor la naturaleza auténtica del amor humano, de la castidad conyugal y del matrimonio cristiano, fundado en la fidelidad y en la indisolubilidad.

También quisiera dirigir a los jóvenes de Madagascar un fuerte llamamiento a la confianza y a la esperanza. Conozco sus grandes inquietudes, pero también las riquezas que Dios ha puesto en ellos para afrontar el futuro con valentía y lucidez. Ojalá que sepan asumir sus responsabilidades en la vida de la Iglesia y de la sociedad, con una viva conciencia de su vocación de hombres y de cristianos, que los compromete a ser constructores de paz y amor. Cristo los espera y les muestra el camino de la vida.

7. Testimoniar la caridad de Cristo a los enfermos y a los pobres es una de las características de la vida cristiana. Mediante sus instituciones caritativas, la Iglesia favorece el desarrollo integral de la persona y de la sociedad. Doy las gracias a todas las personas que con su humilde servicio manifiestan, a imitación de Cristo, el amor de la Iglesia a los que sufren o están desamparados. No se puede aceptar la miseria como una fatalidad. Es necesario ayudar a los pobres a crecer en humanidad y a lograr que se les reconozca su dignidad de hijos de Dios. A pesar de las dificultades, vuestra tierra es una tierra llena de promesas. Por eso, os aliento vivamente a desarrollar las iniciativas de solidaridad y de servicio a la población, que frecuentemente se encuentra en situaciones económicas y sociales preocupantes, sobre todo atribuyendo el lugar que merece a las obras de educación y de promoción humana, que permitirán a cada uno expresar los dones que Dios le ha dado al crearlo a su imagen. En efecto, como escribí en la encíclica Redemptoris missio, «el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero ni de las ayudas materiales ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica» (n. 58).

8. Las relaciones fraternas que existen entre las diferentes confesiones cristianas en Madagascar testimonian vuestro esfuerzo por responder con generosidad y clarividencia a la oración del Señor: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21). Estos vínculos se concretan particularmente a través de las intervenciones del Consejo de las Iglesias cristianas de Madagascar, que en diversas ocasiones se ha pronunciado para promover la justicia y el desarrollo integral del hombre en la vida de la nación. Es muy importante proseguir la búsqueda de la unidad entre los cristianos mediante una colaboración inspirada en el Evangelio, que sea un verdadero testimonio común de Cristo y un medio de anunciar la buena nueva a todos. En este largo camino que lleva a la comunión total entre hermanos es necesario dirigirse juntos hacia Cristo. Por eso, la oración debe ocupar un lugar privilegiado, para obtener del Señor la conversión del corazón y la unidad de los discípulos de Cristo. A fin de responder mejor a las exigencias de una colaboración leal, es indispensable que los fieles se preparen para relacionarse con sus hermanos con espíritu de verdad, sin ocultar las divergencias que nos separan aún de la comunión plena (cf. Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, Directorio para la aplicación de los principios y las normas sobre el ecumenismo, 1993). Por otra parte, es de desear que los cónyuges que viven la experiencia de un matrimonio mixto estén sostenidos por una pastoral adecuada, con espíritu de apertura ecuménica. A pesar de las dificultades que puedan surgir, serán auténticos artífices de unidad mediante la calidad del amor que se manifiesten el uno al otro y a sus hijos.

9. Queridos hermanos en el episcopado, al concluir este encuentro fraterno, quisiera también animaros a avanzar con confianza. En este año dedicado al Espíritu Santo y a su presencia santificadora en la comunidad de los discípulos de Cristo, invito a los católicos de Madagascar a profundizar los signos de esperanza presentes en su vida y en la vida del mundo. Que renueven «su esperanza en la venida definitiva del reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo» (Tertio millennio adveniente, 46). Os encomiendo a vosotros, así como a vuestros diocesanos y a todo el pueblo malgache, a la intercesión materna de la Virgen María y de Victoria Rasoamanarivo, beata que testimonió admirablemente la calidad espiritual del laicado de vuestro país, y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.

 

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