Cuarto centenario de la muerte de San Felipe Neri

Autor: Juan Pablo II

 MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA CONFEDERACIÓN DEL ORATORIO
CON OCASIÓN DEL COMIENZO
DE LAS CELEBRACIONES DEL CUARTO CENTENARIO
DE LA MUERTE DE SAN FELIPE NERI   

Reverendo padre:

Con ocasión del IV centenario del "dies natalis" de san Felipe Neri, florentino de nacimiento y romano de adopción, me complace dirigirme a usted y a todos los miembros de la Confederación del Oratorio, para recordar el ejemplo de santidad de su fundador y confirmar en cada uno la obra de la fe, los trabajos de la caridad, y la tenacidad de la esperanza (cf. 1 Ts 1, 3).

1. La amable figura del "santo de la alegría" conserva intacta la irresistible atracción que ejercía en cuantos se acercaban a él para aprender a conocer y experimentar las fuentes auténticas de la alegría cristiana.

En efecto, cuando recorremos la biografía de san Felipe nos sorprende y fascina el modo alegre y amable con el que sabía educar, acercándose fraternal y pacientemente a todos. Como es sabido, este santo solía recoger sus enseñanzas en breves y amenas máximas: "Estad quietos, si podéis", "escrúpulos y melancolía, fuera de mi casa", "sed humildes y no altaneros", "el hombre que no hace oración es un animal sin palabra"; y, llevándose la mano a la frente, "la santidad consiste en tres dedos de frente". En la ingeniosidad de esos y otros muchos "dichos", se puede apreciar el conocimiento agudo y realista que había ido adquiriendo de la naturaleza humana y de la dinámica de la gracia. En esas enseñanzas rápidas y concisas traducía la experiencia de su larga vida y la sabiduría de un corazón en el que moraba el Espíritu Santo. Para la espiritualidad cristiana, esos aforismos se han convertido ahora en una especie de patrimonio sapiencial.

2. San Felipe se presenta en el panorama del Renacimiento romano como el "profeta de la alegría" que supo seguir a Jesús, insertándose activamente en la civilización de su tiempo, en muchos aspectos tan semejante a la actual.

El humanismo, concentrado en el hombre y en sus singulares capacidades intelectuales y prácticas, contra una mal entendida oscuridad medieval, proponía el redescubrimiento de una alegre lozanía natural, sin rémoras ni inhibiciones. Se ponía al hombre, al que se presentaba casi como un dios pagano, en una posición de protagonismo absoluto. Además, se había llevado a cabo una especie de revisión de la ley moral, con la finalidad de buscar y garantizar la felicidad.

San Felipe, abierto a las exigencias de la sociedad de su tiempo, no rechazó ese anhelo de alegría, sino que se esforzó por dar a conocer su verdadero manantial, que había descubierto en el mensaje evangélico. La palabra de Cristo es la que modela el rostro auténtico del hombre, revelando los rasgos que hacen de él un hijo amado por el Padre, acogido como hermano por el Verbo encarnado, y santificado por el Espíritu Santo. Las leyes del Evangelio y los mandamientos de Cristo conducen a la alegría y a la felicidad: ésta es la verdad que san Felipe Neri proclamaba a los jóvenes con los que se encontraba en su trabajo apostólico diario. Su anuncio venía dictado por su íntima experiencia de Dios, sobre todo en la oración. La oración nocturna en las catacumbas de San Sebastián, adonde se retiraba con frecuencia, no sólo era una búsqueda de soledad, sino también el deseo de dialogar allí con los testigos de la fe, el deseo de interrogarlos, como los cultos del renacimiento dialogaban con los clásicos de la antigüedad. De ese conocimiento brotaba la imitación, y después la emulación.

En san Felipe, a quien, durante la vigilia de Pentecostés de 1544, el Espíritu Santo dio un "corazón de fuego", se puede entrever la alegoría de las grandes y divinas transformaciones realizadas en la oración. Un programa seguro y fecundo de formación en la alegría -nos enseña nuestro santo- se alimenta y se apoya en una serie armoniosa de opciones: la oración asidua, la Eucaristía frecuente, el redescubrimiento y la valoración del sacramento de la reconciliación, el contacto familiar y diario con la palabra de Dios, el ejercicio fecundo de la caridad fraterna y del servicio; y, además, la devoción a la Virgen, modelo y causa verdadera de nuestra alegría. A este respecto, no podemos olvidar su sabia y eficaz recomendación: "Hijos míos, ¡sed devotos de María!: sé lo que os digo. ¡Sed devotos de María!".

3. A san Felipe, considerado el "santo de la alegría" por antonomasia, hay que reconocerlo también como el "apóstol de Roma", más aún, como el "reformador de la ciudad eterna". Llegó a serlo casi por una natural evolución y maduración de sus opciones, realizadas bajo la iluminación de la gracia. Fue verdaderamente la luz y la sal de Roma, según las palabras del Evangelio (cf. Mt 5, 13-16). Supo ser luz en esa civilización ciertamente espléndida, pero a menudo sólo por las luces oblicuas y pálidas del paganismo. En ese ambiente social, Felipe acató la autoridad, se adhirió firmemente al depósito de la verdad y fue intrépido en el anuncio del mensaje cristiano. Así, se convirtió en fuente de luz para todos.

No eligió la vida solitaria, sino que, desempeñando su ministerio entre la gente del pueblo, se propuso ser también "sal" para cuantos entraban en contacto con él. Como Jesús, supo bajar hasta la miseria humana concentrada tanto en los palacios de los nobles como en las callejuelas de la Roma renacentista. Era, según las circunstancias, cireneo y conciencia crítica, consejero iluminado y maestro sonriente.

Precisamente por eso, más que él adoptar a Roma, fue Roma la que lo adoptó a él. Durante sesenta años vivió en esta ciudad, que mientras tanto iba poblándose de santos. Aunque en las calles se encontraba con la humanidad doliente para confortarla y ayudarla con la caridad de una palabra sabia y comprensiva, prefería reunir a la juventud en el Oratorio, su verdadera invención. Hizo de él un lugar alegre de encuentro, un gimnasio de formación y un centro de irradiación del arte.

En el Oratorio, a la vez que cultivaba la religiosidad en sus expresiones habituales y nuevas, san Felipe se esforzó por reformar y elevar el arte, poniéndolo nuevamente al servicio de Dios y de la Iglesia. Convencido de que la belleza lleva al bien, en su proyecto educativo acogió todo lo que tuviera carácter artístico. Y él mismo se convirtió en un mecenas de las diversas manifestaciones artísticas, promoviendo iniciativas capaces de llevar a la verdad y al bien.

Decisiva y ejemplar fue la contribución que san Felipe supo dar a la música sagrada, impulsándola a elevarse de su condición de vana diversión a obra re-creadora del espíritu. Gracias a su estímulo, músicos y compositores comenzaron una reforma que alcanzó con Pier Luigi de Palestrina su cima más elevada.

4. Quiera Dios que san Felipe, hombre amable y generoso, santo casto y humilde, apóstol activo y contemplativo, siga siendo el modelo constante para los miembros de la Congregación del Oratorio. A todos los oratorianos les entrega un programa y un estilo de vida que conservan aún hoy una gran actualidad. El llamado "cuadrilátero" -humildad, caridad, oración y alegría- sigue siendo siempre una base solidísima para apoyar el edificio interior de la propia vida espiritual.

Si saben seguir el ejemplo de su fundador, los oratorianos continuarán desempeñando un papel significativo en la vida de la Iglesia. Por tanto, exhorto a todos los hijos e hijas de san Felipe Neri a ser siempre fieles a la vocación oratoriana, buscando a Cristo, adhiriéndose a él con perseverancia y convirtiéndose en sembradores generosos de alegría en medio de los jóvenes, tentados a menudo por la desconfianza y el abatimiento.

Con estos sentimientos, quiero invocar la protección celestial de san Felipe Neri sobre toda la comunidad oratoriana, expresando mis mejores deseos de que las celebraciones jubilares sean una ocasión para el redescubrimiento estimulante de la figura y la obra de este singular testigo de Cristo, que, en este último tramo de siglo, puede enseñar aún mucho a los cristianos comprometidos en la nueva evangelización.

Acompaño esos deseos con una bendición apostólica especial, que le imparto de corazón a usted, a los miembros de la Confederación del Oratorio, y a cuantos se inspiran en la espiritualidad del "santo de la alegría".

Vaticano, 7 de octubre de 1994.