Discurso de Su Santidad Benedicto XVI a los miembros de la delegación enviada por el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, Jueves 30 de junio de 2005

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA DELEGACIÓN ENVIADA
POR EL PATRIARCADO ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA

Jueves 30 de junio de 2005

Queridos hermanos: 
Al acogeros hoy por primera vez, después del inicio de mi pontificado, me alegra saludar en vosotros a la delegación que todos los años Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico, envía para la fiesta de los santos patronos de la Iglesia de Roma. Me dirijo a vosotros con las palabras de san Pablo a los Filipenses:  "Colmad mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un  mismo  espíritu,  unos  mismos sentimientos. (...) Tened en vosotros los mismos sentimientos que Cristo" (Flp 2, 2-5). El Apóstol, consciente de lo fácil que es sucumbir a la amenaza siempre latente de conflictos y discordias, exhorta a la joven comunidad de Filipos a la concordia y a la unidad. A los Gálatas les recordará con fuerza que toda la ley tiene su plenitud en el único mandamiento del amor; y los exhortará a caminar según el Espíritu, para evitar las obras de la carne -discordias, celos, rencillas, divisiones, disensiones, envidias-, obteniendo así el fruto del Espíritu que es, en cambio, el amor (cf. Ga 5, 14-23).
Por tanto, la feliz tradición de asegurar una presencia recíproca en la basílica de San Pedro y en la catedral de San Jorge para las fiestas de San Pedro y San Pablo y de San Andrés es expresión de esta voluntad común de combatir las obras de la carne, que tienden a separarnos, y de vivir según el Espíritu, que promueve el crecimiento de la caridad entre nosotros.
Vuestra visita de hoy y la que la Iglesia de Roma devolverá dentro de algunos meses, testimonian que en Cristo Jesús la fe obra por medio de la caridad (cf. Ga 5, 6). Es la experiencia del "diálogo de la caridad", inaugurado en el Monte de los Olivos por el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, experiencia que no ha sido vana. En efecto, son numerosos y significativos los gestos realizados hasta ahora:  pienso en la abrogación de las condenas recíprocas de 1054, en los discursos, en los documentos y en los encuentros organizados por las Sedes de Roma y Constantinopla. Estos gestos han marcado el camino de los últimos decenios.
¡Cómo no recordar aquí que el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, pocos meses antes de su muerte, en la basílica de San Pedro, intercambió un abrazo fraterno con el Patriarca ecuménico precisamente para dar un fuerte signo espiritual de nuestra comunión en los santos, que ambos invocamos, y para reafirmar el firme compromiso de trabajar sin descanso con vistas a la unidad plena! Ciertamente, nuestro camino es largo y difícil; al inicio estaba marcado por temores y vacilaciones, pero se ha hecho cada vez más ágil y consciente. En este camino ha crecido la esperanza de un sólido "diálogo de la verdad" y de un proceso de clarificación teológica e histórica, que ya ha dado frutos apreciables.
Con palabras del apóstol san Pablo debemos  preguntarnos:  "¿Habéis pasado en vano por tales experiencias?" (Ga 3, 4). Se siente la necesidad de unir las fuerzas, sin escatimar energías, para que el diálogo teológico oficial, iniciado en 1980, entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas en su conjunto, se reanude con renovado vigor.
A este propósito, queridos hermanos, quisiera expresar mis sentimientos de gratitud a Su Santidad Bartolomé, que se está prodigando para reactivar los trabajos de la Comisión mixta internacional católico-ortodoxa. Deseo asegurarle que tengo la firme voluntad de apoyar y estimular esta acción. La investigación teológica, que debe afrontar cuestiones complejas y encontrar soluciones no restrictivas, es un compromiso serio, al que no podemos renunciar.
Si es verdad que el Señor llama con fuerza a sus discípulos a construir la unidad en la caridad y en la verdad; si es verdad que la llamada ecuménica constituye una apremiante invitación a reedificar, en la reconciliación y en la paz, la unidad, gravemente dañada, entre todos los cristianos; si no podemos ignorar que la división hace menos eficaz la santísima causa del anuncio del Evangelio a todas las gentes (cf. Unitatis redintegratio, 1), ¿cómo podemos renunciar a la tarea de examinar con claridad y buena voluntad nuestras diferencias, afrontándolas con la íntima convicción de que hay que resolverlas? La unidad que buscamos no es ni absorción ni fusión, sino respeto de la multiforme plenitud de la Iglesia, la cual, de acuerdo con la voluntad de su fundador, Jesucristo, debe ser siempre una, santa, católica y apostólica.
Esta consigna tuvo plena resonancia en la intangible profesión de fe de todos los cristianos, el Símbolo elaborado por los padres de los concilios ecuménicos de Nicea y Constantinopla (cf. Slavorum Apostoli, 15). El concilio Vaticano II reconoció con lucidez el tesoro que posee Oriente y del que Occidente "ha tomado muchas cosas"; recordó que los dogmas fundamentales de la fe cristiana fueron definidos por los concilios ecuménicos celebrados en Oriente; exhortó a no olvidar cuántos sufrimientos ha padecido Oriente por conservar su fe. La enseñanza del Concilio ha inspirado el amor y el respeto a la tradición oriental, ha impulsado a considerar al Oriente y al Occidente como teselas que forman juntas el rostro resplandeciente del Pantocrátor, cuya mano bendice toda la oikoumene. El Concilio fue aún más allá, al afirmar:  "No hay que admirarse de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí" (Unitatis redintegratio, 17).
Queridos hermanos, os pido que transmitáis mi saludo al Patriarca ecuménico, informándole de mi propósito de proseguir con firme determinación en la búsqueda de la unidad plena entre todos los cristianos. Queremos continuar juntos por la senda de la comunión, y juntos realizar nuevos pasos y gestos, que lleven a superar las incomprensiones y divisiones que aún perduran, recordando que "para restaurar la comunión y la unidad es preciso "no imponer ninguna otra carga más que la necesaria" (Hch 15, 28)" (ib., 18).
Gracias, de corazón, a cada uno de vosotros por haber venido de Oriente a rendir homenaje a san Pedro y san Pablo, a los que veneramos juntamente. Que su constante protección y, sobre todo, la intercesión materna de la Theotókos, guíen siempre nuestros pasos.
"Hermanos, que la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu" (Ga 6, 18).

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