Mensaje a la familia cisterciense

Autor: Juan Pablo II

 

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA FAMILIA CISTERCIENSE
CON MOTIVO DEL NOVENO CENTENARIO
DE LA FUNDACIÓN DE LA ABADÍA DEL CÍSTER 

 

1. En este año en que la abadía del Císter celebra con fervor el IX centenario de su fundación, me uno a la alegría y a la acción de gracias de la gran familia cisterciense que, con ocasión de este acontecimiento, quiere acudir a las fuentes de su carisma de fundación para hallar en ellas las promesas de una nueva vitalidad.

2. Al aproximarse el tercer milenio, mientras toda la Iglesia se prepara para el gran jubileo, recordamos la obra profética de Roberto de Molesme y de sus compañeros, que en el año 1098 fundaron el «nuevo monasterio», para responder a su ardiente deseo de «abrazar de ahora en adelante más estrecha y perfectamente la Regla de san Benito» (Breve exordio), que releyeron a la luz de la tradición espiritual anterior, iluminándola con su lectura de los signos de los tiempos. Viviendo de un modo más auténtico las exigencias monásticas, encontraron la armonía interior necesaria para buscar a Dios en la humildad, la obediencia y el buen celo.

En efecto, por la observancia fiel de la Regla de san Benito en su pureza y rigor, los fundadores del Císter, Roberto, Alberico y Esteban dieron vida a una nueva forma de existencia monástica. Su vida religiosa se orientó completamente hacia la experiencia del Dios vivo, experiencia que hicieron siguiendo a Cristo, junto con sus hermanos, en la sencillez y la pobreza evangélicas. En la soledad procuraron vivir para Dios, edificando una comunidad fraterna. En la renuncia, en una vida austera y laboriosa, se esforzaron por promover el crecimiento del hombre nuevo.

3. El carisma del Císter, que tuvo una rápida expansión, dio una contribución muy importante a la historia de la espiritualidad y de la cultura en Occidente. Desde el siglo XII, los cuatrocientos monasterios ya existentes fueron centros de intensa vida espiritual en toda Europa. A los fundadores y sus discípulos .sobre todo Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint-Thierry, Guerrico d'Igny, Aelred de Rievaulx, Isaac de l'Étoile, Amadeo de Lausana, Gilberto de Hoyland, Baudoin de Ford, Juan de Ford y Adán de Perseigne., la Regla les brindó de modo eminente una orientación y consejos para la vida interior. En Benito, descubrieron una rica doctrina sobre la humildad, la obediencia, el amor y el temor de Dios; más aún, se sintieron animados a acudir directamente al Evangelio y a los Padres de la Iglesia.

Muy pronto, los cistercienses desarrollaron una profunda espiritualidad basada en una sólida antropología teologal, centrada en la imagen y semejanza del hombre con Dios. Del mismo modo, desarrollaron también otros aspectos de la vida espiritual, ya esbozados en san Benito, como el conocimiento de sí y las enseñanzas sobre el amor y la contemplación mística. La dominici schola servitii se convirtió, asimismo, en una schola caritatis. Se puede ver aquí una profundización del sentido del hombre en su capacidad de amar y responder libremente al amor, dejándose guiar por la razón. Este humanismo se funda en la economía divina y en la gracia, particularmente en la Encarnación, en su dimensión más humana.

4. La reforma cisterciense marcó también profundamente la renovación de la liturgia: la simplificó y la unificó. Hoy, en las celebraciones comunitarias caracterizadas por la grandeza y la sobriedad, monjes y monjas expresan luminosamente su vocación a la alabanza divina y a la intercesión por la Iglesia y por el mundo, en comunión con la oración de todos los cristianos. En la eucaristía y en la liturgia de las Horas, que expresan el misterio de Cristo y muestran la naturaleza auténtica de la Iglesia, manifiestan de manera privilegiada su unión íntima con el Señor y su obra de salvación. Al encontrar en ellas su alimento diario, en un equilibrio sereno con su vida de trabajo, testimonian con fuerza lo que constituye la razón de ser de su misión particular entre los hombres.

El arte cisterciense, puesto al servicio de la vida monástica, se desarrolló con una armónica belleza en los edificios que proclaman el esplendor y la gloria divinos. Por su elegancia y su desprendimiento de todo lo que no favorece el encuentro con el Creador, guía al hombre hacia Dios para hacerle gustar su nobleza y bondad. Así, lo impulsa a entrar en la oración y a cultivar la interioridad, que lleva al conocimiento del Señor. Hermanos y hermanas, herederos del patrimonio cisterciense, os invito a seguir siendo testigos ardientes y entusiastas de la búsqueda de Dios, por la celebración de la liturgia, fuente y cumbre de vuestra vida monástica, por la lectio divina, escucha y meditación asiduas de la palabra de Dios recibida con humildad y alegría, así como por la dedicación frecuente a la oración, aceptando la invitación de vuestro padre san Benito. En ellas encontraréis una fuente inagotable de paz interior, que debéis compartir generosamente con todos.

5. Nuestra época conoce un nuevo entusiasmo por el patrimonio espiritual y cultural cisterciense, expresado en vuestros monasterios, que presentan muchas particularidades en cuanto a su historia, al contexto de su presencia o también a su modo de responder a las expectativas de las Iglesias particulares. Para numerosas personas, los interrogantes espirituales esenciales pueden expresarse y profundizarse gracias a la acogida que se les brinda en los monasterios. Una comunidad fraterna de fe permite percibir un polo de estabilidad en un sociedad en que están desapareciendo los puntos de referencia más fundamentales, sobre todo para los más jóvenes. Hijos e hijas del Císter, la Iglesia espera de vosotros que vuestros monasterios sean entre los hombres de hoy, según vuestra vocación específica, «un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de la celestial» (Vita consecrata, 6).

Os aliento también, de acuerdo con las circunstancias, a discernir con prudencia y sentido profético la participación de fieles laicos en vuestra familia espiritual, bajo la forma de «miembros asociados» o, «según las exigencias de algunos ambientes culturales, de personas que comparten, durante un cierto tiempo, la vida comunitaria» (ib., 56) y de un compromiso de contemplación, con tal de que no vaya en perjuicio de la identidad propia de vuestra vida monástica.

6. La conmemoración de la fundación del Císter nos recuerda también el papel que ha desempeñado este gran movimiento de renovación espiritual en las raíces cristianas de Europa. Me alegra saber que durante este año jubilar muchas manifestaciones permitirán poner de relieve este aspecto de la herencia cisterciense. La fecundidad de vuestro carisma no se ha limitado a vuestras comunidades monásticas; en realidad, ha llegado a ser una riqueza común para toda la cristiandad. Ahora que Europa prosigue su edificación, espero que sus inspiradores encuentren en el espíritu del Císter los elementos de una renovación espiritual profunda, que dé un alma a la convivencia europea.

7. El deseo de una vida nueva a imitación de Cristo, que ha caracterizado al Císter desde sus orígenes, sigue siendo una intuición de gran actualidad. En efecto, la Regla ofrece a cada uno un camino recto de perfección evangélica, gracias a un sobrio equilibrio entre las diferentes reglas monásticas tradicionales. Los monjes encuentran en estas exigencias instrumentos que los pueden guiar a la puritas cordis y a la unitas spiritus con Dios. Esto fue subrayado recientemente por el Sínodo sobre la vida consagrada, que quiso ponderar la dimensión profética y espiritual de la vida religiosa. «En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio, ante todo, de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas» (ib., 85).

Al volver hoy a su inspiración primitiva, al cabo de nueve siglos de historia continua, no siempre exenta de vicisitudes, la familia cisterciense se reconoce en la gracia fundadora de los primeros padres. Descubre también la legítima diversidad de sus tradiciones, que son una riqueza para todos y expresan la vitalidad del carisma original; la Iglesia ve en ella la obra del único Espíritu a partir de un don idéntico.

En esta celebración de la fundación del Císter, animo vivamente a las comunidades que forman la gran familia cisterciense a entrar juntas en el nuevo milenio, en verdadera comunión, con confianza mutua y respeto a las tradiciones transmitidas por la historia. Que este aniversario del «nuevo monasterio», que durante nueve siglos ha tenido una irradiación tan grande en la Iglesia y en el mundo, sea para todos la llamada de un origen y de una pertenencia comunes, así como el símbolo de una unidad que es preciso recibir y construir siempre.

8. La actualidad y el vigor del carisma del Císter en este final del segundo milenio están marcados por el testimonio que dieron del Evangelio, de modo particularmente significativo, numerosos hijos e hijas de la familia cisterciense. Quisiera mencionar aquí al padre Cipriano Miguel Iwene Tansi, a quien, precisamente el día de la celebración del IX centenario del Císter, tendré la alegría de beatificar en Nigeria, su país de origen, donde tanto trabajó para llevar el Evangelio a sus compatriotas.

El sacrificio de los trapenses de Tibhirine está aún presente en nuestro corazón. Mártires del amor de Dios a todos los hombres, fueron constructores de paz mediante la entrega de su vida. Esos mártires invitan a los discípulos de Cristo a fijar su mirada en Dios y a vivir el amor hasta el extremo, recordando sobre todo que no hay sequela Christi sin renuncia. Conservad su recuerdo como un bien espiritual precioso para€la familia cisterciense y para toda la Iglesia.

9. Citando las palabras de san Bernardo: «Si María os protege, no tenéis nada que temer; bajo su guía, no conoceréis la fatiga; gracias a su favor, llegaréis a la meta» (Las alabanzas de la Virgen Madre, homilía II), os encomiendo a Nuestra Señora y Reina del Císter; y, a la vez que saludo en particular a la comunidad del «nuevo monasterio », que celebra también el centenario del regreso de los monjes después de una larga interrupción, envío a todos los miembros de la familia cisterciense una afectuosa bendición apostólica.

Vaticano, 6 de marzo de 1998

 

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