PATRES ECCLESIAE

Autor: Juan Pablo II

CARTA APOSTÓLICA
PATRES ECCLESIAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II 
CON OCASIÓN DEL XVI CENTENARIO 
DE LA MUERTE DE SAN BASILIO

 

Venerables hermanos y queridos hijos, 
saludos y bendición apostólica

I. Introducción

Padres de la Iglesia se llaman con toda razón aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos (1).

Son de verdad "Padres" de la Iglesia, porque la Iglesia, a través del Evangelio, recibió de ellos la vida (2). Y son también sus constructores, ya que por ellos —sobre el único fundamento puesto por los Apóstoles, es decir, sobre Cristo— (3) fue edificada la Iglesia de Dios en sus estructuras primordiales.

La Iglesia vive todavía hoy con la vida recibida de esos Padres; y hoy sigue edificándose todavía sobre las estructuras formadas por esos constructores, entre los goces y penas de su caminar y de su trabajo cotidiano.

Fueron, por tanto, sus Padres y lo siguen siendo siempre; porque ellos constituyen, en efecto, una estructura estable de la Iglesia y cumplen una función perenne en pro de la Iglesia, a lo largo de todos los siglos. De ahí que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día (4), debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y soldarse con esas estructuras.

Guiada por esa certidumbre, la Iglesia nunca deja de volver sobre los escritos de esos Padres —llenos de sabiduría y perenne juventud— y de renovar continuamente su recuerdo. De ahí que, a lo largo del año litúrgico, encontremos siempre, con gran gozo, a nuestros Padres y siempre nos sintamos confirmados en la fe y animados en la esperanza.

Nuestro gozo es todavía mayor cuando determinadas circunstancias nos inducen a conocerlos con más detenimiento y profundidad. Eso es lo que sucede ahora al conmemorar este año el XVI centenario de la muerte de nuestro Padre San Basilio, obispo de Cesarea.

II. Vida y ministerio de San Basilio

Llamado "el Grande" entre los Padres griegos, los textos litúrgicos bizantinos invocan a San Basilio como "faro de piedad" y "luminaria" de la Iglesia. En efecto, iluminó a la Iglesia y la sigue iluminando, no menos por la "pureza de su vida" que por la excelencia de su doctrina. Porque la primera y mayor enseñanza de los santos es siempre su propia vida.

Nacido en una familia de santos, Basilio tuvo también el privilegio de una educación selecta, impartida por los más famosos maestros de Constantinopla y de Atenas.

Pero a él le parecía que su vida había comenzado realmente sólo cuando, de una forma completa y determinante, pudo conocer a Cristo como su Señor; es decir, cuando arrastrado irresistiblemente hacia Él, se apartó radicalmente de todas las cosas —actitud que inculcaría en sus enseñanzas— (5) y se hizo su discípulo.

Emprendió entonces el seguimiento de Cristo, conformando sólo a Él su conducta, mirando y escuchando únicamente a Él (6), considerándole, en todo y por todo, su único «soberano, rey, médico y maestro de verdad" (7).

De ahí que, sin dudarlo un momento, abandonó los estudios que con tanta dedicación había realizado y con los que había atesorado tanta ciencia (8); porque habiendo decidido servir solamente a Dios, no quiso conocer otra cosa que a Cristo (9) y consideró vanidad cualquier sabiduría que no fuera la de la cruz. Al final de su vida, él mismo evocaba el acontecimiento de su conversión con estas palabras: "Habiendo desaprovechado un tiempo en vanidades, perdiendo casi toda mi juventud en un trabajo inútil al que me aplicaba para aprender las enseñanzas de una sabiduría que aparecía vana a los ojos de Dios (10), por fin un día, como si despertase de un sueño profundo, volví mis ojos a la admirable luz de la verdad del Evangelio y me di cuenta de lo inútil que resulta la sabiduría de los príncipes de este mundo, que son perecederos (11). Y desde entonces, lamentando grandemente mi miserable vida, decidí disciplinar mis sentidos" (12).

Y lloró sobre su vida anterior, aunque —según testimonio de San Gregorio Nacianceno, que fue condiscípulo suyo—, había sido humanamente ejemplar (13) ; pero no por ello la dejó de considerar "miserable", al no estar dedicada total, íntegra y exclusivamente a Dios, que es el único Señor.

Con irrefrenable impaciencia, interrumpió aquellos estudios y, abandonando a los maestros de la ciencia helénica, "atravesó muchas tierras y mares" (14), en busca de otros maestros que, considerados "necios" y pobres, ejercían en lugares desiertos una sabiduría bien distinta.

Comenzó así a aprender cosas que jamás habían llegado al corazón del hombre (15); verdades que ni oradores ni filósofos habrían podido jamás enseñarle (16). Y en esta sabiduría nueva creció de día en día, en un maravilloso itinerario de gracia, mediante la oración la mortificación, el ejercicio de la caridad y la constante meditación de las Sagradas Escrituras y de la doctrina de los Santos Padres (17).

Y muy pronto fue llamado al ministerio.

Pero también en el servicio de las almas supo, con sabio equilibrio, hacer compatible la infatigable predicación con largos momentos de soledad dedicados a la oración. Juzgaba, en efecto, que esto era absolutamente necesario para la "purificación del alma" (18) y, consiguientemente, para que el anuncio de la Palabra de Dios pudiese siempre ser confirmado con un "evidente ejemplo" de vida (19).

Así se convirtió en Pastor y al mismo tiempo fue monje, en el auténtico sentido de la palabra; más aún, está considerado como uno de los más grandes monjes-pastores de la Iglesia. Una figura singularmente perfecta de obispo y un ejemplar promotor y legislador de la vida monástica.

Basado en su personal experiencia, Basilio contribuyó grandemente a la formación de comunidades de cristianos totalmente consagrados al "divino servicio" (20) y se impuso la obligación y tarea de sostenerlas y visitarlas frecuentemente (21). Para su propia edificación y la de esas comunidades, establecía con ellas admirables coloquios, muchos de los cuales, gracias a Dios, han llegado hasta nosotros en sus escritos (22). De esos escritos se valieron después no pocos legisladores de la vida monástica, entre ellos, muy especialmente, el propio San Benito, que considera a Basilio como su maestro (23). Y en esos escritos —conocidos directa o indirectamente— se inspiraron también la mayor parte de cuantos, tanto en Oriente como en Occidente, abrazaron la vida monástica.

Tal es la razón por la que muchos opinan que esa institución tan importante en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó establecida, para todos los siglos, principalmente por San Basilio o que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan propiamente definida sin su decisiva aportación.

Basilio tuvo que sufrir mucho a causa de los males que atormentaban, en aquellas horas difíciles, al Pueblo de Dios (24). Los denunció con franqueza y, con gran lucidez y amor, señalaba sus causas, aprestándose valientemente a emprender una amplia obra reformadora. Una obra —perseguible, por otra parte en todo tiempo y renovable en toda generación— que tendía a llevar nuevamente la Iglesia del Señor, "por la que Cristo murió y sobre la cual derramó abundantemente los dones de su Espíritu" (25), a su forma primitiva; es decir, a aquella normativa imagen, hermosa y pura, que nos transmitieron la Palabra de Cristo y los Hechos de los Apóstoles. ¡Cuántas veces recordaba Basilio, con ardorosa y eficaz intención aquellos tiempos en que "la muchedumbre de creyentes formaba un solo corazón y una sola alma"! (26).

Su actividad de reformador abarcaba a la vez, con armonía y gran acierto, todos los aspectos y ámbitos de la vida cristiana.

El obispo, por la naturaleza misma de su ministerio, es ante todo pontífice de su pueblo; y el Pueblo de Dios es, ante todo, un pueblo sacerdotal.

Por tanto, un obispo verdaderamente solícito del bien de la Iglesia no puede olvidar en modo alguno la liturgia, su sagrada fuerza y riqueza, su hermosura, su "verdad".

Más aún; en la actividad pastoral, la preocupación por la liturgia ocupa lógicamente el primer lugar y debe estar realmente por encima de todo; porque, como recuerda el Concilio Vaticano II, "la liturgia es como la cumbre a la que tiende toda la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde emana toda su virtud" (27), de forma que "ninguna otra acción de la Iglesia, con el mismo título y en el mismo grado, iguala su eficacia" (28).

Todas estas admirables cosas las entendió perfectamente San Basilio, y así, el "legislador de monjes" (29), supo ser al mismo tiempo excelente "recopilador de preces" (30).

Entre todas las obras que compuso en este campo, nos queda, como herencia valiosísima para la Iglesia de todos los tiempos la anáfora que legítimamente lleva su nombre: la gran oración eucarística que, refundida y enriquecida por él, sigue siendo la más hermosa entre las mejores preces litúrgicas.

Y no sólo eso; sino que la misma ordenación fundamental de la oración salmódica tuvo en él uno de sus mayores inspiradores y artífices (31). Y así, gracias sobre todo al impulso que le dio Basilio, la salmodia —"incienso espiritual", respiro y consuelo para el Pueblo de Dios— (32) fue amorosamente acogida por los fieles de su Iglesia y la practicaban los jóvenes y los adultos, los doctos y los indoctos (33). Como refiere el propio San Basilio: "Entre nosotros el pueblo se levanta de noche para dirigirse a la casa de oración... y transcurre la noche alternando los salmos con otras preces" (34). Los salmos, que en las Iglesias retumbaban como truenos (35), se oían también resonar en las casas y en las calles (36).

Basilio amó con gran celo a la Iglesia (37); y, sabiendo que su virginidad era su propia fe, custodiaba con gran vigilancia la integridad de esa fe.

Por eso, tuvo que combatir y supo hacerlo valientemente, no contra los hombres, sino contra toda adulteración de la Palabra de Dios (38), contra toda falsificación de la verdad, toda tergiversación del depósito santo (39), transmitido por los Padres. Pero su ímpetu no llevaba violencia, sino fuerza amorosa; sus advertencias no eran arrogantes, sino llenas de manso amor.

Y así, desde el principio hasta el final de su ministerio se esforzó en procurar que se conservara intacto el sentido de la fórmula de Nicea referente a la divinidad de Cristo "de la misma naturaleza" que el Padre (40); e igualmente luchó para que no se disminuyera la gloria del Espíritu que, "formando parte de la Trinidad y siendo de su misma divina y beata naturaleza" (41), debe ser nombrado y conglorificado con el Padre y el Hijo (42).

Con firmeza y exponiéndose personalmente a gravísimos peligros, vigiló y combatió también por la libertad de la Iglesia. Como verdadero obispo, no dudaba en enfrentarse a los poderes públicos para defender su propio derecho y el del Pueblo de Dios a profesar la verdad y obedecer al Evangelio (43). San Gregorio Nacianceno, que narra un episodio importante de esta lucha, hace notar atinadamente que el secreto de la fuerza de Basilio residía únicamente en la misma sencillez de su predicación en la claridad de su testimonio, en la inerme majestad de su dignidad sacerdotal (44).

No menor severidad que contra las herejías y los tiranos, demostró Basilio contra los equívocos y abusos dentro de la propia Iglesia; especialmente contra la mundanización y el apego a los bienes de la tierra.

A ello le movía, como en todo, el mismo amor a la verdad y al Evangelio; en fin de cuentas, y aunque en modo diverso, era siempre el Evangelio lo que se negaba y rechazaba, tanto con el error de los heresiarcas, como con el egoísmo de los ricos.

Son memorables, a tal respecto, y continúan siendo ejemplares, los textos de algunos de sus sermones: "Vende lo que tienes y dalo a los pobres (45)... porque, aunque no hayas matado a nadie, ni cometido adulterio, ni robado, ni levantado falsos testimonios, de nada te sirve eso si no cumples también lo demás: sólo así podrás entrar en el reino de Dios" (46). Porque todo el que quiere, según el mandamiento de Dios, amar al prójimo como a sí mismo (47), "no debe poseer más cosas que las que posee su prójimo" (48).

Y todavía con mayor vehemencia exhortaba, en tiempo de carestía, a "no mostrarse más crueles que las bestias... apropiándose de las cosas comunes y teniendo para uno solo lo que es de todos" (49).

Esta actitud radical suya, desconcertante y hermosísima a la vez, es también una exhortación a la Iglesia de todos los tiempos, para que abrace seriamente el Evangelio.

De ese Evangelio, que manda amar y servir a los pobres, dio siempre testimonio Basilio, no sólo con su palabra, sino con grandes obras de caridad; como fue la construcción, en los alrededores de Cesarea, de un gigantesco asilo para necesitados (50); una auténtica ciudad de la misericordia que de él tomó el nombre de Basiliada (51), verdadero testimonio también del único mensaje evangélico.

Ese mismo amor a Cristo y a su Evangelio hizo que San Basilio sufriera grandemente por las divisiones de la Iglesia y que, con insistente perseverancia, esperando contra toda esperanza, se preocupara por lograr una comunión más eficaz y manifiesta con todas las Iglesias (52).

Porque realmente la discordia de los cristianos es lo que oscurece la propia verdad del Evangelio y lacera el Corazón de Cristo (53). La división de los creyentes contradice la potencia del único bautismo (54), que nos hace una sola cosa en Cristo e incluso una sola mística persona (55); contradice la soberanía de Cristo, Rey único al que todos deben estar sujetos por igual; contradice, en fin, la autoridad y la fuerza unificadora de la Palabra de Dios, que sigue siendo la única ley a la que todos los creyentes deben concordemente obedecer (56).

La división de las Iglesias es, por tanto, un hecho tan clara y directamente anticristológico y antibíblico que, según San Basilio, el único camino para recomponer la unidad es la conversión de todos a Cristo y a su Palabra (57).

Así, pues, en el múltiple ejercicio de su ministerio, Basilio se hizo lo que él mismo aconsejaba a todos los predicadores de la Palabra de Dios: "apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del Reino, modelo y norma de piedad, ojo del Cuerpo de la Iglesia, Pastor de las ovejas de Cristo, médico compasivo, padre nutricio, cooperador de Dios, agricultor de Dios, edificador del templo de Dios" (58).

En esa actividad y en esa lucha —áspera, dolorosa, ininterrumpida— Basilio ofreció su vida (59) y se consumó en holocausto.

Murió a la edad de cincuenta años, consumido por las fatigas y la vida ascética.

III. El magisterio de San Basilio

Después de haber resumido brevemente los aspectos más salientes de la vida de Basilio y de su obra como cristiano y como obispo, parece oportuno extraer ahora, de la riquísima herencia de sus escritos, al menos algunas importantes indicaciones. La consideración de sus enseñanzas podrá servir de luz para mejor afrontar los problemas y las dificultades de este nuestro tiempo y de ayuda para el presente y el futuro.

Y no parece inoportuno empezar por lo que nos enseñó respecto a la Santísima Trinidad; más aún, es realmente el mejor comienzo, si se quiere aferrar mejor su pensamiento.

Por otra parte, ¿qué puede convencernos más y ser más provechoso para nuestra vida que el misterio de la vida de Dios? ¿Puede haber un punto de referencia más significativo y vital para el hombre?

Hablamos del hombre nuevo, conformado a este misterio por su íntima esencia y existencia; y hablamos de todo hombre, sea o no consciente de ello, porque no hay hombre alguno que no esté llamado por Cristo, el Verbo eterno, por el Espíritu y en el Espíritu para glorificar al Padre.

La Santísima Trinidad es el misterio primordial, porque no es otra cosa que el propio misterio de Dios, del único Dios, vivo y verdadero.

San Basilio proclama firmemente la realidad de este misterio, afirmando que los tres nombres divinos indican ciertamente tres hipóstasis distintos (60). Pero con la misma firmeza confiesa la absoluta inaccesibilidad a ellas.

¡Cuán claramente consciente era él, sumo teólogo, de la debilidad e insuficiencia de cualquier disquisición teológica!

Nadie, decía, es capaz de hacer esto con la dignidad debida, y la magnitud del misterio supera cualquier explicación, de forma que ni siquiera la lengua de los ángeles puede lograrla (61).

Dios vivo es, por tanto, una realidad inmensa, como abismo inescrutable. Pero no por ello San Basilio elude la "obligación" de hablar de esa realidad, antes y más ampliamente que de cualquier otra cosa. Y como cree en ella, habla (62) y lo hace guiado por la fuerza de un irrefrenable amor, por obediencia al mandato de Dios y para edificación de la Iglesia, que no "se cansa de oír estas cosas" (63).

Pero quizá sea más exacto decir que Basilio, como auténtico "teólogo", más que hablar de este misterio, lo canta.

Canta al Padre, que es "el principio de todo, la causa de cuanto existe, la raíz de los vivientes" (64) y, sobre todo "Padre de Nuestro Señor Jesucristo" (65). Y como el Padre está en relación principalmente con el Hijo, así el Hijo —el Verbo que en el seno de la Virgen María se hizo carne— está principalmente en relación con el Padre.

Y así es como Basilio contempla y canta al Hijo: como "luz incesante, potencia inefable, grandeza infinita, gloria resplandeciente del misterio de la Santísima Trinidad", Dios junto a Dios (66), "imagen de la bondad del Padre y sello de igual figura" (67).

Sólo así, confesando sin ambigüedad a Cristo como "uno de la Santísima Trinidad" (68), puede verlo después Basilio, con pleno realismo, en el anonadamiento de su humanidad. Y sabe, como pocos, hacernos medir y considerar el infinito espacio que Cristo recorrió en nuestra busca: y, también como pocos, nos lleva a escrutar en la profundidad de la humillación "de quien, siendo Dios, se aniquiló a sí mismo tomando forma de siervo" (69).

En la doctrina de San Basilio, la cristología de la gloria en nada debilita a la cristología de la humillación; sino más bien se proclama con mayor fuerza todavía el contenido central del Evangelio que es la palabra de la cruz (70), el escándalo de la cruz (71).

Tal es en realidad el esquema habitual de su doctrina cristológica: la luz de la gloria resalta más el sentido de la humillación.

La obediencia de Cristo es auténtico "Evangelio"; es decir, realización singular del amor redentor de Dios, precisamente —y sólo por eso— porque quien obedece es "el Hijo Unigénito de Dios, Señor y Dios nuestro... por quien fueron hechas todas las cosas" (72); de ahí que su obediencia pueda doblegar nuestra desobediencia. Los sufrimientos de Cristo, cordero inmaculado que no abrió la boca contra quienes lo perseguían (73), tienen un alcance y un valor eternos y universales, precisamente porque el que los padeció es el "Creador y Señor del cielo y de la tierra, adorable por encima de toda criatura espiritual o sensible y que todo lo sostiene por la palabra de su potencia" (74). Y así, la Pasión de Cristo amortigua nuestra violencia y aplaca nuestra ira.

La cruz, en fin, es realmente nuestra "única esperanza" (75) —no es una derrota, sino un acontecimiento salvífico, "exaltación" (76) y admirable triunfo—, sólo porque Aquel que fue enclavado y murió en ella es "el Señor nuestro y de todas las cosas" (77), "por quien todas las cosas, tanto visibles como invisibles, fueron hechas; que posee la vida como la posee el Padre que se la ha dado y que recibe del Padre toda potestad" (78), lo que hace que la muerte de Cristo nos libere del "temor de la muerte", a la que todos estamos sometidos (79).

De Cristo "procede el Espíritu Santo, Espíritu de verdad, don de la adopción filial, prenda de herencia futura, primicia de bienes eternos, potencia vivificadora, fuente de santificación; por el cual toda criatura dotada de razón y entendimiento, recibe fuerza suficiente para adorar al Padre y tributarle glorificación eterna" (80).

Este himno de la anáfora de San Basilio expresa acertadamente, en síntesis, el papel del Espíritu Santo en la economía de la salvación.

Es el Espíritu, dado a todo el que se bautiza, quien infunde en cada uno los carismas y les recuerda los preceptos del Señor (81); es el Espíritu quien anima a toda la Iglesia y la ordena y vivifica con sus dones, haciendo de toda ella un cuerpo "espiritual" y carismático (82).

De aquí, se eleva San Basilio a la serena contemplación de la "gloria" del Espíritu, misteriosa e inaccesible, confesándolo, por encima de toda creatura (83), Rey y Señor, porque por Él hemos sido divinizados (84), y Santo, porque por Él somos santificados (85).

Así, pues, San Basilio, habiendo contribuido a la formulación de la fe trinitaria de la Iglesia, le habla todavía hoy a su corazón y la consuela, especialmente con la luminosa confesión de su Consolador.

La luz resplandeciente del misterio trinitario no ensombrece ciertamente la gloria del hombre, sino que, por el contrario, la exalta y la pone de relieve.

El hombre, en efecto, no es rival de Dios, opuesto insensatamente a Él: pero tampoco está huérfano de Dios ni abandonado a la desesperación de su propia soledad, sino que es la imagen reflejada de Dios.

De ahí que cuanto más resplandezca Dios, tanto mayor es su reflejo en el hombre; y cuanto más es exaltado Dios, tanto más se eleva la dignidad del hombre.

Y es así realmente como San Basilio resaltaba la dignidad del hombre: considerándola totalmente relacionada con Dios. Es decir, derivada de Dios y tendente hacia Él.

Porque el hombre recibió la inteligencia principalmente para conocer a Dios, y fue dotado de libertad para vivir conforme a la ley divina. Solamente como imagen de Dios, el hombre trasciende todo el orden de la naturaleza y aparece "más glorioso que el cielo, más que el sol, más que el conjunto de los astros (porque, en efecto, ¿qué hay en el firmamento que haya sido llamado imagen del Dios Altísimo?)" (86).

Precisamente por eso, la gloria del hombre está radicalmente condicionada a su relación con Dios; por eso el hombre consigue totalmente su dignidad "regia" solamente realizándose como tal imagen de Dios; de ahí que sólo se encontrará realmente a sí mismo conociendo y amando a Aquel de quien recibió la razón y la libertad.

Ya antes de San Basilio, se expresaba así admirablemente San Ireneo: "La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios" (87). Como si dijera que el hombre viviente es en sí mismo la glorificación de Dios, en cuanto que es rayo de su belleza; pero no tiene vida alguna si no la extrae de Dios, en su relación personal con Él. Si falla en esta tarea, el hombre traiciona su vocación primordial y con su actitud niega y envilece su propia dignidad (88).

¿Qué otra cosa es el pecado sino esto? ¿Es que acaso Cristo no vino para restaurar y restituir su gloria a esta imagen de Dios, es decir, al hombre el cual con el pecado, la había oscurecido (89), corrompido (90), roto? (91).

Precisamente por esto —afirma San Basilio con palabras de la Sagrada Escritura— "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (92) y se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (93). Por lo cual, "oh hombre, debes considerar tu dignidad teniendo en cuenta el precio pagado por ti; mira el precio con que has sido rescatado y comprende bien tu dignidad" (94).

La dignidad del hombre, por tanto, reside a la vez en el misterio de Dios y en el de la cruz: tal es la doctrina de San Basilio, sobre los hombres, es decir, su "humanismo", que podríamos llamar sencillamente "humanismo" cristiano.

Por tanto, la restauración de la imagen sólo puede realizarse en virtud de la cruz de Cristo, ya que "su obediencia hasta la muerte... se convirtió para nosotros en remisión de los pecados, liberación de la muerte que trajo el pecado a este mundo, reconciliación con Dios y facultad de serle gratos, don de justicia, comunión de los santos en la vida eterna, herencia del reino de los cielos (95).

Esto, para San Basilio, equivale a decir que todo ello se consigue en virtud del bautismo.

¿Qué otra cosa es el bautismo sino el acontecimiento salvífico de la muerte de Cristo en el que nos insertamos mediante la celebración del misterio? Porque el misterio sacramental, que es "imitación" de su muerte, nos sumerge en ella, como dice San Pablo: "¿Acaso ignoráis que cuantos nos bautizamos en Cristo, nos bautizamos en su muerte?" (96).

Basándose, pues, en la misteriosa identidad del bautismo con el acontecimiento pascual de Cristo, Basilio, siguiendo las huellas de San Pablo, nos enseña que bautizarse no es en realidad otra cosa que crucificarse; es decir, enclavarse en la única cruz de Cristo, padecer realmente su muerte, sepultarse en su sepulcro y, consiguientemente, resucitar en su resurrección (97).

Justamente, por tanto, puede atribuir al bautismo los mismos títulos de gloria con que canta a la cruz. También el bautismo es "precio del rescate de la cautividad, perdón de las deudas, muerte del pecado, regeneración del alma, vestidura de luz, sello que en modo alguno se puede romper, vehículo para el cielo, conseguidor del reino, don de filiación" (98) . Mediante el bautismo, en efecto el hombre se configura con Cristo, por quien se inserta en el interior de la vida trinitaria: y se hace espíritu porque nace del Espíritu (99), y se hace hijo porque se reviste del Hijo, uniéndose en relación altísima con el Padre del Unigénito, que también realmente se hace padre suyo (100).

A la luz de una consideración tan vigorosa del misterio bautismal, se esclarece en Basilio el sentido mismo de la vida cristiana. Por otra parte, ¿cómo comprenderemos mejor este misterio del hombre nuevo si no es fijando la mirada en el punto luminoso de ese nuevo nacimiento y en la potencia divina que le engendra mediante el bautismo?

"¿Qué es lo propio del cristiano?", se pregunta Basilio, para responder: "Ser engendrado nuevamente por medio del agua y por el Espíritu Santo en el bautismo" (101).

Solamente, por tanto, en aquello en que nos regeneramos se puede percibir claramente lo que somos y por qué lo somos.

Como nueva criatura, el cristiano, aun sin darse cuenta de ello, vive una nueva vida; y en lo más profundo de su ser, aunque lo niegue con sus obras, se traslada a una nueva patria como si se hiciera celestial ya en la tierra (102), porque la obra de Dios es grande e infaliblemente eficaz, permaneciendo siempre, en cierto modo, por encima de lo que el hombre pueda negar o contradecir.

Indudablemente, el deber del hombre —tal es, por la relación esencial con el bautismo, el sentido de la vida cristiana— no es otro que convertirse en lo que realmente es, adecuándose a la nueva dimensión "espiritual" y escatológica de su misterio personal. Como el propio San Basilio, con su habitual claridad, afirma: "el significado y la potencia del bautismo reside en que el bautizado se transforma en sus pensamientos palabras y obras y se convierte, por la potencia que se le ha infundido, en lo que es Aquel por quien ha sido regenerado" (103).

La Eucaristía, por la que se perfecciona la iniciación cristiana, es considerada siempre por San Basilio en estrechísima relación con el bautismo.

Único alimento adecuado al nuevo ser bautizado y capaz de sostener su vida nueva y sus nuevas energías (104). Culto de espíritu y verdad, ejercicio del nuevo sacerdocio y perfecto sacrificio del nuevo Israel (105), solamente la Eucaristía realiza y perfecciona la nueva creación efectuada por el Bautismo.

De ahí, que sea un misterio de inmenso gozo —sólo cantando se puede participar en él (106)—, así como de infinita y tremenda santidad. ¿Cómo se puede tratar el Cuerpo de Cristo estando en pecado? (107). Es necesario que la Iglesia, administradora de la sagrada comunión, no tenga "mancha ni arruga y sea santa e inmaculada" (108), consciente siempre de que, al celebrar el misterio, se examina a sí misma (109) para purificarse cada vez más "de toda contaminación e impureza" (110).

Por otra parte, no es posible abstenerse de comulgar, ya que el mismo bautismo está en relación con la Eucaristía, que es necesaria para la vida eterna (111) y, por tanto, el Pueblo de los bautizados debe ser puro, para poder participar en la Eucaristía (112).

Además, sólo la Eucaristía, verdadero memorial del misterio pascual de Cristo, es capaz de mantener vivo en nosotros el recuerdo de su amor. De ahí que la Iglesia vigile su celebración, ya que si la divina eficacia de esta vigilancia continua y dulcísima, no la fomentara, si no sintiera la fuerza penetrante de la mirada del Esposo fija sobre Ella, fácilmente la misma Iglesia se haría olvidadiza, insensible, infiel. El mismo Señor instituyó la Eucaristía recomendándola con estas palabras: "Haced esto en conmemoración mía" (113); recomendación que no hay que olvidar al celebrarla.

San Basilio no se cansa de repetirlo: "en conmemoración" (114); más aún en perpetua conmemoración, "en indeleble memoria" (115), para expresar más "eficazmente el recuerdo de quien murió y resucitó por nosotros" (116).

Así, pues, sólo la Eucaristía, por designio y don de Dios, puede realmente custodiar en los corazones "el sello" (117) de ese recuerdo de Cristo que, presionándonos y frenándonos, nos impide pecar; por eso San Basilio recuerda, refiriéndolas a la Eucaristía, las palabras de San Pablo: "La caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos como estamos que si uno murió por todos, luego todos son muertos; y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó" (118).

Y, ¿qué significa este vivir para Cristo —o vivir "integralmente para Dios"—, sino la esencia misma del pacto bautismal? (119).

También en este sentido, por tanto, la Eucaristía se manifiesta como plenitud del bautismo, ya que sólo ella permite vivirlo con fidelidad y continuamente lo actualiza como potencia de gracia.

Por eso San Basilio no duda en recomendar la comunión frecuente e incluso diaria: "Comulgar todos los días recibiendo el santo Cuerpo y Sangre de Cristo, es cosa buena y útil, según Él mismo dijo claramente: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tendrá vida eterna" (120). ¿Quién puede, pues, dudar de que participar continuamente de esa vida no es sino vivirla en plenitud? (121).

Verdadero "alimento de vida eterna, capaz de mantener la vida del bautizado, es, como la Eucaristía, también "toda palabra que procede de la boca de Dios (122).

El mismo Basilio pone de relieve el nexo fundamental que existe entre el alimento de la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo (123), ya que la Escritura, aunque de modo diverso, es como la Eucaristía, divina, santa y necesaria.

Es verdaderamente divina —afirma San Basilio con excepcional vigor—, porque es "de Dios" en el verdadero y auténtico sentido. Dios mismo la inspiró (124), Dios la confirmó (125)125, Dios la pronunció por medio de los hagiógrafos (126) —Moisés, los profetas, los evangelistas, los apóstoles (127)— y sobre todo a través de su Hijo (128), único Señor, tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento (129); ciertamente, con diversa intensidad y diversa plenitud de revelación (130), pero sin sombra de contradicción alguna (131).

Realmente la Escritura, siendo sustancialmente divina aunque expresada con palabras humanas, tiene una suprema autoridad; fuente de la fe, según palabras de San Pablo (132), es el fundamento de una certeza plena, indudable, firme (133). Siendo toda de Dios, es toda ella, aun en sus mínimos detalles, de extraordinario peso y merecedora de suma atención (134).

Por eso, a la Escritura se la denomina acertadamente Santa: y así como sería horrible sacrilegio profanar la Eucaristía, lo sería igualmente atentar contra la integridad y la pureza de la Palabra de Dios.

No se la puede, por tanto, considerar según las categorías del entendimiento humano, sino a la luz de su propia doctrina, "como pidiendo al mismo Señor la interpretación de las cosas dichas por Él" (135). Y no se puede quitar ni añadir nada a esos textos divinos transmitidos a la Iglesia para todos los tiempos; es decir, a esas palabras santas pronunciadas por Dios de una vez para siempre (136).

Es, efecto, vitalmente necesario, que la disposición hacia la Palabra de Dios, sea siempre de adoración, fidelidad y amor. De ella debe servirse esencialmente la Iglesia para expresar su mensaje (137), guiándose por las propias palabras del Señor (138), para no "reducir la religión a palabras humanas" (139).

Y a la Escritura debe dirigirse "siempre y en todas partes" el cristiano, para todas sus decisiones (140), "haciéndose como niño" (141), extrayendo de ella remedio eficaz para todas sus debilidades (142) y no atreviéndose a dar paso alguno sin sentirse iluminado por la luz de esas palabras (143).

Como hemos visto, todo el magisterio de San Basilio, es auténticamente "Evangelio" cristiano, mensaje gozoso de salvación.

¿No es acaso plenamente gozosa y fuente de gozo la confesión de la gloria de Dios que resplandece en el hombre, imagen de Él?

¿No es estupendo el anuncio de la Victoria de la cruz en la cual, "por la grandeza de la piedad y la multitud de las misericordias de Dios" (144), fueron perdonados nuestros pecados antes de ser cometidos? (145). ¿Qué anuncio más consolador que el del bautismo que nos regenera, o el de la Eucaristía que nos alimenta, o el de la Palabra que nos ilumina?

Pero precisamente por eso, por no haber callado ni disminuido la potencia salvífica y transformadora de la obra de Dios y de las "energías del tiempo venidero" (146), San Basilio puede pedirnos a todos, con gran firmeza, amor absoluto hacia Dios, plena dedicación sin reservas, perfección de vida ajustada a la doctrina del Evangelio (147).

Porque si el bautismo es gracia —y ¡qué gracia más singular!— todos cuantos lo han conseguido han recibido realmente "el poder y la fuerza de agradar a Dios" (148) y están, por tanto, "obligados, todos por igual, a secundar esa gracia bautismal"; es decir, "a vivir según el Evangelio" (149).

"Todos por igual", dice; no hay, pues, cristianos de segunda categoría, simplemente porque no hay diversos bautismos y porque el mismo sentido de la vida cristiana está todo él contenido en el mismo pacto bautismal (150).

"Vivir conforme al Evangelio", dice también; y ¿qué significa esto, según San Basilio?

Significa tender con ansia irrefrenable (151) y con todas las fuerzas disponibles, a "conseguir el complacimiento de Dios" (152).

Significa, por ejemplo, "no ser rico, sino pobre, según el mandato del Señor" (153), realizando así la condición fundamental para seguirle (154) sin ataduras (155) manifestando, contra la norma imperante del vivir mundano, la novedad del Evangelio (156).

Significa someterse totalmente a la Palabra de Dios, renunciando a "las propias voluntades" (157) y haciéndose obediente, a imitación de Cristo, "hasta la muerte" (158).

Realmente San Basilio no se avergonzaba del Evangelio, sino que, persuadido de que en él se halla la potencia de Dios para la salvación de todo creyente (159), lo anunciaba con aquella integridad (160) que le hace ser plenamente Palabra de Dios y fuente de vida.

Por último, nos agrada recordar que San Basilio, aunque más moderadamente que su hermano San Gregorio Niseno y su amigo San Gregorio Nacianceno, celebra la virginidad de María (161), a la que llama "profetisa"(162)y con feliz expresión, resalta sus esponsorios con San José que "se efectuaron —dice— para que fuera honrada la virginidad y no quedase despreciado el matrimonio" (163).

En la anáfora de San Basilio, más arriba recordaba, figuran excelentes alabanzas dedicadas "a la Santísima, Inmaculada, bendita sobre todas, gloriosa Señora, Madre de Dios siempre Virgen María", "Mujer llena de gracia, alegría de todo el universo...".

Conclusión

Todos en la Iglesia nos gloriamos de ser discípulos e hijos de este gran santo y maestro. Y debemos, por tanto considerar su ejemplo y escuchar reverentemente su doctrina, dispuestos a recibir sus enseñanzas, consuelos y exhortaciones.

Confiamos este mensaje especialmente a las numerosas Órdenes religiosas —masculinas y femeninas— que se honran con el nombre y patronazgo de San Basilio y siguen su Regla, animándoles, en esta feliz conmemoración, a que fomenten con renovado fervor la vida ascética y contemplativa de las cosas divinas, que fructifique en obras santas para gloria de Dios y edificación de toda la Iglesia.

Por el feliz logro de estos objetivos, imploramos también la materna intercesión de la Virgen María, mientras, con el deseo de bienes celestiales y en prenda de nuestra benevolencia, os impartimos la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro —en recuerdo de los Santos Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia— el 2 de enero del año 1980, II de nuestro pontificado.

JOANNES PAULUS PP. II

Notas

(1) Cf. Gal 4, 19; Vincentius Lirinensis, Commonitorium I, 3, PL 50, 641.

(2) Cf. 1 Cor 4, 15.

(3) Cf. 1 Cor 3, 11.

(4) Cf. Ef 2, 21.

(5) Cf. Regulae fusius tractatae 8; PG 31, 933c-941a.

(6) Cf. Moralia LXXX, 1; PG 31, 860bc.

(7)De baptismo I, 1; PG 31, 1516b.

(8) Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;PG 36, 525c-528c.

(9) Cf. 1 Cor 2, 2.

(10) Cf. 1 Cor 1, 20.

(11) Cf. 1 Cor 2, 6.

(12)Epistula 223; PG 32, 824a.

(13)In laudem Basilii;PG 36, 521cd.

(14)Epistula 204; PG 32, 753 a.

(15) Cf. 1 Cor 2, 9.

(16) Cf. Epistula 223; PG 32, 824bd.

(17) Cf. Especialmente Epistula 2 y 22.

(18)Epistula 2; PG 32, 228a. Cf. Ep. 210, 769a.

(19)Regulae fusius tractatae 43, PG 31, 1028a-1029b. Cf. Moralia LXX, 10; PG 31, 824d-825b.

(20)Regula Benedicti, Prologus.

(21) Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;PG 36, 536b.

(22) Cf. Regulae brevius tractatae, proemium; PG 31, 1080ab.

(23) Cf. Regula Benedicti, LXXIII, 5.

(24) Cf. De indicio; PG 31, 653b.

(25) Cf. De indicio; PG 31, 653b.

(26)Act 4, 32: cf. De iudicio 660c. Regulae fusius tractatae 7, 933c. Homilia tempore famis, 325ab.

(27)Sacrosanctum concilium, 10.

(28)Sacrosanctum concilium, 7.

(29) Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii; PG 36, 541c.

(30) Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;PG 36, 541c.

(31) Cf. Epistula 2 y Regulae fusius tractatae 37; PG 31, 1013b-1016c.

(32) Cf. In Psalmum, 1; PG 29, 212a-213c.

(33) Cf. In Psalmum, 1; PG 29, 212a-213c.

(34)Epistula 207; PG 32, 764ab.

(35) Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;PG 36, 561cd.

(36) Cf. In Psalmum, 1; PG 29, 212c.

(37) Cf. 2 Cor 11, 2.

(38) Cf. 2 Cor 2, 17.

(39) Cf. 1 Tim 6, 20. 2 Tim 1, 14.

(40) Cf. Epistula 9; PG 32, 272a; Epistula 52, 392b-396a; Adv. Eunomium I; PG 29, 556c.

(41)Epistula 243; PG 32, 909a.

(42) Cf. De Spiritu Sancto; PG 32, 117c.

(43) Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;PG 36, 557c-561c.

(44) Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;PG 36, 561c-564b.

(45)Mt 19, 22.

(46)Homilia in divites; PG 31, 280b-281a.

(47) Cf. Lev 19, 18; Mt 19, 19.

(48)Homilia in divites; PG 31, 281b.

(49)Homilia tempore famis; PG 31, 325a.

(50) Cf. Epistula 94, 488bc.

(51) Cf. Sozomenus, Historia Eccl. VI, 34; PG 67, 1397a.

(52) Cf. Epistulas 70 y 243.

(53) Cf. 1 Cor 1, 13.

(54) Cf. Ef 4, 4.

(55) Cf. Gál 3, 28.

(56) Cf. De indicio; PG 31, 653a-656c.

(57)7 Cf. De indicio; PG 31, 660b-661a.

(58) Cf. Moralia LXXX, 12-21; PG 31, 864b-868b.

(59) Cf. Moralia LXXX, 18; PG 31, 865c.

(60) Cf. Adv. Eunomium I, PG 29, 529a.

(61) Cf. Homilia de fide: PG 31, 464b-465a.

(62) Cf. 2 Cor 4, 13.

(63)Homilia de fide, 464cd.

(64)Homilia de fide, 465c.

(65)Anaphora S. Basilii.

(66)Homilia de fide, 465cd.

(67) Cf. Anaphora S. Basilii.

(68)Liturgia S. Ioannis Chrysostomi.

(69)Fil 2, 6s.

(70) Cf. 1 Cor 1, 18.

(71) Cf. Gál 5, 11.

(72)De iudicio; PG 31, 660b.

(73) Cf. Is 53, 7.

(74) Cf. Heb 1, 3: Homilia de ira: PG 31, 369b.

(75) Liturgia de las Horas, Semana Santa, Himno de Vísperas.

(76) Cf. Jn 8, 32 s., y en otros lugares.

(77) Cf. Act 10, 36: De baptismo II, 12; PG 31, 1624b.

(78)De baptismo II, 13, 1625c.

(79) Cf. Heb 2, 15.

(80) Cf. Anaphora S. Basilii.

(81) Cf. De baptismo I, 2; PG 31, 1561a.

(82) Cf. De Spiritu Sancto; PG 32, 181ab; De indicio; PG 31, 657c-660a.

(83) Cf. De Spiritu Sancto, cap. 22.

(84) Cf. De Spiritu Sancto, cap. 20s.

(85) Cf. De Spiritu Sancto, cap. 9 y 18.

(86)In Psalmum 48: PG 29, 449c.

(87)Adversus haereses IV, 20, 7.

(88) Cf. In Psalmum 48, 449d-452a.

(89)Homilia de malo, PG 31, 333a.

(90)In Psalmum 32, PG 29, 344b.

(91)De baptismo I, 2; PG 31, 1537a.

(92)Jn 1, 14.

(93) Cf. Fil 2, 8; In Psalmum 48; PG 29, 452ab.

(94)In Psalmum 48; PG 29, 452b.

(95) De baptismo I, 2, PG 31, 1556b.

(96)Rom 6, 3.

(97) Cf. De baptismo I, 2.

(98)In sanctum baptisma; PG 31, 433ab.

(99) Cf. Moralia XX, 2; PG 31, 736d; Cf. Moralia LXXX, 22, PG 31, 869a.

(100) Cf. De baptismo I, 2, 1564c-1565b.

(101)Moralia LXXX, 22; PG 31, 868d.

(102) Cf. De Spiritu Sancto, PG 32, 157c; In sanctum baptisma; PG 31, 429b.

(103)Moralia, XX 2, PG 31, 736d.

(104) Cf. De baptismo I, 3; PG 31, 1573b.

(105) Cf. De baptismo II, 2s y 8, 1601c, Epistula 93; PG 32, 485a.

(106) Cf. Moralia XXI, 4; PG 31, 741a.

(107) Cf. De baptismo II, 3, PG 31 1585ab.

(108)Ef 5, 27; Moralia LXXX, 22, 869b.

(109) Cf. 1 Cor 11, 28; Moralia XXI 2, 740ab.

(110)De baptismo II, 3; PG 31, 1585ab.

(111) Cf. Moralia XXI, 1; PG 31, 737c.

(112) Cf. Moralia LXXX, 22, 869b.

(113)1 Cor 11, 24s y par.

(114)Moralia XXI, 3, 740b.

(115)Moralia XXI, 3, 1576d.

(116)Moralia LXXX, 22, 869b.

(117) Cf. Regulae fusius tractatae 5; PG 31, 921b.

(118)2 Cor 5, 14s.

(119) Cf. De baptismo II, 1, PG 31, 1581a.

(120)Jn 6, 54.

(121)Epistula 93; PG 32, 484b.

(122)Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3: De baptismo I, 3, PG 31, 1573bc.

(123) Cf. Dei Verbum 21.

(124) Cf. De iudicio; PG 31, 664 d, De fide, ib., 677a, etc.

(125) Cf. De fide; PG 31, 680b.

(126) Cf. Regulae Brevius tractatae 13; PG 31, 1092a; Adv. Eunomium II; PG 29, 597c, etc.

(127) Cf. De baptismo I, 1; PG 31, 1524d.

(128) Cf. De baptismo I, 2, 1561c.

(129) Cf. Regulae brevius tractatae 47; PG 31, 1113a.

(130) Cf. Regulae brevius tractatae 276; PG 31, 1276cd; De baptismo I, 12, PG 31, 1545b.

(131) Cf. De fide; PG 31, 692b.

(132) Cf. Rom 10, 17; Moralia LXXX, 22; PG 31, 868c.

(133) Cf. Rom 10, 17; Moralia LXXX, 22; PG 31, 868c.

(134) Cf. In Hexaem. VI; PG 29, 144c; ib, VIII, 184c.

(135)De baptismo II, 4; PG 31, 1589b.

(136) Cf. De fide; PG 31, 680ab; Moralia LXXX, 22; PG 31, 868c.

(137) Cf. In Psalmum 115; PG 30, 105c-108a.

(138) Cf. De baptismo I, 2; PG 31, 1533c.

(139)Epistula 140; PG 32, 588b.

(140) Cf. Regulae brevius tractatae, 269; PG 31, 1268c.

(141) Cf. Mc 10, 15: Regulae brevius tractatae 217; PG 31, 1225bc; De baptismo I, 2; PG 31, 1560ab.

(142) Cf. In Psalmum 1; PG 29, 209a.

(143) Cf. Regulae brevius tractatae 1; PG 31, 1081a.

(144)Regulae brevius tractatae 10; PG 31, 1088c.

(145) Cf. Regulae brevius tractatae 12; PG 31, 1089b.

(146) Cf. Heb 6, 5.

(147) Cf. Moralia, LXXX 22; PG 31, 869c.

(148)Regulae brevius tractatae 10; PG 31, 1088c.

(149)De baptismo II, 1; PG 31, 1580ac.

(150)De baptismo II, 1; PG 31, 1580ac.

(151) Cf. Regulae brevius tractatae 157; PG 31, 1185a.

(152) Cf. Moralia I, 5; PG 31, 704a y passim.

(153)Moralia XLVIII, 3; PG 31, 769a.

(154) Cf. Regulae fusius tractatae 10; PG 31, 944 d-945a.

(155) Cf. Regulae fusius tractatae 8; PG 31, 940bc; Regulae brevius tractatae 237, 1241b.

(156) Cf. De baptismo I, 2; PG 31, 1544d.

(157) Cf. Regulae fusius tractatae 6; PG 31, 925c; 41, 1021a.

(158) Cf. Fil 2, 8; Regulae fusius tractatae 28, 98 b; Regulae brevius tractatae 119, 1161d, y passim.

(159) Cf. Rom 1, 16.

(160) Cf. Moralia LXXX, 12; PG 31, 864b.

(161) Cf. In sanctam Christi generationem 5; PG 31, 1468b.

(162) Cf. In Isaiam 208; PG 30, 477b.

(163) Cf. In sanctam Christi generationem 3; PG 31, 1464a.

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Tomado del sitio de web del vaticano: www.vatican.va