Visita ad limina de los obispos de México

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
A LOS OBISPOS DE MÉXICO 
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 24 de febrero de 1989

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. El Seños nos concede la gracia de este encuentro, Pastores de la Iglesia en México, al concluir vuestra visita “ad limina” con la cual habéis querido renovar y testimoniar el gozo y el compromiso de unidad eclesial. Como hicimos en torno al altar en la celebración de la Eucaristía, no cesamos de dar gracias a Dios que nos permite compartir los anhelos apostólicos, los logros y fracasos, las alegrías y tristezas, las necesidades y esperanzas vuestras y de vuestros diocesanos.

Agradezco vivamente los sentimientos de afecto y comunión eclesial que, en nombre de todos, ha expresado Mons. Carlos Quintero Arce, Arzobispo de Hermosillo, al iniciar este encuentro, que estrecha aún más vuestra unión con “la Iglesia que preside en la caridad” y a mí me ofrece la gozosa oportunidad de ejercer, como Sucesor de Pedro, el mandato del Señor de confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc 22, 32). 

2. En la Iglesia, Sacramento de unidad, vosotros, Hermanos Obispos, habéis sido “puestos por el Espíritu Santo” y habéis sido “enviados a actualizar perennemente la obra de Cristo, Pastor Eterno” (Christus Dominus, 2). 

Vosotros, por vuestra condición de “maestros de la fe, pontífices y pastores” (Ibíd.) habéis de ofrecer en todo momento un testimonio preclaro de vida consagrada a Dios y a la Iglesia. El Obispo es el maestro de la verdad de la Iglesia, pues la proclama con sus labios y la testifica con su vida. Esto lleva consigo la necesidad de que profundicéis sin cesar en el contenido del depósito de la fe, para así transmitirlo fielmente al hombre de hoy, estableciendo un diálogo continuo que abra más expeditamente el camino de la salvación a cuantos han sido confiados a vuestros cuidados pastorales. Esta solicitud pastoral os llevará siempre a un mejor conocimiento de vuestras comunidades –particularmente en la difícil situación actual– compartiendo con todos sus problemas y esperanzas, sus inquietudes y logros, compadeciéndoos de todo aquello que es motivo de sufrimiento y derramando siempre misericordia y bondad sobre los más pobres y abandonados.

Sois Pastores de la gran familia de Dios, y, al igual que Cristo, debéis estar prestos a ofrecer vuestra existencia por la unidad de toda la Iglesia, según el deseo del Señor en su oración sacerdotal: “Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). 

La caridad y profunda comunión entre vosotros, Pastores de la Iglesia en México, debe manifestarse en una dedicación abnegada por cuantos os rodean. Un amor solícito y personal por todos vuestros diocesanos, laicos comprometidos, seminaristas, agentes de pastoral, religiosos y religiosas. Como exhorta el Decreto conciliar sobre el oficio pastoral de los Obispos: “Abracen siempre con particular caridad a los sacerdotes... Estén solícitos de las condiciones espirituales, intelectuales y materiales de ellos, a fin de que puedan vivir santa y piadosamente y cumplir fiel y fructuosamente su ministerio” (Christus Dominus, 16). 

3. En el pasado encuentro con el primer grupo de Obispos mexicanos el mes de septiembre –en que también tuve la dicha de proclamar Beato al Padre Miguel Agustín Pro– reflexionamos acerca de la importancia que tiene para el presente y el futuro de la Iglesia en vuestro país el fomento de las vocaciones sacerdotales y de su formación en los Seminarios. Hoy deseo compartir con vosotros mi solicitud como Pastor de toda la Iglesia por esa célula básica en la Iglesia y en la sociedad que es el matrimonio y la familia.

A este propósito, viene espontáneamente a mi entrañable recuerdo la histórica Conferencia de Puebla entre cuyas orientaciones pastorales y doctrinales no faltaron las relativas a la familia: “La pareja –decíais en vuestro Documento– santificada por el sacramento del matrimonio es un testimonio de la presencia pascual del Señor” (Puebla, n. 583). La persona y la familia, en efecto, quedan encuadradas en el centro mismo de la revelación y de la Buena Nueva que Cristo nos ha confiado.

4. Anunciar la Buena Nueva sobre el matrimonio y la familia forma parte importante del ministerio magisterial propio de los Obispos. Ellos, como recuerda la “Lumen Gentium”, “predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida” (Lumen gentium, 25). Esta función vuestra es especialmente necesaria hoy día, cuando algunos valores naturales que sustentan la visión cristiana del matrimonio y la familia quedan ignorados o desprotegidos del apoyo jurídico de las instituciones públicas. En estas circunstancias los fieles necesitan una formación más intensa que les haga conocer la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano y las exigencias prácticas que tal verdad comporta para la vida conyugal y familiar.

Es necesario pues, venerables Hermanos, traducir a la vida diaria de la pastoral diocesana y parroquial las consecuencias que dimanan de aquella afirmación que todos compartimos: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” (Familiaris consortio, 86).  Será difícil que los fieles cristianos acojan el mensaje revelado y la doctrina del Magisterio sobre el matrimonio y la familia si no poseen al mismo tiempo criterios rectos sobre la persona, y en lo que se refiere a la sexualidad. Por ello, además de exponer los aspectos específicos de la doctrina católica, será necesario la presentación y defensa de aquellos aspectos naturales de la institución matrimonial, que son patrimonio de la humanidad: la dignidad del matrimonio, el amor conyugal, las características propias de unidad y fidelidad matrimonial, el derecho de los cónyuges a transmitir la vida y educar a sus hijos según las propias creencias.

5. Secundando la voluntad del Creador en todo lo que se refiere al matrimonio, deseo alentaros en vuestros desvelos por mantener y promover siempre el respeto a la transmisión de la vida. Es deber vuestro asimismo no permanecer callados ante campañas engañosas que pretenden defender aspectos parciales de la vida, pero que de hecho atentan abiertamente contra la santidad del matrimonio y de la intimidad conyugal. A este propósito deseo reiterar cuanto decía en la “Familiaris Consortio”: “La Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto provocado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado”  (Familiaris consortio, 30). 

6. Así pues, una pastoral familiar – en el marco del necesario Plan Diocesano de Pastoral – requiere una adecuada presentación en los distintos niveles: el anuncio de la Palabra de Dios, la acción salvífica de Cristo por los sacramentos, la acogida y respuesta al don de la salvación.

Es pues necesario, en primer lugar, venerables Hermanos, la fidelidad en la presentación doctrinal realizada en los centros superiores de formación teológica, especialmente en los Seminarios y centros eclesiásticos. Quienes han de ser formadores y pastores del Pueblo de Dios deben profundizar, sin ambigüedades, en el conocimiento del designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, come nos ha sido revelado en Cristo y viene expuesto por el Magisterio de la Iglesia. Una visión parcial o deformada de este designio aleja del don de liberación y gracia que ofrece el Evangelio: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32). 

La atención solícita en procurar una buena formación en los Seminarios y Facultades os dará como fruto sacerdotes preparados doctrinalmente para una acción pastoral en la que pongan sus cualidades humanas y sobrenaturales al servicio de los fieles y de las familias de vuestras diócesis. La plena fidelidad a la doctrina teológica y al Magisterio de la Iglesia es un requisito necesario de todo colaborador del Obispo, que es siempre el primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis.

Es tarea vuestra, pues, fortalecer, con la ayuda del Espíritu, el carácter estable del amor conyugal, frente a modelos de matrimonio y familia tan alejados del ideal evangélico, como frecuentemente ofrece nuestra sociedad contemporánea. Habéis de continuar proclamando abiertamente la excelencia del modelo cristiano: que la familia sea –como lo proclamasteis en Puebla– el “primer centro de evangelización” (Puebla, n. 617).  Poned todo vuestro empeño en fomentar una pastoral familiar que haga de esta célula fundamental de la sociedad “el espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia” (Evangelii Nuntiandi, 71). 

7. En este marco de transmisión del mensaje salvador, no podemos dejar de hacer notar los efectos deletéreos que están produciendo entre vuestra gente sencilla las agresivas campañas proselitistas que sectas fundamentalistas y nuevos grupos religiosos están llevando a cabo en México, particularmente en los últimos años.

Este preocupante problema ha sido objeto de vuestras reflexiones durante la Asamblea General del Episcopado Mexicano celebrada en Toluca el pasado mes de abril. Entre las causas que favorecen la difusión de las sectas aparecen: una insuficiente instrucción religiosa, el abandono en que se encuentran algunas comunidades, particularmente en las zonas rurales y suburbanas, la falta de una atención más personalizada a los fieles, la necesidad que éstos sienten de una auténtica experiencia de Dios y de una liturgia más viva y participativa.

En el Comunicado Final no habéis dejado de señalar algunas causas externas de dicho fenómeno: “El patrocinio de grupos, de instituciones, tanto extranjeras como del país, movidas a veces por fines económicos, políticos o ideológicos; la legislación que nos gobierna, originada en el liberalismo y positivismo del siglo pasado, y la escuela laica para la educación de nuestra niñez y juventud” (Asamblea general del episcopado mexicano, Comunicado final, I, 1). 

Dichas actividades proselitistas, que veces con insidias siembran confusión entre los fieles, que falsean la interpretación de la Sagrada Escritura y que atacan las raíces de la cultura católica de vuestro pueblo, representan un reto urgente al que la Iglesia, iluminada por la palabra de Dios y la fuerza del Espíritu, ha de responder con “una pastoral integral donde todos y cada uno experimenten cercanía y fraternidad, como verdadera familia que construye el Reino de Dios” (Ibíd., III, 4). 

Es necesario, pues, amados Hermanos, que en estrecha colaboración con vuestros sacerdotes y agentes de pastoral, impulséis con renovado ardor una acción evangelizadora que asuma los genuinos valores de la religiosidad popular mexicana, y que presente, sin deformaciones ni reduccionismos, los contenidos esenciales de nuestra fe. A este respecto, habréis de prestar particular atención a ciertas desviaciones que, deformando el dato revelado sobre la constitución y misión de la Iglesia, tratan de justificar actitudes inaceptables que desconocen la legitimidad de la participación de la Iglesia en la vida pública, y que pretenden reducir su misión exclusivamente a la esfera privada de los fieles.

8. En nombre del Señor, os agradezco, amados Hermanos, la solicitud pastoral que os anima en el ejercicio de vuestro ministerio episcopal y la abnegación y entrega que mostráis como Pastores de la grey que se os ha confiado. Conozco vuestra preocupación y desvelos por los hermanos más débiles: campesinos, indígenas, emigrantes, marginados de los núcleos urbanos. Continuad vuestra labor para que todos sientan cercana a la Iglesia, que los acoge, los apoya y los ayuda como una Madre. Especial atención merecen los grupos indígenas, tal vez los más pobres y desamparados. La comunidad eclesial, con el Obispo a la cabeza, debe ser no sólo el asiduo defensor de sus legítimos derechos, sino también quien impulse un plan específico de pastoral indígena que salvaguarde sus ricos valores culturales y espirituales, así como su expresiva religiosidad popular, convenientemente purificada de posibles desviaciones doctrinales.

Quiero pediros, finalmente, que llevéis mi saludo y aliento a todos los miembros de vuestras iglesias diocesanas: a los sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos y seminaristas; a los cristianos que, en los diversos campos, están comprometidos en el apostolado; a los jóvenes y a las familias; a los campesinos y hombres del mundo del trabajo; a los ancianos, a los enfermos y a los que sufren.

A todos bendigo de corazón.

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