15 de enero, 1994 - Al cuerpo diplomático

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Sábado 15 de enero de 1994

Excelencias;
señoras y señores:

1. «Mis pensamientos sobre vosotros son pensamientos de paz y no de desgracia, para daros un porvenir de esperanza». Así refiere el profeta Jeremías las palabras recibidas de Dios mismo (cf. Jr 29, 11).

Porvenir de esperanza. Excelencias, señoras y señores, ése es el deseo que formulo para vosotros, para vuestras familias y para vuestra patria. Representáis a la mayor parte de los pueblos de la tierra. Así, por medio de vosotros, saludo a todos vuestros compatriotas, y elevo mi oración a Dios para que conceda a cada uno felicidad y prosperidad, en la libertad y la justicia. Formulo igualmente ese deseo, con la misma estima, para todas las naciones que no están representadas todavía ante la Santa Sede, pero que tienen, desde luego, un lugar en el corazón y en la oración del Papa.

Vuestro decano, el apreciado señor Joseph Amichia, ha querido recordar, con su habitual delicadeza, mis diversas actividades durante el año que acaba de concluir. Le agradezco vivamente sus palabras de estima, así como las felicitaciones tan cordiales que me ha expresado en vuestro nombre. Veo en ellas una invitación a toda la Iglesia católica a proseguir su tarea de testigo de la fe en «la bondad de Dios» (Tt 3, 4), que la fiesta de Navidad acaba de manifestarnos, una vez más, en su asombrosa lozanía.

Oriente Medio

2. La Navidad no es más que la revelación del amor divino, ofrecido a todos los hombres. Es la luz que ha iluminado la noche de Belén; es la buena nueva anunciada a todos los pueblos el día de la Epifanía. Naturalmente, estas recientes celebraciones han orientado nuestro pensamiento hacia Tierra Santa, donde Jesús ha nacido y adonde hemos ido espiritualmente en peregrinación.

Por primera vez, después de mucho tiempo, la paz parece posible gracias a la buena voluntad de los pueblos que viven hoy allí. Los enemigos de ayer se hablan, y hablan juntos del futuro. La dinámica de la Conferencia de Madrid, inaugurada en 1991, sigue inspirando a todos los que se esfuerzan valientemente por hacer que el diálogo y la negociación triunfen sobre los extremismos y los egoísmos de todo tipo. Los israelíes y los palestinos, hijos de Isaac y de Ismael, han abierto un camino: todos sus amigos tienen el deber de ayudarlos a recorrerlo hasta el final. Se trata de un deber urgente, porque el hecho de perpetuar una situación de incertidumbre y, sobre todo, de duros sufrimientos para las poblaciones palestinas —pruebas que conocemos muy bien— agrava las dificultades actuales y amenaza con aplazar una vez más los frutos concretos, y tan esperados, del diálogo entablado.

En este marco de esperanza y fragilidad se sitúan las conversaciones que han permitido que el Estado de Israel y la Santa Sede firmaran un acuerdo sobre algunos principios fundamentales que pueden regir sus relaciones mutuas y garantizar condiciones normales de existencia a la Iglesia católica en ese país. No cabe duda de que también todos los creyentes se beneficiarán de él. Además, la Santa Sede está convencida de que esta nueva forma de relación con el Estado de Israel le permitirá, salvaguardando su específico carácter espiritual y moral, ayudar a consolidar el anhelo de justicia y paz de todos los que están comprometidos en ese proceso de paz. De esta forma, sin renunciar a ninguno de los principios que han inspirado su acción en el pasado, seguirá trabajando a fin de que, en el respeto al derecho y a las aspiraciones legítimas de las personas y los pueblos, se llegue a encontrar sin demora soluciones para otros problemas que han recibido hasta ahora sólo respuestas parciales. Es inútil insistir en el hecho de que entre estas cuestiones figura el estado jurídico de la ciudad santa de Jerusalén, que tanto importa a los creyentes de las religiones de la Biblia.

En realidad, toda esa zona debería beneficiarse de esta feliz evolución. En particular, pienso en el Líbano, cuya soberanía y unidad no han quedado aseguradas todavía de forma adecuada. Y no olvido, cerca de allí, a Irak, cuyos habitantes siguen pagando muy caro el precio de la guerra.

Extremo Oriente

3. Mirando más a oriente, quisiera atraer vuestra atención hacia Afganistán. Quizá se han olvidado los sufrimientos de sus poblaciones, víctimas de divisiones y violencias que no conocen tregua. Aprovecho la ocasión que se me ofrece hoy para invitar a la comunidad internacional a no desinteresarse de ese país y a favorecer una solución regional, que podría darle algunas garantías para el futuro.

En el continente asiático viven pueblos laboriosos, que se esfuerzan por desarrollar su economía, a costa de grandes sacrificios en el plano material y humano. Pienso, desde luego, en el gran pueblo chino, pero también en la nación vietnamita, cuyos esfuerzos de apertura e inserción internacionales han de secundarse.

Aplaudo los progresos pacíficos que ha realizado Camboya con el apoyo de las Naciones Unidas, y que le permiten mirar al futuro de manera más serena.

Por desgracia, en esa parte del mundo aún persisten algunas zonas de sombras. Las etnias de Sri Lanka se enfrentan sin piedad. La población de Timor Oriental aspira a ver más garantizada su identidad cultural y religiosa. Los habitantes de la Isla de Boogainville, aislados dramáticamente del resto del mundo, son víctimas de rivalidades sangrientas. No debemos olvidar sus pruebas.

En ese vasto espacio de Extremo Oriente, viven algunas comunidades católicas fervorosas, con un admirable vigor apostólico. Muchas de ellas, lo digo con gran pena, se ven obstaculizadas hoy en el ejercicio de sus libertades más fundamentales, víctimas de discriminaciones inaceptables. Algunas han llegado al límite de la supervivencia, al no poder recurrir a la ayuda de misioneros, porque prácticamente se ha prohibido su entrada mediante medidas administrativas. A otras comunidades se les impide reunirse para el culto o difundir libremente sus escritos religiosos. A algunas se les ha negado el derecho a organizarse según las disposiciones de la Iglesia, o a mantener contactos normales con la Sede apostólica. Otras incluso conocen la dura situación de la clandestinidad. Al atraer vuestra atención hacia esas situaciones dolorosas, desearía que los responsables de las naciones colaboraran generosamente para hallar la solución necesaria, porque se trata también de un problema de justicia.

América Latina

4. América Latina siguió siendo el año pasado una zona con contrastes. Aparte de algunas excepciones, los gobiernos que están en el poder han surgido de elecciones democráticas. La inflación y el peso de la deuda han disminuido ligeramente, aunque los costes sociales se han elevado y el índice de pobreza absoluta ha aumentado.

El comienzo de este año se halla marcado desgraciadamente por las graves tensiones y la violencia que se han desencadenado en ciertas regiones de México. Deseamos que también allí prevalezca el diálogo, para que el acuerdo permita descubrir con más facilidad las causas de esos hechos dolorosos y se pueda responder, en el respeto mutuo, a las legítimas aspiraciones de las poblaciones interesadas.

No cabe duda de que los países americanos del hemisferio sur tienen posibilidades humanas y materiales no explotadas aún suficientemente. Han de fomentarse las estructuras de diálogo, como las que ya existen (pienso, por ejemplo, en el grupo de Contadora o en el mercado común del Cono sur). Las cumbres regulares entre los jefes de Estado y la firma reciente del Tratado de libre comercio entre Estados Unidos, México y Canadá se han agregado a esas instancias tradicionales. Deseamos que produzcan beneficios reales para todas esas poblaciones necesitadas.

Es urgente, asimismo, acelerar la normalización de situaciones políticas aún precarias. En Guatemala y en El Salvador, el desarme de los bandos armados, la reinserción de los ex combatientes y las reformas políticas y sociales progresan lentamente, y a veces incluso retroceden. En esa zona aún no se ha afianzado una verdadera cultura de la paz, a pesar de los esfuerzos realizados por muchos responsables, en especial por la Iglesia católica y sus pastores. Nicaragua sufre también una coyuntura preocupante, pues los diversos componentes de la sociedad no logran todavía ponerse de acuerdo sobre un proyecto de sociedad, que se funde en los valores que todos comparten.

Algunos grandes países siguen siendo víctimas de males endémicos, como por ejemplo la separación cada vez más marcada entre ricos y pobres, la corrupción administrativa, el terrorismo y el tráfico de drogas. Todas esas naciones, tanto las pequeñas como las grandes, necesitan un impulso de vigor moral, que debería ser posible, visto que sus poblaciones profesan la fe cristiana.

Es decir, la Iglesia católica es consciente de que tiene una responsabilidad especial, como he destacado durante mis visitas apostólicas a esa parte del mundo. Además, los Episcopados defienden con firmeza los principios esenciales de la doctrina social católica. Es necesario que el bien común sea el único fin de los gobernantes y de lo gobernados, «por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos» (Sollicitudo rei socialis, 38).

No podemos alejarnos de esa zona del globo sin mencionar a dos países muy probados: Cuba y Haití.

La población de Cuba experimenta dificultades materiales sumamente graves, debidas a factores internos y externos. Es importante impedir que ese país se quede aislado; es necesario ayudar a los cubanos para que vuelvan a confiar en sí mismos. En su valeroso mensaje: El amor todo lo espera, los obispos han indicado una prioridad: «Revitalizar la esperanza de los cubanos». Todos debemos ayudarlos para que lleguen a tener un mismo sentimiento por los caminos de una sociedad cada más solidaria y más respetuosa de los valores que cada uno lleva en sí mismo. En todo caso, la Iglesia católica que está en Cuba ha manifestado claramente su deseo de aportar su contribución espiritual y moral al país, favoreciendo la educación en el perdón, en la reconciliación y en el diálogo, fundamentos sobre los que se construye una sociedad en la que cada uno se sienta como en su propia casa.

No lejos de allí, Haití continúa viviendo pruebas interminables. En su reciente mensaje de Navidad, los obispos haitianos han descrito muy bien las «miserias físicas y morales que afectan al pueblo carcomiendo el cuerpo social y causando destrucción en el país». La reconciliación plena de los espíritus y la renuncia a las divisiones, que se han acentuado durante los dos últimos años, deben hacerse realidad también en Haití. Esto se logrará sólo gracias al diálogo de todos los componentes de la sociedad. Un diálogo honrado, respetuoso, sin prejuicios y con un único fin: buscar desinteresadamente el verdadero bien de la nación. No puedo dejar de invitar a la comunidad internacional a que contribuya en la medida de lo posible a la actuación rápida de ese proyecto. No hay que imponer a los haitianos fórmulas políticas ya hechas, so pena de crear nuevas divisiones. Los mismos haitianos deben construir su porvenir, según los principios recordados tan oportunamente por el Episcopado en el mensaje ya mencionado: el fin no justifica los medios; la fuerza no puede prevalecer sobre el derecho; y la vida política es inseparable de la moral.

África

5. Consideremos ahora la situación de África, continente que cambia y atraviesa un periodo crucial de su historia. Numerosos pueblos han expresado también durante estos últimos meses sus legítimas reivindicaciones pluralistas y democráticas. Es una realidad positiva, que hay que tener en cuenta. ¡No se puede volver atrás! El hecho de que muchas naciones hayan realizado, con medios pacíficos, un gran esfuerzo de renovación institucional es una señal prometedora.

El proceso de paz se está consolidando en Mozambique, con lentitud ciertamente, pero con la perspectiva de elecciones en el otoño de 1994. Sudáfrica ha superado con valentía los últimos obstáculos basados en diferencias raciales, para edificar una sociedad pluriétnica en la que cada uno debería sentirse responsable de la felicidad del otro. Cerca, en el Océano Indico, Madagascar ha sabido llevar a cabo pacíficamente la transición hacia una sociedad democrática. Deseamos que esos ejemplos sean imitados, porque demasiados países africanos no pueden empeñarse todavía en el camino de la renovación política y social.

El caso de Angola es dramático. A las elecciones siguió la reanudación de los combates entre los bandos, sin tener en cuenta los deseos de su población. Con todo, noticias recientes hablan de un retorno al diálogo. Ojalá que los angoleños comprendan que no habrá un vencedor en esos combates fratricidas. En todo caso, el pueblo no puede menos de sufrir, reducido a condiciones de vida indignas del hombre.

Burundi se ha visto perturbado recientemente por rivalidades étnicas, que lo han sumido en los horrores de la barbarie y la miseria, debilitando gravemente sus estructuras institucionales más fundamentales. Tras las matanzas del otoño pasado, ha llegado el momento del perdón y la reconciliación. Eso es lo que espera Dios de los burundeses. La elección de un nuevo presidente de la República, que tuvo lugar hace dos días, es una señal de esperanza.

No lejos de allí, un vasto país, de considerables recursos humanos y materiales, está a punto de disgregarse: Zaire. Atraviesa una crisis política que podría degenerar en una guerra civil incontrolable. Quisiera dirigir aquí un llamamiento paternal pero firme, a todos los que tienen alguna responsabilidad en la prolongación y la degradación de esa situación: las cosas deben cambiar rápidamente. Ninguna causa, ninguna ambición puede justificar el estado de deterioro institucional y material en el que casi treinta millones de ciudadanos se ven forzados a vivir. Los intereses de las personas y los grupos deben dejar lugar al bien común y a las aspiraciones legítimas del conjunto de la comunidad nacional. De lo contrario, prevalecerá el caos, el aislamiento internacional será más riguroso y, por último, el porvenir del país quedará hipotecado durante muchos años.

En el vecino Congo y también en Togo, debemos lamentar que los deseos expresados por la población no se hayan realizado todavía. Los manejos políticos o el recurso a la fuerza no podrán, ciertamente, hacer surgir un orden creíble y motivar la colaboración de las poblaciones con vistas a un proyecto de sociedad.

Esperamos también que el proceso de democratización emprendido en Gabón siga adelante y que quienes ejercen el poder tengan la clarividencia de permitir que los mismos gaboneses sean los artífices de un futuro mejor.

Deseamos igualmente que Nigeria sepa evitar las desviaciones autoritarias, de suerte que sus poblaciones puedan llegar libremente a un acuerdo en torno a valores comunes: esto haría posible, en última instancia, el desarrollo de las posibilidades económicas de ese gran país, en el orden y la estabilidad.

Ojalá que Liberia, que se esfuerza por salir de la guerra que ha ido destruyéndola desde 1989, disponga de la ayuda de sus aliados tradicionales en sus primeros pasos por el camino de la paz y la reconstrucción.

Si dirigimos nuestra mirada hacia el este de ese continente, nos alegramos de ver que Eritrea consolida su estabilidad y experimenta cierto crecimiento, aunque siga siendo todavía modesto.

Desgraciadamente, subsisten dos focos de guerra que siembran muerte y desolación: pienso, evidentemente, en los combates que devastan aún a Somalia y Sudán. A los muertos se añaden los heridos y el drama de los prófugos, condenados a la precariedad material y moral. ¿Cómo no invitar a todas las partes implicadas en esos conflictos, con frecuencia tribus contra tribus, a entablar un diálogo serio? Espero que las organizaciones internacionales competentes hagan un llamamiento a las personas y a los grupos locales más amantes de la paz, y que respalden de la misma manera a las instituciones que pueden hacer prevalecer allí un proceso valiente y necesario de retorno a la fraternidad. Porque la paz y la seguridad no pueden brotar más que de los mismos somalíes y de los mismos sudaneses.

Debo mencionar también la grave crisis que afecta a Argelia. La espiral de violencia armada y la escalada terrorista parecen haber arrojado a este país en un callejón político sin salida. Es necesario que las diversas instancias del pueblo argelino vuelvan a dialogar. Los amigos de ese gran país deberían ayudarlo para que todos entablen un diálogo leal, con el fin de que pueda salir del círculo vicioso del desprecio, la venganza y las matanzas. ¡Es preciso librar al Mediterráneo, cuna de civilización por excelencia, de una nueva herida!

En muchos países de África nos hallamos frente a formas nuevas de intervención de los pueblos en la construcción de su futuro. Se admite frecuentemente que se trata de un movimiento irreversible. Pero es importante que la alternativa política no se traduzca en una alternancia étnica: sería la prueba de que nada cambia. Estoy convencido de que la originalidad de las estructuras étnicas, culturales y sociales de África puede permitir que cada nación establezca su propio Estado de derecho y democracia. Urge terminar con el Estado de no-derecho, que se difunde en demasiados países africanos. Convendría tener en cuenta este factor al fijar programas de cooperación con esos Estados. Porque la cooperación es siempre necesaria: los africanos deben poder contar con la ayuda multiforme de sus aliados —especialmente de sus interlocutores europeos—, para que su desarrollo material y técnico se realice al mismo tiempo que su desarrollo democrático. Es claro, sobre todo, que necesitan apoyo para afrontar el azote de la epidemia del sida y, además, para poder acoger y mantener a los prófugos y a los refugiados, tan numerosos en ese continente.

En ese ambiente atormentado del continente, la Iglesia católica va a celebrar pronto la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Con la ayuda de Dios, será un gran momento de oración y reflexión, que permitirá que los católicos —pastores y fieles— de esas zonas se pongan en presencia de Dios para reorganizar su vida personal y colectiva, y mirar a su alrededor para aprender a ver en cada africano a un ser humano, y no su origen étnico. Es necesario construir puentes y no muros entre las personas, y de igual manera entre las naciones y los diferentes grupos que las componen.

Europa

6. Y hemos llegado a las orillas del viejo continente, que se debate entre la integración y la fragmentación. En efecto, de un lado, Europa posee una red de instituciones pluriestatales, que deberían permitirle llevar a cabo su noble proyecto comunitario. Pero, de otro, esta misma Europa está como debilitada por tendencias al particularismo, que van acentuándose y causando reacciones inspiradas por el racismo y el nacionalismo más primitivos. Los conflictos que ensangrientan el Cáucaso y Bosnia-Herzegovina son su expresión.

Estas contradicciones europeas parecen haber dejado desprovistos a los responsables políticos, y sin posibilidad de controlar, de manera global y mediante la negociación, esas tendencias paradójicas.

Ciertamente, la guerra bárbara e injustificable que desde hace casi dos años ensangrienta a Bosnia-Herzegovina, después de haber devastado a Croacia, ha reducido considerablemente el capital de confianza de que gozaba Europa. Los combates prosiguen. Los extremismos más injustos ganan terreno todavía. Las poblaciones están aún a merced de torturadores sin moral. Los civiles inocentes son sistemáticamente blanco de los francotiradores. Se destruyen mezquitas e iglesias. Son incontables ya las aldeas abandonadas por sus habitantes.

Señoras y señores, esta mañana, ante vosotros, quisiera condenar una vez más, de modo categórico, los crímenes contra el hombre y la humanidad que se han perpetrado frente a nuestros ojos. Quisiera, una vez más, apelar a la conciencia de cada uno:

— a cuantos empuñan un arma les pido que la depongan; lo que se ha obtenido o se ha eliminado con la fuerza no honra jamás al hombre o la causa que quiere promover;

— a las organizaciones humanitarias les expreso mi admiración por el trabajo que realizan, a costa de tantos sacrificios y les pido que prosigan sin desanimarse;

— ruego a los responsables políticos europeos que intensifiquen sus esfuerzos por persuadir a los bandos en guerra, para que la razón termine por prevalecer;

— a los pueblos de Europa les pido que no olviden, a causa de la indiferencia o el egoísmo, a esos hermanos atrapados por conflictos que les han impuesto sus propios jefes.

A todos quisiera hacer participes de la profunda convicción que aliento: la guerra no es una fatalidad; ¡la paz es posible! Es posible porque el hombre tiene una conciencia y un corazón. Es posible porque Dios nos ama a cada uno, tal como somos, para transformarnos y hacernos crecer.

Así, después de tantos años, la paz en Irlanda del Norte podría hacerse realidad. ¡Que nadie la rechace! De la buena voluntad de cada persona y de cada grupo depende que la esperanza de hoy sea algo más que una ilusión.

En efecto, sería escandaloso ver que Europa se resigna y acepta que el derecho quede pisoteado definitivamente, que el orden internacional sea objeto de burla por parte de bandas armadas, y que los proyectos de sociedad se conciban en función de la supremacía de una nacionalidad. El hecho de que la Organización de las Naciones Unidas haya instituido un tribunal para juzgar los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad perpetrados en la desaparecida Federación yugoslava es un signo de que se tiene cada vez más conciencia de la ignominia que se produce allí. Algunos solicitan incluso la creación de un tribunal internacional permanente encargado de juzgar los crímenes contra la humanidad. ¿Acaso no muestra esto que la sociedad internacional, lejos de evolucionar, corre el serio riesgo de involucionar?

Los nacionalismos

7. Si reflexionamos en lo que constituye el fundamento de los comportamientos colectivos que acabamos de recordar en África o en Europa, descubrimos fácilmente la presencia de nacionalismos exacerbados. No se trata de amor legítimo a la propia patria o de estima de su identidad, sino de un rechazo del otro en su diferencia, para imponerse mejor a él. Todos los medios son buenos: la exaltación de la raza que llega a identificar nación y etnia, la sobrevaloración del Estado, que piensa y decide por todos; la imposición de un modelo económico uniforme y la nivelación de las diferencias culturales. Nos hallamos frente a un nuevo paganismo: la divinización de la nación. La historia ha mostrado que del nacionalismo se pasa muy rápidamente al totalitarismo y que, cuando los Estados ya no son iguales, las personas terminan por no serlo tampoco. De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano.

La Iglesia católica no puede aceptar esta visión de las cosas. Al ser universal por su misma naturaleza, está al servicio de todos y no se identifica nunca con una comunidad nacional particular. Acoge en su seno a todas las naciones, todas las razas y todas las culturas. Se acuerda, más aún, sabe que es depositaria del proyecto de Dios para la humanidad: congregar a todos los hombres en una única familia. Esto es así, porque él es el Creador y Padre de todos. Por eso, cada vez que el cristianismo, sea en su tradición occidental, sea en la oriental, se transforma en instrumento de un nacionalismo, recibe una herida en su mismo corazón y se vuelve estéril.

Mi predecesor el Papa Pío XI, ya en 1937 había condenado esas graves desviaciones en su encíclica Mit brennender Sorge, afirmando: «Todo el que tome la raza, o el pueblo, o el Estado, o una forma determinada del Estado, o los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana [...] y los divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios» (AAS 29 [1937], p. 149).

Europa se halla compuesta en la actualidad por una mayoría de Estados pequeños o medianos. Pero todos tienen su patrimonio de valores, la misma dignidad y los mismos derechos. Ninguna autoridad puede limitar sus derechos fundamentales, a no ser que pongan en peligro los derechos de las demás naciones. Si la comunidad internacional no logra llegar a un acuerdo sobre los medios con que hay que afrontar en su raíz este problema de las reivindicaciones nacionalistas, se puede prever que continentes enteros padecerán una especie de gangrena, y se volverá paulatinamente a reaciones de poder, cuyas primeras víctimas serán las mismas personas. Porque los derechos de los pueblos están ligados a los derechos del hombre.

Renovación moral

8. A este respecto, quisiera recordar ante vosotros, diplomáticos cualificados, la gran responsabilidad que incumbe a quienes administran los asuntos públicos. Son, ante todo, servidores de sus hermanos, y, en un mundo incierto como el nuestro, estos últimos los consideran como puntos de referencia. En mi última encíclica recordé que «la transparencia en la administración pública, la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental [...] en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados» (Veritatis splendor, 101).

En numerosas sociedades, incluidas las europeas, los responsables parecen haber renunciado a las exigencias de una ética política que tiene en cuenta la trascendencia del hombre y la relatividad de los sistemas de organización de la sociedad. Es hora de que se pongan de acuerdo para conformarse a ciertas exigencias morales que conciernen tanto a los poderes públicos como a los ciudadanos. A este respecto, escribí en la misma encíclica: «Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honradez y transparencia» (Veritatis splendor, n. 98).

En esta obra de renovación moral, difícil pero sumamente necesaria, los católicos, junto con los demás creyentes, deben asumir su responsabilidad como testigos. La presencia de los católicos en la gestión de las sociedades forma parte de la doctrina social de la Iglesia, y las autoridades civiles y los ciudadanos han de poder contar con ellos. Se trata aquí de una forma de anuncio del Evangelio y de sus valores útil y realmente necesaria para la construcción de una sociedad más humana. Estoy convencido de que, así como los cristianos supieron comprometerse en el pasado en tantos países de la vieja Europa, del mismo modo sabrán hacerlo todavía política y socialmente para decir, más aún, para mostrar con su generosidad y su desinterés, que no somos los creadores del mundo. Al contrario, nosotros lo recibimos de Dios, que lo crea y nos crea. Somos, pues, solamente administradores que, respetando el proyecto de Dios, tienen que valorar los bienes , para compartirlos. Quisiera citaros aquí las palabras enérgicas de san Pablo: «Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad [...] antes al contrario, servios por amor los unos a los otros [...]. Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros!» (Ga 5, 13. 15).

Tiempo de solidaridad

9. Después de haber sufrido durante muchos años una división que le había sido impuesta por ideologías reduccionistas, el mundo no puede conocer ahora un tiempo de exclusiones. Por el contrario, éste es un tiempo de reencuentro y solidaridad entre el Este y el Oeste, entre el Norte y el Sur. Al observar nuestro mundo actual, como acabamos de hacerlo, no podemos menos de constatar con amargura que demasiados hombres son todavía víctimas de sus hermanos. Pero no podemos resignarnos ante esa situación.

Al comienzo de este año, que la Organización de las Naciones Unidas dedica a la familia, hagamos que la humanidad se asemeje cada vez más a una verdadera familia, en la que cada uno se sienta escuchado, apreciado y amado; en la que cada uno esté dispuesto a sacrificarse para que el otro crezca; y en la que nadie dude en ayudar al más débil. Escuchemos la invitación del apóstol Juan: «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3, 17).

En este tiempo de Navidad, la ternura inaudita de Dios se ofrece a todos los hombres, como lo manifiesta de forma admirable el Niño de Belén. Cada uno de nosotros está invitado a ser audaz en la fraternidad. Éste es mi mejor deseo para cada uno de vosotros, para cada uno de vuestros compatriotas y para todas las naciones de la tierra.

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