28 de octubre, 1997 - Mensaje a la VII Cumbre iberoamericana

Autor: Juan Pablo II

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JEFES DE ESTADO Y DE GOBIERNO PARTICIPANTES
EN LA VII CUMBRE IBEROAMERICANA

A los excelentísimos señores Jefes de Estado y de Gobierno
de las naciones de Iberoamérica, España y Portugal

Con ocasión de la VII Cumbre iberoamericana, que se celebra en la isla venezolana de Margarita y que tiene como tema central «Los valores éticos de la democracia», me es grato hacer llegar mi más cordial y deferente saludo a los supremos mandatarios de esos países, deseosos de dialogar en torno a unos principios y cooperar sobre unas bases comunes que rigen los destinos de sus propios pueblos.

1. La Santa Sede ha seguido con vivo interés el desarrollo de las anteriores Cumbres iberoamericanas y ha visto con complacencia los compromisos que se han tomado públicamente en las mismas, especialmente las Declaraciones de San Carlos de Bariloche en Argentina y de Viña del Mar en Chile. A los beneficios que estas reuniones pueden reportar para esos países, en los que la Iglesia católica está muy presente, se ha de añadir el valor mismo del camino emprendido, de diálogo y de libre cooperación, al cual la misma Iglesia alienta con insistencia como el método más idóneo, justo y fructífero de resolver los conflictos y promover el progreso y la paz entre los pueblos.

El tema elegido para la VII Cumbre toca el corazón mismo de toda democracia que, antes aún de plasmarse en una organización política concreta, es una opción fundamentalmente ética en favor de la dignidad de la persona, con sus derechos y libertades, sus deberes y responsabilidades, en la cual encuentra sustento y legitimidad toda forma de convivencia humana y de estructuración social. La Iglesia, que no posee una fórmula propia de constitución política para las naciones, ni pretende imponer determinados criterios de gobierno, encuentra aquí el ámbito específico de su misión de iluminar desde la fe la realidad social en que está inmersa.

En efecto, la Iglesia enseña que las estructuras político-jurídicas han de dar «a todos los ciudadanos, cada vez mejor y sin discriminación alguna la posibilidad efectiva de participar libre y activamente en el establecimiento de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno del Estado, en la determinación de los campos y límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes» (Conc. ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75), lo cual comporta para los mismos ciudadanos «el derecho y el deber de utilizar su sufragio libre para promover el bien común» (Conc. ecum. Vat. II const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75). Para ello es necesario que cada persona tenga no sólo derecho a pensar y propagar sus ideas, y a asociarse con libertad para la acción política, sino que tenga también derecho a vivir según su conciencia rectamente formada, sin perjudicar a los demás ni a uno mismo, y todo esto en virtud de la plena dignidad de la persona humana.

El primer valor ético de la democracia, que coincide con el presupuesto que la sostiene y la alimenta, es el reconocimiento de que la persona humana está dotada por Dios de una dignidad que nada ni nadie puede violar. Es un rechazo de toda forma de sometimiento del hombre por el hombre y, por tanto, de toda forma de tiranía, absolutismo o totalitarismo.

2. A estos principios fundamentales se ha de volver siempre que las instituciones políticas de las naciones sienten la tentación de olvidar sus raíces como Estado de derecho, tergiversando sus cometidos o contentándose con ordenamientos que sólo nominalmente pueden llamarse democráticos.

La participación efectiva, consciente y responsable de los ciudadanos en la vida pública no puede detenerse en declaraciones formales, sino que exige una acción continua para que los derechos proclamados puedan ser ejercidos realmente. Ello comporta un decidido compromiso en favor de los derechos fundamentales de la persona, civiles, sociales, culturales y políticos, y «la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales» (enc. Centesimus annus, 46). Una vida digna y una sana formación ética y moral son condiciones indispensables para que los ciudadanos puedan desempeñar bien sus funciones políticas. Sólo si las personas viven profundamente los valores de la justicia, de la solidaridad y del respeto por los demás, sus decisiones podrán contribuir mejor y de manera responsable al bien común.

Esta formación es el mejor antídoto ante tantos episodios de deformación, y a veces de corrupción, que afectan a algunos sistemas democráticos. Por otra parte, debe haber una clase dirigente «con la conciencia de responsabilidad, con imparcialidad, sin las cuales un gobierno democrático difícilmente lograría ganarse el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor de los pueblos» (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1994).

3. En el ejercicio democrático de la responsabilidad política tienen ciertamente importancia las orientaciones de las mayorías, si bien aquellas no han de considerarse siempre como el último y exclusivo criterio de acción. Hay unos fundamentos éticos y jurídicos anteriores, que justifican precisamente la participación de todos los ciudadanos, y que no pueden ser violados sin renegar de la estructura democrática misma.

En efecto suele suceder que, en nombre del derecho a la libertad, se intenta conculcar la libertad de las personas, bien porque las mayorías niegan los legítimos derechos de las minorías, bien porque atentan a derechos de la persona que ningún poder humano está autorizado a violar: «especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o “célula de la sociedad”; la justicia en las relaciones laborales, los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso» (enc. Sollicitudo rei socialis, 33).

En efecto, ¿cómo un sistema que se dice justificado en el respeto de cada ser humano puede negar este mismo respeto a otras personas? Por eso la Iglesia enseña que, «una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una auténtica concepción de la persona humana» (enc. Centesimus annus, 46). Y, sin embargo, asistimos a un deterioro de este sistema cuando a través del mismo se buscan sólo situaciones de poder en vez del auténtico servicio al pueblo; cuando las mayorías olvidan la presencia y los derechos de las minorías imponiéndose sobre ellas y provocando actitudes de resentimiento y rechazo. Por eso, si no hay plena libertad para todos, muchos se sentirán como esclavizados. Es decir, mientras no se produzca el desarrollo dé la auténtica libertad es imposible que se llegue verdaderamente a una eficaz cultura de la paz. Por otro lado, esta cultura de la paz no se promueve por la ausencia de guerras sino mediante una opción gozosa por la vida, lo cual ayudará sin duda a crear un fuerte vínculo de fraternidad en la existencia humana y a preservar y favorecer una convivencia social en mutua igualdad y en libertad.

4. Los Estados que quieren promover los valores de la democracia, los derechos humanos, los derechos de las minorías, la lucha contra la pobreza, así como contra el racismo, la xenofobia y la intolerancia, se sienten también en el deber de llevarlos más allá de la propia nación, para enriquecerse mutuamente con las intuiciones y experiencias de otros pueblos, e intentar difundir también en el ámbito internacional un modelo que, en sus más íntimos fundamentos éticos, puede decirse patrimonio de la humanidad y factor de unidad, de colaboración y de paz entre las naciones.

En este sentido, soy plenamente consciente de que en esa Cumbre iberoamericana sus altos representantes han querido dar nuevos pasos para reafirmar una vez más su unidad, que tiene unas mismas raíces comunes por la lengua, la historia, la cultura y la fe. Estoy seguro de que podrán contar con la aportación sincera y solícita de los católicos de cada lugar, para trabajar unidos en pro de sus conciudadanos, del propio país y de toda la comunidad internacional.

Antes de terminar este mensaje, y recordando la exhortación del apóstol san Pablo, quiero con toda la Iglesia elevar súplicas al Señor «por todos los que ocupan cargos, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible (...) alzando las manos limpias de ira y divisiones» (1 Tm 2, 2. 8). Al mismo tiempo, me complace formular mis sinceros augurios a fin de que esa VII Cumbre abra nuevas perspectivas y encuentre las oportunas convergencias de diálogo y de fecunda y solidaria colaboración entre los miembros participantes, para bien de la gran familia iberoamericana.

Vaticano, 28 de octubre de 1997

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