A la 19ª asamblea plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, 28 mayo 2010 -Benedicto XVI

Autor: Benedicto XVI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 19ª ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL
DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES

Sala Clementina
Viernes 28 de mayo de 2010

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con gran alegría con ocasión de la sesión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo al presidente del dicasterio, monseñor Antonio Maria Vegliò, a quien agradezco sus cordiales palabras; al secretario; a los miembros; a los consultores y a los oficiales. A todos deseo un fructuoso trabajo.

Habéis escogido como tema para esta sesión la «Pastoral de la movilidad humana hoy, en el contexto de la corresponsabilidad de los Estados y de los organismos internacionales». Desde hace tiempo la circulación de las personas es objeto de congresos internacionales, que tienen como objetivo garantizar la protección de los derechos humanos fundamentales y luchar contra la discriminación, la xenofobia y la intolerancia. Se trata de documentos que proporcionan principios y técnicas de tutela supranacionales.

Es de apreciar el esfuerzo por construir un sistema de normas compartidas que contemplen los derechos y los deberes del extranjero, así como los de las comunidades de acogida, teniendo en cuenta, en primer lugar, la dignidad de toda persona humana, creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26). Obviamente, la adquisición de derechos implica también la acogida de deberes. Todos, en efecto, gozan de derechos y deberes que no son arbitrarios, porque derivan de la misma naturaleza humana, como afirma la encíclica Pacem in terris del beato Papa Juan XXIII: «Todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y libre albedrío; y, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto» (n. 9). Así pues, la responsabilidad de los Estados y de los organismos internacionales se realiza especialmente en el compromiso de incidir sobre cuestiones que, exceptuando las competencias del legislador nacional, implican a toda la familia de los pueblos, y exigen una concertación entre los Gobiernos y los organismos más directamente interesados. Pienso en problemáticas como la entrada en el país o el alejamiento forzado del extranjero, el uso de los bienes de la naturaleza, de la cultura y del arte, de la ciencia y de la técnica, que debe ser accesible a todos. Tampoco se debe olvidar el importante papel de mediación a fin de que las resoluciones nacionales e internacionales, que promueven el bien común universal, encuentren acogida en las instancias locales y repercutan en la vida cotidiana.

En ese contexto, los ordenamientos a nivel nacional e internacional que promueven el bien común y el respeto de la persona fomentan la esperanza y los esfuerzos por alcanzar un orden social mundial basado en la paz, en la fraternidad y en la cooperación de todos, a pesar de la fase crítica que están atravesando las instituciones internacionales, comprometidas en resolver las cuestiones cruciales de la seguridad y del desarrollo, en beneficio de todos. Es verdad que, lamentablemente, asistimos a la reaparición de instancias particularistas en algunas áreas del mundo, pero también es verdad que no se han asumido responsabilidades que deberían ser compartidas. Además, todavía no se ha apagado el anhelo de muchos de derribar los muros que separan y de establecer alianzas amplias, también mediante disposiciones legislativas y praxis administrativas que favorezcan la integración, el intercambio mutuo y el enriquecimiento recíproco. En efecto, se pueden ofrecer perspectivas de convivencia entre los pueblos mediante líneas cuidadosas y concertadas para la acogida y la integración, permitiendo ocasiones de entrada en la legalidad, favoreciendo el justo derecho a la reunificación familiar, al asilo y al refugio, compensando las medidas restrictivas necesarias y contrastando el deplorable tráfico de personas. Precisamente aquí las distintas organizaciones de carácter internacional, en cooperación entre sí y con los Estados, pueden dar su peculiar aportación a conciliar, con varias modalidades, el reconocimiento de los derechos de la persona y el principio de soberanía nacional, con referencia específica a las exigencias de la seguridad, del orden público y del control de las fronteras.

Los derechos fundamentales de la persona pueden ser el punto focal del compromiso de corresponsabilidad de las instituciones nacionales e internacionales. Este compromiso, además, está estrechamente vinculado a la «apertura a la vida, que está en el centro del verdadero desarrollo», como destaqué en la encíclica Caritas in veritate (cf. n. 28), donde también hice una llamada a los Estados para que promuevan políticas en favor de la centralidad e integridad de la familia (cf. ib., n. 44). Por otro lado, es evidente que se deben subrayar en los distintos contextos la apertura a la vida y los derechos de la familia, porque «en una sociedad en proceso de globalización, el bien común y el compromiso por él han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones» (ib., n. 7). El futuro de nuestras sociedades se apoya en el encuentro entre los pueblos, en el diálogo entre las culturas respetando las identidades y las legítimas diferencias. En este escenario la familia mantiene su papel fundamental. Por esto la Iglesia, con el anuncio del Evangelio de Cristo en cada sector de la existencia, lleva adelante «el compromiso… no sólo en favor de la persona que emigra, sino también de su familia, lugar y recurso de la cultura de la vida y factor de integración de valores», como reafirmé en el Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado del año 2007 (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de noviembre de 2006, p. 10).

Queridos hermanos y hermanas, también a vosotros os corresponde sensibilizar a las organizaciones que se dedican al mundo de los emigrantes y de los itinerantes con vistas a formas de corresponsabilidad. Este ámbito pastoral está vinculado a un fenómeno en continua expansión y, por lo tanto, vuestro papel deberá traducirse en respuestas concretas de cercanía y acompañamiento pastoral de las personas, teniendo en cuenta las distintas situaciones locales.

Invoco sobre cada uno de vosotros la luz del Espíritu Santo y la protección materna de la Virgen, renovando mi agradecimiento por el servicio que prestáis a la Iglesia y a la sociedad. Que la inspiración del beato Juan Bautista Scalabrini, definido «Padre de los emigrantes» por el venerable Juan Pablo II y de quien el próximo 1 de junio recordamos los 105 años del nacimiento al cielo, ilumine vuestra actividad en favor de los emigrantes e itinerantes, y os impulse a una caridad cada vez más atenta, que les testimonie el amor indefectible de Dios. Por mi parte os aseguro la oración, mientras os bendigo de corazón.

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