A la Unión de federaciones judías de Estados Unidos, 3 de septiembre de 1998

Autor: Juan Pablo II

 

PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA UNIÓN DE FEDERACIONES JUDÍAS DE ESTADOS UNIDOS

Jueves 3 de septiembre de 1998

Señoras y señores:

Os doy afectuosamente la bienvenida a vosotros, representantes de la Unión de federaciones judías de Estados Unidos, y os agradezco vuestra visita. «El Señor os bendiga y os guarde» (cf. Nm 6, 24). Vuestra presencia pone de relieve los estrechos vínculos de afinidad espiritual que los cristianos comparten con la gran tradición religiosa del judaísmo, que se remonta a Moisés y Abraham.

Nuestro encuentro es un paso más hacia el fortalecimiento del espíritu de comprensión entre los judíos y los católicos. En la actualidad es muy importante, para el bien de la familia humana, que todos los creyentes trabajen juntos a fin de construir estructuras de paz auténtica. Deben hacerlo no por necesidad política, que es transitoria, sino por la voluntad de Dios, que subsiste para siempre (cf. Sal 33, 11). Los judíos y los cristianos seguimos de modo diferente el camino religioso del monoteísmo ético. Adoramos al único Dios verdadero; pero esta adoración exige obediencia a la ética anunciada por los profetas: «Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, (...) dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1, 16-17). Sin esto, nuestra adoración no significa nada para el Dios que dice: «¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones! (...) ¡Que fluya (...) la justicia como arroyo perenne! » (Am 5, 23-24).

El libro del Génesis nos brinda la clave para comprender la relación entre la adoración a Dios y el servicio a la humanidad. Vemos en él que todo ser humano tiene una dignidad absoluta e inalienable, porque todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios mismo (cf. Gn 1, 26). Por eso, estoy seguro de que compartimos la ferviente esperanza de que el Señor de la historia guiará los esfuerzos de los cristianos y los judíos, así como los de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para que trabajemos juntos por un mundo de verdadero respeto a la vida y a la dignidad de todo ser humano, en el que no exista ningún tipo de discriminación. Ésta ha de ser nuestra oración y nuestro compromiso.

Que el Señor Dios «ilumine su rostro sobre vosotros y os sea propicio; os muestre su rostro y os conceda la paz» (cf. Nm 6, 25-26). Amén.

 

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