Al Secretario General de la ONU, 6 de abril de 1982
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL SECRETARIO GENERAL DE LA ONU
Martes 6 de abril de 1982
Señor Secretario General,
Le agradezco profundamente esta visita que ha querido hacerme pocos meses después de haber asumido sus altas funciones de Secretario General de la ONU. Es motivo de verdadera satisfacción para mí haberle podido conocer personalmente, mientras me es grato renovarle los mejores votos para las graves tareas que le incumben, manifestándole asimismo la voluntad de continuar y profundizar ese diálogo cordial y respetuoso entre la Iglesia Católica y la ONU, a cuyo desarrollo atribuyo una gran importancia.
La posición que Usted, Señor Secretario General, ocupa en el sistema de la ONU y en la comunidad internacional puede decirse que es única en su género. Llamado a dirigir el Secretariado General de una organización tan compleja, Usted tiene que desempeñar efectivamente funciones muy importantes de orden administrativo, pero al mismo tiempo le compete una delicada misión de tipo político que se despliega en cometidos representativos, diplomáticos y operativos.
El carácter internacional de su función está al servicio de la universalidad de la ONU y tiende al logro de finalidades muy altas: la paz y cooperación entre todos los pueblos, la salvaguardia de la dignidad de los derechos del hombre, la justicia internacional. El mero enunciado de estas funciones y objectivos es ya un poner de relieve la importancia del cargo que Usted ocupa y del servicio que puede prestar a toda la familia humana.
Usted lo sabe bien, Señor Secretario General, pero deseo reiterarlo en esta ocasión: la Santa Sede, a través de los sucesivos Papas, ha manifestado un apoyo moral, de manera clara y solemne, a los principios institucionales y a los objetivos esenciales de la ONU. Mi Predecesor Pablo VI, en su memorable discurso del 4 de octubre 1965, calificó la ONU como “el camino necesario de la civilización moderna y de la paz mundial”.
Yo mismo, dirigiéndome a la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas el 2 de octubre 1979, confirmé la confianza y la actitud de mis Predecesores a dicha Institución. Los motivos de tal confianza, Señor Secretario General, no son contingentes, sino bien meditados. Se basan en profundas convicciones: la necesidad de una organización de la sociedad internacional, en la actual fase de desarrollo a la que ha llegado la interdependencia entre los pueblos, para la obtención del bien común internacional y la consiguiente necesidad de una autoridad mundial; y a la vez la convicción de la vinculación estrecha - diría esencial - que hay entre la organización de la sociedad internacional y la salvaguardia de la paz y concordia entre todos los pueblos de la tierra.
En el momento que vivimos, el interés de la opinión pública converge angustiado hacia tantos puntos de tensión, a la situación bien delicada que se ha creado entre Argentina y Gran Bretaña; y de manera más general converge con sobrada razón hacia la terrible y permanente amenaza de una guerra nuclear. Amenaza hecha más real que nunca por la obstinación en reforzar aún unos arsenales más que rebosantes, y por las grandes dificultades que tienen los gobiernos responsables en decidirse a abrir unos foros de negociaciones realistas y eficaces sobre los diferentes tipos de armamentos.
Señor Secretario General, la Santa Sede está preocupada más que nadie por el recrudecimiento de la tensión internacional, y espera vivamente que la próxima asamblea extraordinaria sobre el desarme contribuya a serenar los espíritus; pero al mismo tiempo no puede no asombrarse porque estos problemas concernientes más inmediatamente a los países industrializados tiendan a dejar en la sombra la dramática situación de los dos tercios más desfavorecidos de la población del globo.
Cuán importante sería que las actividades de las Naciones Unidas para el desarrollo de los pueblos continuaran en el primer plano de las preocupaciones de los gobiernos de los países más provistos. Vista la amplitud de las desigualdades siempre en aumento, cuán triste sería que la crisis económica que afecta al hemisferio norte sirviera de pretexto para apartarse de nuestro deber de solidaridad. Por ello, Señor Secretario General, alabo y aliento los esfuerzos por despertar las conciencias de los más favorecidos materialmente y por recordarles sus graves responsabilidades ante los más desprovistos.
Si tales finalidades y bienes son necesarios y esenciales en el camino histórico de la familia humana, son también muy complejos y difíciles de lograr de manera permanente. Hoy como nunca es necesaria la colaboración de todos, es necesario superar visiones particularísticas o de propio interés, para abrirse a una concepción verdaderamente universal del bien común.
Consciente de la grandeza de estos ideales, así como de las dificultades que se interponen para lograr su actuación, deseo dar mi sincero aliento a Usted, Señor Secretario General, y a todos sus colaboradores, para trabajar con confianza, con tesón y con el gran sentido de responsabilidad que les distinguen, a fin de superar las tensiones y crisis que nublan el horizonte internacional, para reforzar y perfeccionar ese edificio de la ONU que, después de trágicas experiencias, ha sido levantado para servir los intereses supremos de las naciones y del hombre.
En la realización de tan importante tarea para los destinos de la humanidad, la Santa Sede está dispuesta, dentro de los límites de su misión específica, a continuar ofreciendo a la ONU y a Usted, Señor Secretario General, su leal colaboración, sobre todo en favor de la suprema causa de la paz, de la defensa de la dignidad y de los derechos del hombre, de la justicia internacional y del desarrollo de todos los pueblos, de modo particular de los del Tercer Mundo, de los más necesitados o amenazados en sus justas aspiraciones de libertad.
Con estos sentimientos invoco sobre su persona y funciones, Señor Secretario General, la asistencia, la protección y las bendiciones del Todopoderoso.