Regina caeli del domingo 10 de mayo de 1981

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO IIREGINA CAELI

Domingo 10 de mayo de 1981

1. "Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10, 10).

Con estás palabras termina el Evangelio de hoy, IV domingo de Pascua. Cristo-Buen Pastor es quien pronuncia estas palabras. Es Cristo quien se llama a Sí mismo "la puerta de las ovejas" (Jn 10, 7).

Deseo relacionar estas palabras sobre la abundancia de la vida, ante todo, con el don de la gracia, que nos ha traído Cristo en su cruz y en la resurrección. Deseo relacionarlas, sobre todo, con el Espíritu Santo, que "es Señor y dador de vida", y confesamos la fe en Él con las palabras que, desde hace 16 siglos, pone en los labios de la Iglesia el I Concilio Constantinopolitano.

El Espíritu Santo es el autor de nuestra santificación: Él transforma al hombre en su interior, lo diviniza, lo hace partícipe de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1, 4), como el fuego vuelve incandescente al metal, como brotaba el agua para apagar la sed: "fons vivus, ignis, caritas". La gracia la comunica el Espíritu Santo por medio de los sacramentos, que acompañan al hombre durante todo el arco de su existencia. Y, mediante la gracia, Él se convierte en el dulce huésped del alma: "dulcis hospes animae": habita en nuestro corazón; es el animador de las energías secretas, de las opciones valientes, de la fidelidad inquebrantable. Él nos hace vivir en la abundancia de la vida: de la misma vida divina.

Y precisamente por esta solicitud acerca de la abundancia de la vida, Cristo se revela a Sí mismo como Buen Pastor de las almas humanas: Pastor que prevé el futuro definitivo del hombre en Dios; Pastor que conoce a sus ovejas (cf. Jn 10, 14) hasta el fondo mismo de la verdad interior del hombre, el cual puede decir de sí mismo con las palabras de San Agustín: "Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti" (cf. Conf, I, 1).

2. Queridos hermanos y hermanas:

He aquí que vosotros, representantes de las parroquias y de las comunidades de toda Roma, os habéis reunido hoy en la plaza de San Pedro para testimoniar que, en el curso de estos meses y de las últimas semanas, habéis pensado en la vida humana, ante todo en la vida escondida bajo el corazón de la mujer-madre, en la vida de los que van a nacer. Habéis hecho a esta vida objeto de vuestras meditaciones, de vuestro compromiso de creyentes, de hombres y de ciudadanos, pero sobre todo habéis hecho de ella el tema de vuestras oraciones. Habéis meditado sobre la responsabilidad particular para con la vida concebida, que, según el recto sentir del hombre, debe estar rodeada de una especial solicitud y protección, tanto por parte de los mismos padres, como también de la sociedad, especialmente de los hombres que, de diversos modos, son responsables de esta vida.

3. Al hacer esto, habéis demostrado vuestra solidaridad con la invitación de vuestros obispos, los cuales, durante la Cuaresma, llamaron la atención de toda la sociedad sobre la gran amenaza que acecha a este valor fundamental que es la vida humana y, en particular, la vida de los que van a nacer. Es tarea y deber de la Iglesia volver a afirmar que el aborto procurado es muerte, es el asesinato de una criatura inocente. En consecuencia, la Iglesia considera toda legislación favorable al aborto procurado una gravísima ofensa a los derechos primarios del hombre y al mandamiento divino de "No matar".

4. Todos estos esfuerzos vuestros, todo el trabajo de la Iglesia, en Italia como en todo el mundo, que mira a asegurar la santa inviolabilidad de la vida concebida, yo deseo presentarlos hoy a Cristo, que ha dicho: "He venido para que tengan vida". A fin de que estos seres humanos más pequeños, más débiles, más indefensos, tengan vida, a fin de que esta vida no se les quite antes de nacer, nosotros precisamente servimos a esto y lo serviremos en unión con el Buen Pastor, porque ésta es una causa santa.

5. Al servir a esta causa, servimos al hombre y servimos a la sociedad, servimos a la patria. El servicio al hombre se manifiesta no sólo en el hecho de que defendemos la vida de uno que va a nacer. Se manifiesta, al mismo tiempo, en el hecho de que defendemos las conciencias humanas. Defendemos la rectitud de la conciencia humana, para que llame bien al bien y mal al mal, para que viva en la verdad. Para que el hombre viva en la verdad, para que la sociedad viva en la verdad.

Cuando Cristo dice: "He venido para que tengan vida"... , piensa también, más aún, sobre todo, en esa vida interior del hombre que se manifiesta en la voz de la recta conciencia.

La Iglesia siempre ha considerado el servicio a la conciencia como su servicio esencial: el servicio prestado a la conciencia de todos sus hijos e hijas, pero también a la conciencia de cada uno de los hombres. Puesto que el hombre vive la vida digna del hombre cuando sigue la voz de la recta conciencia, y cuando no permite que esta conciencia se ensordezca en sí mismo y se haga insensible.

Así sirven los hombres ―precisamente los más pobres y más necesitados―, todos esos hombres y esas mujeres que, en el mundo, se dedican a la defensa de la vida, de la vida de los cuerpos y de las almas: misioneros y misioneras, religiosas, médicos, enfermeros, educadores, técnicos. Baste recordar por todos, de nuevo, como bien conocida para nosotros, a madre Teresa de Calcuta, cuya voz en defensa de la vida de los que van a nacer se eleva no sólo desde la India, sino también desde los diversos puntos de la tierra. Ha dicho recientemente en Japón: "Cada niño asesinado con el aborto es un índice de gran pobreza, porque toda vida humana es importante y tiene un carácter especial para Dios".

Al hacer todo lo posible para salvar al hombre de la miseria material, madre Teresa ―este admirable testigo de la dignidad de la humanidad―hace todo lo posible para defender también la conciencia humana de la insensibilidad y de la muerte espiritual.

6. Queridos hermanos y hermanas:

Elevemos nuestros corazones en la oración a la Madre del Redentor, invitándola a la alegría pascual, como hacemos ahora en este período. Y, al mismo tiempo, roguemos a la Madre más santa de todas las madres por cada madre en esta tierra y por cada niño que va a hacer en su seno.

Pidamos por las madres cuya conciencia está más amenazada cuando permite que se le quite la vida a su hijo... Cristo ha dicho: "la mujer, cuando da a luz, siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tribulación, por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre'' (Jn 16, 21). Roguemos por esta alegría de la vida aun cuando suponga el sufrimiento y la lucha interior. Oremos por la alegría de las conciencias, "para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10, 10)

© Copyright 1981 - Libreria Editrice Vaticana