Regina coeli del domingo 27 de abril de 1980
JUAN PABLO II
REGINA CAELI
Domingo 27 de abril de 1980
1. Os agradezco, queridos hermanos y hermanas, vuestra presencia a la hora de nuestra común oración dominical, en la plaza de San Pedro. Regina coeli, laetare... Durante todo el periodo pascual, la Iglesia no deja de invitarnos a participar en la alegría de María. Madre del Señor resucitado. Su alegría concentra en sí todo aquello de lo que se alegra la Iglesia: todo bien de la naturaleza y de la gracia el bien que se manifiesta en las obras del pensamiento humano y de las artes y sobre todo el bien que fructifica en las conciencias y en los corazones de todos los hombres.
En cada aspecto de este bien está presente el misterio pascual; en cada uno de ellos "la vida vence a la muerte", y la resurrección de nuestro Señor imprime allí su huella duradera.
La Iglesia se alegra en medio de los sufrimientos, que nunca faltan en su vida, y en medio de las fatigas y de las amenazas, entre las que se desarrolla la obra del Evangelio en toda la tierra. Lo testifican los Hechos de los Apóstoles, que, en este período pascual, constituyen una fuente especial para las lecturas litúrgicas del Pueblo de Dios. Esta narración más antigua de los acontecimientos de la vida de la Iglesia apostólica capta el misterio pascual, que se refleja en las fatigas de los primeros testigos de Cristo por los caminos del mundo.
2. Con el espíritu de la más genuina alegría pascual de la Iglesia, emprenderé, en los próximos días, mi nuevo viaje pastoral a África. Este viaje es también una peregrinación particular al corazón de esos hombres y de esos pueblos, que en número notable han aceptado ya el Evangelio, y en número notable están siempre abiertos para aceptarlo. Y esto constituye como la prosecución de los Hechos de las Apóstoles, de los que se escriben todavía nuevos capítulos de generación en generación, de siglo en siglo.
Las Iglesias de África ―en particular las Iglesias en el Zaire y en Ghana― cumplen el primer siglo de su existencia. ¡Cuántas cosas nos dice este hecho a los que tenemos ya a las espaldas poco menos de dos milenios de bautismo y de evangelización!
¡Cómo deseamos compartir la alegría de aquellos que, con gratitud hacia la Santísima Trinidad, piensan en su primer centenario, mirando al mismo tiempo con esperanza hacia el futuro!
Cómo deseamos, al compartir su alegría pascual, edificarnos con esta misma alegría, encontrar en ella lo que es eternamente joven en la misión de Cristo y de la Iglesia: lo que es siempre igual "ayer, hoy y mañana" (cf. Heb 13, 8).
3. Por esto, voy allí con alegría. Al mismo tiempo, voy con sentido de servicio, al que he sido llamado como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro. Considero este servicio particularmente ligado al espíritu de la época en que vivimos. En tiempos, en los que los hombres y las naciones, los países y los continentes se acercan unos a otros, es necesario que la Iglesia demuestre a sí misma y al mundo esa unidad, que es don del Señor resucitado; que busque los signos de esta unidad y, al mismo tiempo, los nuevos caminos y medios para expresarla.
Esta llamada de la Iglesia y del mundo la intuyó magníficamente el Papa Pablo VI, que la dejó a su sucesor como una tarea que ulteriormente es necesario asumir y profundizar. Y el servicio que de este modo se realiza hacia la Iglesia, es a la vez un servicio hacia los hombres y las naciones.
¿Acaso no predispone a esta gran alegría el hecho de poder visitar a los pueblos de África negra en sus propios países, en sus Estados soberanos, como verdaderos dueños de la propia tierra y timoneles del propio destino? ¿No es éste también un reflejo de esa alegría pascual de la Iglesia? Como hijo de una nación que, en su historia, ha experimentado, de modo particular, cuál es el precio de la propia libertad, voy con premura y alegría tanto mayor hacia esos pueblos del continente africano que, desde hace poco, gozan de su independencia y quieren inspirar en ella el propio futuro histórico.
4. Encomiendo a la oración de toda la Iglesia este servicio mío hacia la Iglesia del Zaire, Congo, Kenia, Ghana, Alto Volta y Costa de Marfil. Lo encomiendo especialmente a vuestra oración, queridos hermanos y hermanas, que tan gustosamente os unís a mí, cada domingo en este noble lugar.
Esté con nosotros Cristo resucitado, Redentor del hombre, Dios de la paz y Señor por siempre.
5. Y ahora, queridos hermanos y hermanas, unámonos con toda la Iglesia, que este domingo ora de modo especial por las vocaciones. Oran las diócesis. Oran las congregaciones religiosas. Oran todos los que aman a Cristo y a su Iglesia. La Iglesia, en todas partes y siempre, tiene necesidad de sacerdotes, elegidos entre los hombres y constituidos para bien de los hombres (cf. Heb 5, 1).
También tiene necesidad de religiosas y de religiosos, que viven según los consejos evangélicos en una entrega total a Cristo. Es el mismo Señor Jesús quien nos ha enseñado que debemos orar al Dueño de la mies para que "envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38). Esta mies es mucha. Es inmensa. Grande debe ser también la petición, mucha la oración de toda la Iglesia por los operarios indispensables para la mies.
Oremos por las vocaciones, recitando el saludo pascual "Regina coeli, laetare". ¿Cuál es el mejor testimonio de la madurez pascual de la Iglesia ―en todas sus dimensiones, parroquia, diócesis, congregación, país, continente―, cuál es, repito, el mejor testimonio de esta alegría pascual, sino el aumento de las vocaciones? Que Cristo resucitado venza en muchos corazones juveniles; que su llamada ¡"Sígueme"!, reporte la victoria. Que la humildad y la confianza de toda la Iglesia, que la confianza en la Madre de Dios traigan los frutos tan deseados. "Regina coeli laetare".
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