Ángelus del domingo 11 de marzo de 1979
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 11 de marzo de 1979
1. Cuando inclinamos la cabeza ante Dios -como indiqué ya la semana pasada, al comienzo de la Cuaresma: Inclinad vuestras cabezas ante Dios-, a continuación nos manda Dios levantarlas para que centremos nuestra mirada en Cristo. En efecto, Dios quiere que inclinemos la cabeza ante Él, pero no quiere que caminemos con los ojos fijos en la tierra. Él nos dice: "Venid y ved" (Jn 1, 39). También los primeros discípulos se animaban mutuamente con las palabras: "Ven y verás" (Jn 1, 46), "hemos hallado al Mesías" (Jn 1, 41). Cristo es el que nos mira a los ojos y quiere que también nosotros le miremos a los ojos: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9). Estamos llamados a ver a Dios, estamos llamados continuamente a mirar a Cristo.
Tal llamada para nosotros, que hemos participado en los ejercicios cuaresmales durante esta última semana, han sido las meditaciones del padre Faustino Ossanna, o.f.m. conv. Él ha tratado de hacer converger la mirada de nuestras almas sobre Cristo que vive en nosotros por medio del Evangelio, por medio de la gracia de la redención; sobre Cristo que se abandona en nuestras manos de sacerdotes en la Eucaristía; sobre Cristo que vive en la Iglesia...
Durante la Cuaresma todos estamos llamados a mirar con mayor frecuencia a Cristo, a mirarlo con mayor perspicacia, con amor más intenso, con esperanza más firme, para sentir su mirada que se posa sobre nuestra conciencia, sobre nuestra vida. Es la mirada del Amigo, la mirada del Maestro, la mirada del Hermano.
2. Hacia Cristo Señor, que es el "Redentor del hombre", Redemptor hominis, deseo que se dirija la mirada de la Iglesia y del mundo en mi primera Encíclica, que lleva fecha del 4 de marzo del corriente año, primer domingo de Cuaresma, y que se hará pública el próximo jueves. He tratado de expresar en ella lo que ha animado y anima continuamente mis pensamientos y mi corazón desde el comienzo del pontificado que, por inescrutable designio de la Providencia, tuve que asumir el 16 de octubre del año pasado. La Encíclica contiene los pensamientos que entonces, al comienzo de este nuevo camino, apremiaban con fuerza especial a mi alma, y que sin duda, ya anteriormente venían madurando en mi, durante los años de mi servicio sacerdotal y después del episcopal. Creo que, si Cristo me ha llamado así, con tales pensamientos..., con tales sentimientos, es porque ha querido que estas llamadas de la mente y del corazón, estas expresiones de fe, esperanza y caridad, encontrasen resonancia en mi nuevo ministerio universal, desde su comienzo. Por lo tanto, como veo y siento la relación entre el misterio de la redención en Cristo Jesús y la dignidad del hombre, así querría unir mucho la misión de la Iglesia con el servicio al hombre, en este su impenetrable misterio. Veo en esto la tarea central de mi nuevo servicio eclesial.
Si hoy os lo confío, es porque querría pedir con vosotros a la Madre de la Iglesia y Trono de la Sabiduría que acoja este mi primer trabajo para bien de la Iglesia y del hombre de nuestro tiempo, para que juntos podamos mirar a Cristo en esta hora particular de la historia, levantando a Él la mirada de nuestra fe y de nuestra esperanza.
3. Querría invitar ahora a todos los presentes a unirse conmigo en oración especial en sufragio del alma escogida del cardenal Jean Villot, mi Secretario de Estado, llamado por el Señor anteayer al premio eterno. Los breves, pero intensos meses de colaboración en este primer periodo de pontificado me han permitido admirar la fe profunda, el singular equilibrio, el amor sincero a la Iglesia, la infatigable dedicación al deber. Su separación imprevista ha suscitado dolor profundo en mi corazón. Quiera Dios acoger en su paz a este fiel servidor.
4. No podría, por último, dejar de deciros, aunque sea brevemente, con cuánta atención estoy siguiendo el nuevo esfuerzo en marcha con el fin de llevar a un acuerdo pacifico la vieja crisis del Oriente Medio.
Conozco las posiciones diferentes y hasta opuestas que se manifiestan al respecto. Pero el amor que el Papa siente por la paz no puede menos de hacerle desear y esperar vivamente que quede asegurada en todas partes, con la consideración justa de los derechos y legitimas aspiraciones de todos los pueblos interesados. Repitamos, pues, sin cansarnos y sin perder el ánimo, nuestra oración común a la Reina de la Paz.
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