Ángelus del domingo 12 de agosto de 1979

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS
Domingo 12 de agosto de 1979

1. Después de la muerte de Pablo VI, cuyo primer aniversario fue el pasado lunes 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor, se publicó, conforme a la voluntad del difunto, su testamento. Quiero volver con el pensamiento, también hoy, después de un año, a recordar estas últimas palabras del hombre que expresó en ese testamento la verdad más profunda de su alma y lo hizo de forma tan sencilla que resulta impresionante: "Fijo la mirada ―escribía― en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece, y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto la luz. Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aún todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida".

2. Pablo VI nos habla con muchos documentos de su pontificado. Nos habla y nos hablará todavía durante mucho tiempo, porque la enseñanza contenida en ellos toca cuestiones siempre actuales. Pero con este último documento habla de forma insólita. Habla como en ningún otro. Pablo VI encierra en él el aspecto más profundo de las cuestiones que trató y sobre las que tomó decisiones y en las que imprimió el sello de su ministerio y de su personalidad.

En cierto modo, entabla un último diálogo, un último coloquio con toda su vida terrena. Se despide una vez más de quienes se había ya despedido anteriormente y de quienes, después de su muerte, deberían todavía seguir. Se despide de ellos con gran sencillez como hijo, hermano, sacerdote, obispo, Papa, cercano a todos ellos e igualmente cercano a todos los hombres del mundo. Él sabe que también a éstos les habla por última vez.

Y al mismo tiempo habla a Dios. Con palabras sencillas. Y precisamente esta sencillez nos permite intuir cómo está totalmente ante Dios quien le escribe, cómo está ante Dios con toda su vida.

Glorifica a la inefable Majestad de Dios.

Está ante el misterio inescrutable de su Justicia y Misericordia.

Va hacia la eternidad, que es el mismo Dios.

Hay en esta marcha una cierta reflexión atenta y prolongada, semejante a la que siempre se notó en la vida de Pablo VI, sin embargo, la tristeza de la partida se esfuma ante la profunda madurez de su fe.

Y hay en este testamento la misma humildad que siempre distinguió todo su pontificado.

Se ve en él además la paz de lo que ya se ha cumplido, la paz de la esperanza.

"El pensamiento se vuelve hacia atrás ―dice también ese testamento― y se extiende alrededor; y sé bien que no sería cumplida esta despedida, si no me acordase de pedir perdón a cuantos haya podido ofender, o no servir, o no amar bastante; e igualmente si no me acordara del perdón que algunos puedan desear de mí. La paz del Señor sea con vosotros".

"... profeso solemnemente nuestra fe, declaro nuestra esperanza, celebro la caridad que no muere, aceptando humildemente de la divina voluntad la muerte que me esté destinada, invocando la gran misericordia del Señor, implorando la intercesión clemente de María Santísima, de los Ángeles y de los Santos, y encomendando mi alma a la oración de los buenos".

Roguemos también hoy por el alma de Pablo VI y meditando su testamento pidamos a Dios que nos permita madurar también nosotros para el encuentro con Él, como maduró, hace un año, aquí en Castelgandolfo, su siervo: el siervo de los siervos de Dios.

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