Ángelus del domingo 13 de julio de 1980

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 13 de julio de 1980

1. En este nuestro encuentro del "Ángelus", que es el primero tras el regreso de la visita pastoral a Brasil, deseo ante todo saludar cordialmente a todos vosotros, queridos romanos, y también a los visitantes venidos de fuera de Roma, que os habéis concentrado en esta maravillosa plaza de San Pedro.

Dios os bendiga a los aquí presentes, a vuestras familias y vuestras merecidas vacaciones. Y bendiga de modo especial nuestros encuentros en la oración.

2. Hoy, en nuestra oración deseo expresar mi gratitud a Dios y a los hombres por todo el tiempo que he estado en tierra brasileña. Muchas circunstancias favorecieron la invitación que me dirigió la Iglesia de Brasil por boca de sus cardenales y obispos a esa invitación se unieron gentilmente los representantes de las autoridades civiles con el Presidente de la Federación brasileña a la cabeza. El 25 aniversario de la institución del Consejo de los Episcopados de América Latina (CELAM), coincidió con la solemne consagración de la basílica del primer santuario mariano de Brasil en Aparecida y con el Congreso Eucarístico Nacional en Fortaleza.

Mientras agradezco la invitación ligada a esos importantes acontecimientos de carácter religioso-eclesial, deseo manifestar mi reconocimiento por algo más; por toda la prontitud de apertura y de contactos, que he experimentado en el transcurso de todos esos días durante las diversas etapas de mi viaje brasileño. Ese viaje se puede definir como una peregrinación al corazón del Pueblo de Dios en aquella tierra, cuya historia, desde hace algunos siglos, se desarrolla a la luz de la irradiación del misterio de la cruz y de la redención; una peregrinación al corazón del pueblo, allí donde la Madre de la Divina Revelación (María Aparecida) presenta incesantemente al pueblo su Hijo en el Evangelio y en la Eucaristía.

Precisamente en nombre de Cristo y de su Madre he sido acogido por todas partes en tierra brasileña como primer servidor de la Iglesia, que Cristo construyó "sobre el fundamento de los Apóstoles y de los profetas" (Ef 2, 20), recomendando a Pedro que confirmara a sus hermanos (cf. Lc 22, 32).

Y sobre todo, deseo dar gracias por esa comunión de la fe que surge de la Palabra del Dios vivo y de la esperanza que nutren los hombres "pobres en espíritu".

Por lo demás, será difícil que yo no vuelva a hablar nuevamente de la experiencia de ese encuentro con Brasil.

3. Hoy la Iglesia nos recuerda, en las lecturas de la liturgia, la parábola del buen samaritano. Mediante esa parábola, Cristo enseñó entonces a sus oyentes cuál es el primero y más importante mandamiento y les explicó que el prójimo a quien hay que "amar como a sí mismos" es todo hombre sin excepción, aunque nos separaren de él la aversión y los prejuicios.

Al reflexionar sobre esa fundamental verdad del Evangelio, roguemos para que, en el mundo entero y entre todos los hombres, la actitud del buen samaritano supere toda aversión y todo prejuicio, así como también el odio, la hostilidad y la crueldad. Que la vida humana sobre la tierra se haga -como leemos en los Documentos conciliares- más humana y más digna del hombre.

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