Ángelus del domingo 16 de octubre de 1988
JUAN PABLO II
ÁNGELUSDomingo 16 de octubre de 1988
Se ha conmemorado estos días el 30 aniversario de la muerte del Papa Pío XII, mi venerado predecesor. Aunque se esté alejando en el tiempo, su figura permanece siempre viva en el ánimo de cuantos han conocido los rasgos de su amable persona y su luminoso magisterio doctrinal y espiritual, del cual permanecen documentos fundamentales.
En esta oración mariana, quisiera sólo subrayar el gran lugar que ocupó la devoción a la Virgen Santísima en su vida interior y en su pontificado. Ya en el recordatorio de su primera Misa, celebrada en la basílica de Santa María la Mayor en Roma, ante el venerado icono de la "Salus populi romani", él escribió con devoto arrobamiento: "Alma Madre de Dios, en cuyo altar he sacrificado por primera vez a Dios inmortal, Tú que gozas de ser llamada Salvación del pueblo cristiano, asísteme".
Elevado a la Cátedra de Pedro, como Pastor universal, consagró el mundo al Corazón Inmaculado de María. El hecho más significativo de su pontificado es la solemne proclamación del dogma de la Asunción de María Santísima al cielo en alma y cuerpo, por él llevada a cabo en esta plaza el 1 de noviembre de 1950, entre incontenibles manifestaciones de alegría por parte de los fieles. Con ocasión del centenario de la definición de la Inmaculada Concepción, proclamó el primer Año Mariano con la Encíclica Fulgens corona para vivificar la piedad popular hacia la Virgen. Como sello casi de su pontificado publicó la Encíclica Ad caeli Reginam, con la que anunció también la institución de la fiesta litúrgica de la Realeza de María. En este documento admirable exhortaba, entre otras cosas, a tener "en sumo honor el nombre de María, más dulce que el néctar, más precioso que cualquier gema" y a "imitar, con vigilante y diligente cuidado, en las propias costumbres y en la propia alma, las grandes virtudes de la Reina celestial y nuestra Madre amadísima".
A ejemplo de aquel gran Pontífice, que dejó que María Santísima lo tomara de la mano, como su Madre amadísima, abramos nosotros también nuestro corazón a Ella, que vela por cada uno de nosotros y por el mundo entero. Que nos enseñe Ella a vencer el mal, a amar a los hermanos y a ponernos en la escuela de Jesús, "el fruto bendito de su seno".
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