Ángelus del domingo 16 de septiembre de 1990

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 16 de septiembre de 1990

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Al rezar el Ángelus repetimos la profesión de fe en el Verbo, que "se hizo carne y vino a habitar entre nosotros". Vino para redimirnos, vino a padecer y a morir por nosotros. Con el misterio de la encarnación comienza el proceso de anonadamiento que tendrá su culmen cuando Cristo se humille a sí mismo "obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8).

Ante el Crucifijo, cada uno de nosotros puede repetir con el apóstol Pablo: "vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). La encarnación, la pasión y la muerte de Cristo nos introducen en la contemplación de un misterio insondable de amor. Este misterio nos permite comprender plenamente el sentido de nuestras pruebas: éstas nos unen a la cruz de Cristo y a su obra redentora. San Pablo explicaba los sufrimientos de su vida diciendo: "con Cristo estoy crucificado" (Ga 2, 19). Sufría mucho en el ministerio apostólico, pero comprendía el sentido superior de estos sufrimientos.

2. Así se ilumina un aspecto esencial de la vida sacerdotal: el sacerdote es el hombre del sacrificio. En virtud del sacramento del orden, tiene la misión de ofrecer el sacrificio de Cristo, haciéndolo presente místicamente, en la realidad de su cuerpo y de su sangre. Por tanto, por su misma existencia sacerdotal está unido al sacrificio redentor de Cristo. La ordenación sacerdotal lo compromete en el camino de este sacrificio.

Jesús preguntó un día a los apóstoles, que estaban tentados de ver sólo un honor en su asociación en la edificación del reino: "¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?" (Mc 10, 38). A continuación les mostró el porqué de esta pregunta esencial: "tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Si el Maestro ha seguido la vía dolorosa, ¿cómo podrían ilusionarse con recorrer un camino diverso aquellos a los que él llama a participar en su misión?

3. El sacerdote sabe que está llamado al sacrificio de manera particular. Sin embargo encontrará la fuerza para soportar generosamente sus pruebas, a menudo difíciles, si sabe verlas a la luz de la pasión de Cristo. ¿San Pablo no decía acaso: me "alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24)?

El próximo sínodo no dejará de poner en evidencia esta verdad al tratar sobre la formación sacerdotal. Los que se preparan para el sacerdocio deben educarse en una actitud generosa, que les haga capaces de aceptar por amor a Cristo las renuncias necesarias, reconociendo su fecundidad apostólica.

La Virgen María, erguida al pie de la cruz, nos hace comprender que no se puede estar unidos a Cristo sin compartir la inmolación. Invoquémosla para que sostenga a los sacerdotes en sus pruebas y para que, también en virtud de una formación apropiada, los lleve a aceptar con valentía los sacrificios que requiere su ministerio.

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