Ángelus del domingo 19 de julio de 1987

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 19 de julio de 1987

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hoy quisiera invitaros a dirigir el pensamiento al santuario de Lourdes, a la orilla del río Gave, donde se apareció la Virgen en 1858, recomendando penitencia y oración, especialmente por los pecadores.

Ese grandioso santuario mariano, meta de numerosas peregrinaciones, nos habla de dos cosas: del misterio de la Inmaculada Concepción y del amor misericordioso proyectado a aliviar los sufrimientos humanos, tanto físicos como morales. Dos valores que se hallan estrechamente unidos.

En efecto, Lourdes es una invitación a tomar conciencia de las necesidades dramáticas del corazón humano y a dedicarse con generosidad al servicio de los pobres, de los enfermos, de los que sufren, a la redención de los pecadores. Pero, ¿quién nos hace esta llamada?. Es la misteriosa presencia de María. La Inmaculada Concepción. La toda Pura. La toda Santa. La llena de Gracia. Ella fue concebida en un estado de pureza total, porque, según el anuncio del Ángel en la Anunciación, Ella está llena de gracia, totalmente libre del pecado original y de sus consecuencias.

2. Así María es un vehículo excelente y único de la Redención de Cristo: es el canal más privilegiado de su gracia, un camino de elección por el que llega la gracia a los hombres con una extraordinaria y maravillosa abundancia. Donde esté presente María, allí abunda la gracia, y allí se registra la curación del hombre: curación en el cuerpo y en el espíritu. Por eso, como dije en el curso de mi peregrinación a Lourdes en 1983: "En Lourdes aprendemos a ver en qué consiste el amor a la vida: en la gruta y en los hospitales, prestando ayuda a los enfermos. Arriba, en la capilla de las confesiones, escuchando todas las miserias morales, es donde se siente el perdón reconfortante de Cristo" (Meditación del Papa con los jóvenes en la basílica de San Pío X, 15 de agosto de 1983: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 de agosto de 1983, pág. 11).

Así, pues, a Lourdes no sólo se va para recibir las gracias interior o también, si Dios lo concede, la gracia de la curación física, sino igualmente para dar o para prepararse a dar. Para trabajar con más voluntad y más eficiencia por la salvación del mundo. En Lourdes hemos de mirar también el ejemplo de Bernardita, su disponibilidad, su docilidad, la humildad y la valentía con las que, afrontando cualquier sacrificio, supo escuchar el mensaje que Dios, por medio de María, le comunicó para su vida personal, y, a través de Ella, para el prójimo y -bien podemos decir- para toda la humanidad. La Iglesia misma, en efecto, después del reconocimiento oficial de las apariciones pronunciado en 1862 por el obispo, mons. Laurence, sintió como suyo, como destinado a Ella, el mensaje de la Señora de Massabielle. De ello da testimonio la especial devoción que todos mis predecesores, comenzando por el Papa Pío IX, tuvieron al santuario de Lourdes. Tanto es así que, como sabréis, desde hace bastante tiempo existe en los jardines vaticanos una reproducción de la bendita Gruta de las apariciones. Y tengo el gusto de repetir aquí, como ya dije en Lourdes, que "me gusta rezar ante la gruta que está allí reproducida, y, cada año, el 11 de febrero, celebro en San Pedro una Misa para los enfermos" (Discurso de adiós del Papa a los peregrinos, Lourdes, 15 de agosto de 1983: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 de agosto de 1983, pág. 13).

¡Virgen Inmaculada de Lourdes, continúa estando a nuestro lado en el momento del sufrimiento y de la prueba! Haz que, contemplando el misterio de tu belleza, podamos obtener, por los méritos de Cristo tu Hijo, el perdón de nuestras culpas.

¡Así sea!

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