Ángelus del domingo 23 de noviembre de 1980
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 23 de noviembre de 1980
1. Hoy estamos invitados a dar gracias a Dios, nuestro Padre celestial, "que nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados" (Col 1, 13-14). Efectivamente, hoy celebramos la solemnidad de Cristo Rey.
Al rezar el "Ángelus", damos gracias también, al mismo tiempo, a María, Madre terrena del Hijo de Dios, por haber respondido a la palabra del Angel, que le había anunciado la voluntad del Padre celestial, con su fiat: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
El reino de Dios, que vino al mundo juntamente con Cristo, fue concebido ―de modo singular― bajo el corazón de María. Nuestra oración nos lo recuerda cada vez, y hoy de modo particular: "Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14), repetimos con las palabras del Evangelio. "Bendito el que viene en nombre del Señor: Bendito el reino que viene", cantamos en la Liturgia de hoy.
En este día solemne supliquemos al Padre celestial, por intercesión de la Madre de Cristo, para que "trasladados al reino del Hijo de su amor" (Col 1, 13) permanezcamos en él y maduremos hasta el tiempo en que se cumplan nuestros días. Pidamos que este reino de gracia y de verdad, reino de amor y de paz, se difunda, por obra de la Iglesia y mediante su servicio, en las almas de todos los hombres.
2. Hoy deseo recordar también los cinco días de mi reciente visita a la tierra alemana con ocasión del 700 aniversario de la muerte de San Alberto Magno, durante los cuales me ha sido dado encontrarme no sólo con los numerosos hijos e hijas de la Iglesia católica, sino también con los hermanos separados, y sobre todo con la Comunidad luterana; con ella recordamos, este año, el 450 aniversario de la Confesión Augustana, buscando en este recuerdo las luces y las inspiraciones para un ulterior trabajo ecuménico.
Sobre esta visita histórica será necesario que vuelva aún en un discurso más amplio. Hoy sólo deseo agradecer a todos muy cordialmente la hospitalidad que me han demostrado: ante todo, a los hermanos en el Episcopado, con el cardenal Höffner a la cabeza, de los cuales partió la iniciativa de esta visita, y luego también al Presidente de Alemania Federal y a las autoridades estatales, que han hecho tanto para facilitar mi servicio entre los hermanos de Alemania.
3. Deseo que la oración de hoy se una a las intenciones de nuestros hermanos de Chile, que se reúnen hoy para las celebraciones conclusivas del XI Congreso Eucarístico Nacional, que se está realizando bajo el lema: "No teman. ¡Abramos las puertas a Cristo!"
Preside el Congreso, como Enviado Especial mío, el cardenal Raúl Primatesta arzobispo de Córdoba en Argentina, y su persona testimonia la fraternidad profunda que existe entre esas dos grandes naciones sudamericanas, a pesar de algunas divergencias actuales.
El año pasado, como sabéis, acepté la solicitud de mediación en la controversia sobre la zona austral que existe entre estos dos países y, recientemente en la víspera de mi viaje a Alemania, he recibido a las Delegaciones que los dos Gobiernos han enviado aquí con esta finalidad.
Quiera Dios escuchar las oraciones del pueblo chileno, como las que ya elevó en el mes de octubre el pueblo argentino durante el Congreso Mariano de Mendoza, a fin de que ―conservando todos la calma y la serenidad, y evitando todo lo que mientras tanto pueda dañar la necesaria confianza mutua, de acuerdo también con los compromisos tomados en el momento de pedir la mediación― se pueda llegar cuanto antes a una solución completa y definitiva y se manifieste más claramente, en las relaciones entre los dos países, el reino de "amor y de paz" instaurado por Cristo.
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