Ángelus del domingo 29 de marzo de 1987
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 29 de marzo de 1987
1. La consigna principal que el Vaticano II ha dado a todos los hijos e hijas de la Iglesia es la santidad. No es una consigna de carácter simplemente exhortativo, esta profundamente enraizada en la índole de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, cuyos miembros no pueden ser extraños a la linfa santa y santificadora que lo impregna.
A este tema basilar, el Concilio dedica un capítulo de la Lumen gentium ―el quinto― que se titula "Vocación universal a la santidad". Está construido sobre los fundamentos bíblicos y teológicos de la santidad de Dios, de Cristo, de la Iglesia. Se ramifica en las multiforme dimensiones del ejercicio de la santidad. Se fija en las distintas categorías de los componentes del organismo eclesial, como sujeto de vocación tan grande.
Los fieles laicos están incluidos plenamente por razón de su misma dignidad. "Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen gentium, 40). "Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar intrínsecamente la santidad y la perfección dentro de su propio estado" (ib., 42).
2. Por eso, la tensión a la santidad es el punto clave de la renovación delineada por el Concilio.
El análisis de las luces y sombras que han marcado los veinte años postconciliares de la Iglesia, ha llevado al Sínodo Extraordinario de 1985 a deducir la necesidad de una fuerte llamada a la vocación universal a la santidad. Y ha puesto de relieve nuevamente el vínculo vital que ésta tiene con el misterio de Dios, de Cristo y de la Iglesia, manifestando que en la actual crisis de valores, la comunidad cristiana ha de ser considerada por todos "signo e instrumento de santidad" (Relatio finalis, A, 4).
La acogida plena del mensaje de las bienaventuranzas, la sincera imitación de Cristo a través de la oración, la penitencia, la práctica de las virtudes, la vida litúrgica y sacramental, son coeficientes de la respuesta a la vocación a la santidad, que, antes que un deber, constituye un título de honor del laicado católico y el secreto para realizar totalmente el propio papel en la Iglesia y en la sociedad.
3. La vocación a la santidad es irrenunciable. Nace en el bautismo y se puede practicar en cualquier condición de vida.
En el bautismo, sacramento del renacimiento, el discípulo de Cristo recibe la santidad ontológica, queda constituido en la condición de nueva criatura por medio de la gracia santificante. Es un germen, una semilla destinada a desarrollarse en un gran árbol mediante los cuidados personales y la constante ayuda que Dios no deja de dar, si lo invocamos. Es un don que se convierte también en conquista. La santidad ontológica se transforma así en santidad moral, gracias al empeño en traducir constantemente en acción "los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús" (Flp 2, 5).
En esta línea es en la que sustancialmente el Concilio señala a cada laico un objetivo audaz: "ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús" (Lumen gentium, 38).
Sobre estas amplísimas perspectivas, hacia las que se orienta indudablemente la preparación del próximo Sínodo sobre el laicado, vela amorosamente la Madre del Redentor y nuestra Madre, María, ejemplo preclaro de santidad. Mirándola a Ella, los cristianos, como he recordado en la Encíclica Redemptoris Mater (cf. n. 47), se esfuerzan cada vez más por crecer en la santidad. Así, con filial devoción, le rezamos.
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