Ángelus del domingo 4 de diciembre de 1983

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de diciembre de 1983

1. La salvación desciende del cielo, pero brota también de la tierra.

El Mesías-Salvador es el Hijo del Altísimo, pero, al mismo tiempo, fruto del seno de una mujer, la Virgen María. La historia de la salvación, que es historia de una alianza con Dios, se desarrolla en un diálogo entre Él y su pueblo. Todo es palabra y respuesta. A la palabra creadora y salvífica de Dios debe seguir la respuesta de fe de la humanidad. Esta lógica está presente sobre todo en el acontecimiento fundamental de la salvación, la Encarnación del Hijo de Dios. Lo mismo que en Cristo Jesús, Palabra del Padre, se resumen todas las gestas salvíficas de Dios, así en la respuesta de María se compendian y llegan a plenitud las adhesiones de fe del Pueblo de Dios y de todos sus miembros.

María, en particular, es la heredera y la plenitud de la fe de Abraham. Igual que al Patriarca lo tenemos como "padre nuestro", así María, con mayor razón, debe ser considerada "madre nuestra" en la fe. Abraham está en el origen, María en el culmen de las generaciones de Israel. Él anticipa y representa ante Dios al pueblo de la promesa; Ella, descendiente de Abraham y heredera privilegiada de su fe, obtiene el fruto de la promesa. Por la fe y la obediencia de María son bendecidas todas las familias de la tierra, según la promesa hecha a Abraham (cf. Gén 12, 3).

2. Las palabras de la Virgen: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38), evocan no sólo la figura y la actitud de Abraham, sino la imagen de todos los siervos y siervas del Señor que han colaborado con Él en la historia de la salvación. Recuerdan, más en general, las palabras de los hijos de Israel al pie del Sinaí, el día de la alianza: "Todo cuanto ha dicho el Señor lo cumpliremos" (Ex 24, 3). La respuesta de María es personal, pero tiene también un significado comunitario. En su sí confluye la fe del antiguo Israel y se inaugura la de la Iglesia. Su adhesión al Señor, por una solidaridad de gracia, es bendición para todos los que creen. A su fe está vinculada la salvación del mundo.

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