Ángelus del domingo 4 de febrero de 1979

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS
Domingo 4 de febrero de 1979

Deseo manifestar hoy mi profundo agradecimiento a Dios que me ha permitido llevar a cabo un servicio particular a la Iglesia y al Pueblo de Dios que está en México, precisamente al comienzo de mi pontificado. Para captar el significado de este servicio es necesario tener ante los ojos todo el pasado, el más lejano y el reciente, de la Iglesia en ese país, así como también la situación actual de México y de toda América Latina, objeto de estudio para la Conferencia de los representantes del Episcopado de todo aquel continente en Puebla.

El servicio del Papa estaba directamente vinculado a esta Conferencia y esto ha brindado ocasión para poner de relieve realmente la colegialidad episcopal en la solicitud pastoral por la Iglesia.

Al mismo tiempo mi servicio ha encontrado un terreno muy preparado en toda la comunidad católica de México. Testimonio de ello son no sólo los numerosos encuentros con los obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos, con el laicado, juventud, enfermos, obreros y "campesinos", sino también todo el desarrollo de la visita. En realidad el encuentro con México ha durado todo el periodo de mi permanencia en el país, sin intervalos. Cada paso a lo largo de los caminos, cada salida más allá del portón de la residencia, se convertían rápidamente en un encuentro en el que han participado millones y millones de personas. Lo mismo ocurrió durante la parada de un día en Santo Domingo, en el viaje de ida, y también en las Islas Bahamas durante el breve espacio de dos horas, en el viaje de vuelta, aunque esta escala tuviera lugar a altas horas de la noche.

Y precisamente por este encuentro con el Pueblo de Dios que es la Iglesia viva ―por todo el conjunto de este encuentro y sobre todo por cuanto ha sucedido en México―, quiero hoy aquí, en la plaza de San Pedro, dar gracias a Dios, Jesucristo y su Madre. La manifestación y, en cierto sentido, el testimonio de la Iglesia como una gran comunidad que cree y ora, que es "un solo corazón" y una sola alma, es fruto particular de estos días tan ocupados, pero muchísimo más felices.

¿Acaso puede esto resolver los múltiples problemas de la vida cotidiana de México y de América Latina, los problemas a que se refieren varios pasajes de mis discursos, y sobre los que trabajará la Conferencia en Puebla hasta el 12 del corriente febrero? Ciertamente no.

Sin embargo, este encuentro grande y múltiple con el Pueblo de Dios su desarrollo y el clima creado permiten, nos impulsan a contemplar los problemas en un contexto bien preciso: sobre todo en el contexto de los hombres, de las comunidades que viven la fe y la esperanza, que aprecian la libertad, que están ávidos de justicia y de paz.

Es necesario, pues, contemplar estos problemas en primer lugar con verdadero amor al hombre tal como es.

Todo el encuentro "mexicano" ha demostrado con qué intensidad el hombre de este país ―y ciertamente de todo el continente latinoamericano― cree en este amor traído por Cristo, y con qué íntima aspiración espera sobre todo ese amor. En él ve la solución principal y más profunda de sus problemas. Se alegra con la sola esperanza de estas soluciones.

Hoy en esta cita para el Angelus encomiendo a vuestras oraciones a todos los hombres con quienes me he encontrado en México: en la capital, Guadalupe, Puebla, Oaxaca Guadalajara y Monterrey, en los caminos y en las calles, y durante todas las reuniones y discursos. A todos los hombres de México y de América Latina.

Oremos para que la Iglesia pueda cumplir su misión y su servicio en relación con todos estos hombres, a fin de que ellos manifiesten el amor de Cristo que supera todo (cf. 1Cor 13, 14), como el programa de su vida cotidiana, familiar y social; y oremos para que este amor se muestre más fuerte que todo lo que lo obstaculiza y trata de destruirlo.

Que este sea el fruto de mi servicio en relación con la Iglesia en México y en América Latina.

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