Ángelus del domingo 4 de febrero de 1990
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 4 de febrero de 1990
1. Mi primera palabra, hoy, es de gratitud al Señor por el éxito del viaje pastoral a algunos países de África Occidental. Tengo vivamente grabado en mi espíritu el recuerdo de los calurosos encuentros con aquellas poblaciones, pobres en recursos materiales, pero singularmente ricas en valores humanos y cristianos. Tengo intención de volver a hablar próximamente sobre las impresiones que ha suscitado en mi esta fuerte experiencia de vida eclesial. Mientras tanto, doy gracias a Dios y confío a la intercesión de la Virgen Santísima la semilla arrojada en aquel fértil terreno.
2. Desde hace algún tiempo estamos dedicando la oración del Ángelus a reflexionar sobre el tema de la formación sacerdotal, que será objeto del próximo Sínodo de los Obispos. Hoy quisiera atraer vuestra atención sobre lo que precede a esa formación, a saber, sobre las condiciones de maduración y de desarrollo de las vocaciones sacerdotales.
¿En qué medida y con qué medios se puede favorecer el nacimiento y el crecimiento de estas vocaciones? Es un problema que se plantea especialmente a los padres y a los educadores cristianos, y que merece estudiarse con atención.
3. Frente a ese problema conviene, ante todo, recordar que la vocación deriva de una iniciativa soberana de Dios. Es preciso respetar la decisión divina, que no se puede forzar y que no se puede sustituir por una decisión humana. ¡Son aptos para el sacerdocio sólo aquellos a quienes Cristo llama!
Así se explica por qué uno de los medios principales para favorecer las vocaciones es la oración. Orando podemos obtener que las llamadas se multipliquen: "Rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38). Esa oración, que Cristo nos ha mandado hacer, no puede dejar de tener eficacia.
Además de la oración, otras iniciativas humanas pueden mostrarse útiles para que florezca una vocación. Un episodio evangélico nos ofrece un ejemplo sugestivo: Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús, narró a su hermano Simón lo que le había sucedido, y "le llevó donde Jesús" (Jn 1, 42). Desde luego, fue Jesús quien llamó a Simón y le dio el nombre de Pedro, pero la iniciativa de Andrés es la que habla producido el encuentro en el que luego Jesús dirigió su llamada al futuro Jefe de la Iglesia.
4. En conclusión es que cada uno de nosotros puede llegar a ser instrumento de la gracia de la vocación. A veces una palabra dicha a un joven, o una simple pregunta, pueden despertar en él la idea de la vocación. En especial los educadores tienen la posibilidad de hacer comprender el valor de la vida sacerdotal; y, si son sacerdotes, podrán suscitar en los jóvenes que se cruzan en su camino el entusiasmo por la vocación sacerdotal sobre todo mediante el testimonio de su vida. Sin embargo, esto debe tener lugar siempre dentro del respeto a la libertad personal del joven, en un contexto de delicadeza que evite todo lo que podría cobrar la apariencia de una presión moral.
Orando por las vocaciones sacerdotales, oraremos también a fin de que el Sínodo anime a todos los cristianos a favorecerlas, según los medios que estén a su alcance. Que la Virgen María, llena de solicitud por el desarrollo de la Iglesia, refuerce con su intercesión el valor de nuestra oración.
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