Ángelus del domingo 5 de agosto de 1979

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS
Domingo 5 de agosto de 1979

1. El Angelus Domini ―oración que nos trae a la memoria el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios― evoca también en quienes lo rezan el recuerdo de los difuntos. Si siempre ha sido así, tanto más lo es hoy, aquí en Castelgandolfo, donde ese recuerdo es especialmente actual. En efecto, hace un año, en la fiesta de la Transfiguración del Señor, el 6 de agosto, precisamente aquí en Castelgandolfo terminaba su difícil y laboriosa vida el Papa Pablo VI. Mañana, alrededor de las nueve de la noche, se cumplirá el primer aniversario de la muerte de aquel gran Papa. Y por eso deseamos hoy, en esta víspera, dedicarle de modo especial la plegaria del Angelus.

Al contemplar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, no olvidemos que ese misterio esclarece las tinieblas de la peregrinación terrena de todo hombre, especialmente sus últimos días que están señalados por el sufrimiento de la agonía. Morimos en Cristo, que ha vencido a la muerte y ha abierto la perspectiva de la vida eterna. Pablo VI, hace un año, dejaba este mundo con la certeza de la fe que proclamaba y con la cual estuvo compenetrada su vida terrena hasta los últimos instantes. Los que tuvieron la posibilidad de estar con él durante los últimos momentos de su vida, aquí en Castelgandolfo, recuerdan y dan testimonio de aquella muerte, humanamente tan dolorosa, pero compenetrada en Cristo con la gran fuerza de la fe. "Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum Eius: Preciosa a los ojos del Señor es la muerte de sus fieles" (Sal 115 [116], 15).

2. Hoy, víspera del primer aniversario de aquella muerte, deseamos todos juntos recomendar el alma del difunto Pontífice a Cristo Nuestro Señor que es "Padre por siempre" (Is 9, 5), pidiendo para él esa paz que sólo Cristo puede dar.

Deseamos también glorificar y dar gracias a la Santísima Trinidad por aquella vida ―de más de ochenta años― tan llena hasta el fin y sin reserva alguna del servicio a la Iglesia y a la humanidad. Parece que éste fue el deseo más ardiente del Difunto: poder servir hasta el fin y marcharse en el momento justo, sin molestar a nadie con su propia persona. Aunque después de su muerte nos invadieron a todos la tristeza y el luto, ello no quita para que hayamos dado gracias, y las demos también hoy, al Señor porque escuchó la oración de su siervo y Vicario sobre la tierra; porque le concedió, con una muerte impresionante, llevar a cabo la obra de su vida y lanzar así a la Iglesia y al mundo su último mensaje de amor, de humildad y de donación.

"Gloria Dei -vivens homo-: la gloria de Dios es el hombre viviente" (San Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7). La gloria de Dios y también la muerte del hombre, en la que se revela la aurora de la vida eterna.

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