Ángelus del sábado 1 de noviembre de 1980

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Sábado 1 de noviembre de 1980
Solemnidad de Todos los Santos

1. "Creo en un solo Dios"... Así comienza la profesión de nuestra fe, el "símbolo apostólico", que termina con las palabras: "Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna".

Cuando hoy, y también mañana, visitemos los diversos lugares en que descansan los difuntos, tratemos de tener ante los ojos el primero y el último artículo del Credo. Entre ellos existe un vínculo estrechísimo e indisoluble: la lógica más profunda de la fe.

El mundo, en el que vivimos, en el que venimos a la luz y en el que morimos, no tiene en sí mismo la vida eterna, ni siquiera es capaz de dársela al hombre. La vida eterna está solamente en Dios y viene de Dios. Esa vida eterna es una perspectiva del hombre solamente en el mundo que tiene su comienzo en Dios. Este es precisamente el mundo "creado" del que habla el símbolo apostólico desde las primeras palabras: "Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra...".

Este día y el 2 de noviembre suscitan en nosotros una particular necesidad de reflexión. Secundémosla, dejándonos guiar, hasta el fin, por la lógica de la fe, siguiendo desde el principio hasta el fin nuestro "Credo".

2. Creo en Dios, Padre todopoderoso... Hace una semana, concluyó sus laboriosas reflexiones el Sínodo de los Obispos, reunido en la asamblea dedicada a la misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo. Será preciso volver todavía, y más de una vez, a los trabajos de ese Sínodo, a sus conclusiones y "proposiciones" finales.

Hoy, día de Todos los Santos, pensemos particularmente que todos aquellos, a los que nosotros veneramos tan solemnemente, el 1 de noviembre, deben el comienzo de su vida en esta tierra a la familia. Que ellos fueron hijos de sus padres y de sus madres. Que fueron hermanos de sus hermanas y hermanas de sus hermanos. Que frecuentemente ellos mismos, a su vez, fueron padres y madres de familia. La vocación divina a la santidad, que Cristo nos ha traído en el Espíritu Santo, pasa a través de la familia: a través de tantas familias en las diversas naciones, continentes y razas; se trata de una vocación dirigida a todas las familias y a cada una en particular.

En la solemnidad de Todos los Santos veneramos el fruto definitivo de la vocación común a la santidad, que ha pasado a través de tantas familias en la tierra. Y he aquí que, juntamente con la realización de esta vocación, juntamente con la respuesta a los múltiples dones de la gracia de Dios, ha crecido y crece constantemente en el reino del siglo venidero una gran Familia Divina. En esta Familia se revela, hasta el fin, la Paternidad de Dios, que nosotros profesamos aquí, en la tierra, diciendo: Creo en Dios, Padre todopoderoso. Esta Familia en el reino del siglo que ha de venir, es conducida al Padre por Jesucristo, Hijo de Dios, en el Espíritu Santo. Esta Familia vive de la plenitud divina de la verdad y del amor, gozando eternamente de la íntima unión con Dios en el misterio de la comunión de los santos.

San Juan escribe: "Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

3. En la solemnidad de Todos los Santos, meditando sobre estos grandes misterios divinos, quiero dar gracias también, juntamente con vosotros, al Señor por el don inestimable del sacramento del sacerdocio, que recibí, hace 34 años, de manos del cardenal Adam Stefan Sapieha, en aquel tiempo metropolitano de Cracovia.

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