Angelus, 25 febrero 2001

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 25 de febrero de 2001 

    

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. El reciente consistorio para la creación de cuarenta y cuatro nuevos cardenales, celebrado pocas semanas después de la conclusión del Año santo, será seguramente memorable en los anales de la Iglesia. Deseo reflexionar una vez más en ese acontecimiento y en su significado, que no sólo interesa a los nuevos purpurados y a las comunidades eclesiales de las que provienen, sino también a toda la familia de Dios y a su misión en el mundo actual.

Es como si un viento de renovada esperanza hubiera soplado sobre el pueblo cristiano. Durante el jubileo y también en estos días ha resonado con fuerza la invitación a tener la mirada dirigida al futuro. La Iglesia mira hacia adelante, y quiere "remar mar adentro", animada por el dinamismo espiritual suscitado en su seno por la experiencia jubilar. Este dinamismo no puede por menos de consolidar y enriquecer los elementos que pertenecen, por decirlo así, al código genético de la comunidad eclesial:  su unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. El incremento del Colegio cardenalicio, a la vez que manifiesta la unidad del Cuerpo eclesial en torno al Sucesor de Pedro, subraya su dimensión católica, reflejada en el hecho de que los purpurados proceden de todas las partes del mundo.

2. Surge espontánea la pregunta:  ¿cómo puede la Iglesia mantenerse fiel a su vocación, en un tiempo en el que la cultura dominante parece ir a menudo contra la lógica exigente del Evangelio? A esta pregunta responde, de forma simbólica, el color rojo de las vestiduras de los cardenales.
Como es sabido, evoca la sangre de los mártires, testigos de Cristo hasta el sacrificio supremo.
Los purpurados deben hacer visible con su vida un amor a Cristo que no se detiene ante ningún sacrificio. Para todos los cristianos su ejemplo será un estímulo a servir generosamente al Maestro divino, sintiéndose miembros vivos de su único Cuerpo místico, que es la Iglesia.

Una condición necesaria para esta ardua tarea es la contemplación asidua del rostro del Señor. Lo escribí en la carta apostólica Novo millennio ineunte, y lo he reafirmado en muchas ocasiones. En efecto, si falla la escucha de la palabra de Dios, si se debilitan la oración y el contacto interior con el Señor, es fácil caer en un activismo estéril, que constituye un peligro por desgracia frecuente, sobre todo en nuestros días.

3. Invoquemos sobre los nuevos cardenales la asistencia especial de María, Madre de la Iglesia. Al rezar juntos el Ángelus, pidámosle que obtenga a todos los creyentes un impulso generoso de testimonio evangélico más convencido y fiel.

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