Angelus: 27 de febrero

Autor: Juan Pablo II

JUAN PABLO II

  ÁNGELUS domingo 27 de febrero de 2000 

   
Amadísimos hermanos y hermanas: 1. Doy gracias al Señor porque, después de la especial conmemoración de Abraham celebrada en la sala Pablo VI el miércoles pasado, me permitió realizar durante estos días la proyectada peregrinación a Egipto, tierra hospitalaria, que dio refugio a la Sagrada Familia cuando huía de Herodes, acogió el Evangelio ya desde los tiempos apostólicos, y es heredera de una civilización antiquísima. El momento culminante de esta peregrinación fue la subida al monte Sinaí.

Expreso mi agradecimiento al presidente Mubarak y a las autoridades egipcias, a los organizadores y a quienes de diferentes modos contribuyeron a la realización de mi visita, siguiendo los pasos de Moisés. Renuevo mi gratitud a la Iglesia ortodoxa copta, con cuyo patriarca, Su Santidad Shenuda III, mantuve un coloquio cordial; también al egúmeno Damianos y a los monjes greco-ortodoxos, por su hospitalidad en el monte Sinaí

2. Envío mi cordial saludo y mi agradecimiento a la fervorosa comunidad católica, con la que celebré, el viernes, en el palacio de deportes de El Cairo, una misa solemne, en la que participaron todas las Iglesias presentes en Egipto:  la copta, con el patriarca Stéphanos II Ghattas, la latina, la maronita, la griega, la armenia, la siria y la caldea.

En la nueva catedral, consagrada la pasada Navidad, también tuvo lugar un significativo encuentro ecuménico con representantes y fieles de las Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Egipto. A este propósito, me complace subrayar cuán fructuoso fue el diálogo con la Iglesia ortodoxa copta, y pido al Señor que lo haga cada vez más rico en frutos de mutuo conocimiento y colaboración.

Quisiera, asimismo, dar las gracias al gran jeque de Al-Azhar Sayed Tantawi, jefe de la comunidad musulmana, a la que pertenece la mayor parte de la población, por el amable encuentro que mantuvimos.

Mi pensamiento se dirige, ahora, a la meta central de mi peregrinación, el antiquísimo monasterio de Santa Catalina, en el monte Sinaí. Allí, con una ceremonia sencilla pero emotiva, conmemoré tanto el momento en que Dios, hablando desde la zarza ardiente, reveló a Moisés su nombre:  "Yo soy", como el momento en que selló con el pueblo la Alianza sobre la base del Decálogo. En los diez mandamientos se reflejan los preceptos fundamentales de la ley natural. El Decálogo indica el camino para una vida plenamente humana. Fuera de él no hay futuro de serenidad y de paz para las personas, las familias y las naciones.

3. Mi mirada se dirige ahora hacia Tierra Santa, la tierra de Jesucristo, a donde, Dios mediante, iré en la última semana de marzo. Al mismo tiempo que doy las gracias a cuantos me acompañaron con su oración y siguen cercanos a mí con su apoyo espiritual, invoco a la Madre del Redentor para que mi visita a los lugares donde hace dos mil años el Verbo de Dios "puso su morada" en medio de los hombres redunde en beneficio de toda la Iglesia y del mundo entero.

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