Asociación de médicos católicos italianos
MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXIII ASAMBLEA
NACIONAL ITALIANA DE MÉDICOS CATÓLICOS
Al ilustrísimo señor
Prof. Domenico di Virgilio
Presidente de la Asociación de médicos católicos italianos
1. Con ocasión de la XXIII asamblea nacional de la Asociación de médicos católicos italianos, le dirijo a usted y a todos los presentes mi más cordial saludo.
La solicitud de la Iglesia por los enfermos ha acompañado siempre la predicación del Evangelio, traduciéndose en iniciativas de asistencia y curación, de las que se han beneficiado innumerables personas heridas por el sufrimiento. Vosotros, los médicos católicos, conscientes de ello, estáis llamados, como creyentes, a dar testimonio de Cristo mediante las obras de caridad fraterna y el compromiso de promover la paz y la justicia, contribuyendo de forma eficaz a eliminar los motivos de sufrimiento que humillan y entristecen al hombre. Además, como médicos, es decir, como servidores de la vida, encontráis en el ejercicio de vuestra profesión una ocasión privilegiada para contribuir a la edificación de un mundo que corresponda cada vez más a la dignidad del ser humano. La medicina, entendida auténticamente, habla el lenguaje universal de la comunión, poniéndose a la escucha de todo hombre, sin distinción, y acogiendo a todos para aliviar los sufrimientos de cada uno.
2. No existe un solo ser humano que no haya sufrido o no pueda sufrir una enfermedad. Esta puede afectar a todos, implicando a la persona en todos los niveles, desde el físico hasta el psicológico. Por consiguiente, la medicina debe esforzarse por ser interlocutora de todo ser humano enfermo, sin ceder a discriminaciones, sino yendo al encuentro de las necesidades de toda la persona.
Para realizar esto, no puede prescindir de una atenta reflexión sobre la naturaleza misma del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza. La dignidad del hombre encuentra su fundamento no sólo en el misterio de la creación, sino también en el de la redención, llevada a cabo por nuestro Señor Jesucristo. Y si el origen del hombre es por sí mismo fundamento de su dignidad, también lo es su destino: el hombre está llamado a ser "hijo en el Hijo" y templo vivo del Espíritu, en la perspectiva de la vida eterna de comunión beatificante con Dios.
El hombre es centro y cumbre de todo lo que existe en la tierra: ningún otro ser visible posee su misma dignidad. En cuanto sujeto "consciente y libre", no puede nunca ser reducido a simple instrumento. La dignidad inviolable de la persona debe afirmarse con fuerza y coherencia hoy más que nunca. No se puede hablar de seres humanos que no son ya personas o que aún deben llegar a serlo: la dignidad personal pertenece radicalmente a cada ser humano y ninguna diferencia es aceptable ni justificable.
3. Queridos cultivadores de la medicina, reafirmo ante vosotros los principios éticos que tienen sus raíces en el mismo Juramento de Hipócrates: no existen vidas que no merezcan ser vividas; no hay sufrimientos, por más dolorosos que sean, que puedan justificar la eliminación de una existencia; no hay razones, por más altas que sean, que hagan plausible la "creación" de seres humanos destinados a ser utilizados y destruidos.
Que os impulse siempre en vuestras opciones la convicción de que es preciso promover y defender la vida desde su concepción hasta su ocaso natural: lo que os permitirá distinguiros como médicos católicos será precisamente la defensa de la dignidad inviolable de toda persona humana.
En vuestra obra de salvaguarda y promoción de la salud, no descuidéis nunca la dimensión espiritual del hombre. Si, en vuestro empeño por curar y aliviar los sufrimientos, tenéis muy presentes el sentido de la vida y de la muerte, y la función del dolor en la vida humana, lograréis ser auténticos promotores de civilización.
4. En nuestra sociedad prevalece a veces una mentalidad arrogante, que pretende discriminar entre vida y vida, olvidando que la única respuesta verdaderamente humana ante el sufrimiento ajeno es el amor que se prodiga acompañando y compartiendo.
Por desgracia, como sucede en muchas otras actividades humanas, también en la medicina el progreso científico, que por una parte representa un instrumento formidable para mejorar las condiciones de vida y de bienestar, por otra puede quedar asimismo sometido a la voluntad de atropello y de dominio. En ese caso, la investigación científica, orientada al bien del hombre por su propia naturaleza, corre el riesgo de perder su vocación originaria. Ningún tipo de investigación puede ignorar la intangibilidad de todo ser humano: violar esta barrera significa abrir las puertas a una nueva forma de barbarie.
5. Queridos médicos, la visión cristiana del servicio al prójimo que sufre no puede por menos de ayudar al ejercicio correcto de una profesión de fundamental importancia social. También la investigación biomédica ha de ser vivificada por la inspiración cristiana para que contribuya cada vez mejor al verdadero bienestar de la humanidad.
En los hospitales o en los laboratorios sentíos orgullosos de la identidad cristiana, que os ha caracterizado en estos sesenta años de servicio a los enfermos y de promoción de la vida. Reconoced en todo enfermo al mismo Cristo, colaborando con los que trabajan en la pastoral de los enfermos. A la aportación insustituible de vuestra profesionalidad añadid el "corazón", el único capaz de humanizar las instituciones. Vivificad el servicio con la oración constante a Dios, "que ama la vida" (Sb 11, 26), recordando siempre que la curación, en última instancia, viene del Altísimo (cf. Si 38, 1-2).
Queridos médicos católicos, os encomiendo con afecto a la Virgen santísima, a la que invocáis como Salus infirmorum et Mater scientiae, para que, sosteniéndoos con su fúlgido ejemplo de firmeza en la fe y de grandeza en la misericordia, os proteja en el ejercicio diario de vuestra profesión.
Con estos sentimientos, os bendigo a todos de corazón. Vaticano, 9 de noviembre de 2004
* * * *
Oración del médico compuesta por Juan Pablo II
Señor Jesús, Médico divino,
que en tu vida terrena
tuviste predilección por los que sufren
y encomendaste a tus discípulos
el ministerio de la curación,
haz que estemos siempre dispuestos
a aliviar los sufrimientos de nuestros hermanos.
Haz que cada uno de nosotros,
consciente de la gran misión que le ha sido confiada,
se esfuerce por ser siempre instrumento
de tu amor misericordioso en su servicio diario.
Ilumina nuestra mente.
Guía nuestra mano.
Haz que nuestro corazón sea atento y compasivo.
Haz que en cada paciente
sepamos descubrir los rasgos de tu rostro divino.
Tú, que eres el camino,
concédenos la gracia de imitarte cada día
como médicos no sólo del cuerpo
sino también de toda la persona,
ayudando a los enfermos
a recorrer con confianza su camino terreno
hasta el momento del encuentro contigo.
Tú, que eres la verdad,
danos sabiduría y ciencia,
para penetrar en el misterio del hombre
y de su destino trascendente,
mientras nos acercamos a él
para descubrir las causas del mal
y para encontrar los remedios oportunos.
Tú, que eres la vida,
concédenos anunciar y testimoniar en nuestra profesión
el "evangelio de la vida",
comprometiéndonos a defenderla siempre,
desde la concepción hasta su término natural,
y a respetar la dignidad de todo ser humano,
especialmente de los más débiles y necesitados.
Señor, haznos buenos samaritanos,
dispuestos a acoger, curar y consolar
a todos aquellos con quienes nos encontramos
en nuestro trabajo.
A ejemplo de los médicos santos que nos han precedido,
ayúdanos a dar nuestra generosa aportación
para renovar constantemente las instituciones sanitarias.
Bendice nuestro estudio y nuestra profesión.
Ilumina nuestra investigación y nuestra enseñanza.
Por último, concédenos que,
habiéndote amado y servido constantemente
en nuestros hermanos enfermos,
al final de nuestra peregrinación terrena
podamos contemplar tu rostro glorioso
y experimentar el gozo del encuentro contigo,
en tu reino de alegría y paz infinita.
Amén.