Audiencia del 8 de septiembre de 1999
Papa Juan Pablo II: Audiencia general de los miércoles
Miércoles 8 de septiembre de 1999
1. Continuando la profundización en el sentido de la conversión, hoy trataremos de comprender también el significado del perdón de los pecados que nos ofrece Cristo a través de la mediación sacramental de la Iglesia.
Y en primer lugar queremos tomar conciencia del mensaje bíblico sobre el perdón de Dios: mensaje ampliamente desarrollado en el Antiguo Testamento y que encuentra su plenitud en el Nuevo. La Iglesia ha insertado este contenido de su fe en el Credo mismo, donde precisamente profesa el perdón de los pecados: «Credo in remissionem peccatorum».
2. El Antiguo Testamento nos habla, de diversas maneras, del perdón de los pecados. A este respecto, encontramos una terminología muy variada: el pecado es «perdonado», «borrado» (Ex 32, 32), «expiado» (Is 6, 7), «echado a la espalda» (Is 38, 17). Por ejemplo, el Salmo 103 dice: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades» (v. 3); «no nos trata como merecen nuestros pecados; ni nos paga según nuestras culpas» (v. 10); «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (v. 13).
Esta disponibilidad de Dios al perdón no atenúa la responsabilidad del hombre ni la necesidad de su esfuerzo por convertirse. Pero, como subraya el profeta Ezequiel, si el malvado se aparta de su conducta perversa, su pecado ya no será recordado, y vivirá (cf. Ez 18, espec. vv. 19-22).
3. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1443).
Culmen de esta revelación puede considerarse la sublime parábola normalmente llamada «del hijo pródigo», pero que debería denominarse «del padre misericordioso» (cf. Lc 15, 11-32). Aquí la actitud de Dios se presenta con rasgos realmente conmovedores frente a los criterios y las expectativas del hombre. Para comprender en toda su originalidad el comportamiento del padre en la parábola es preciso tener presente que, en el marco social del tiempo de Jesús, era normal que los hijos trabajaran en la casa paterna, como los dos hijos del dueño de la viña, de la que nos habla en otra parábola (cf. Mt 21, 28-31). Este régimen debía durar hasta la muerte del padre, y sólo entonces los hijos se repartían los bienes que les correspondían como herencia. En cambio, en nuestro caso, el padre accede a la petición del hijo menor, que quiere su parte de patrimonio, y reparte sus haberes entre él y su hijo mayor (cf. Lc 15, 12).
4. La decisión del hijo menor de emanciparse, dilapidando los bienes recibidos del padre y viviendo disolutamente (cf. Lc 15, 13), es una descarada renuncia a la comunión familiar. El hecho de alejarse de la casa paterna indica claramente el sentido del pecado, con su carácter de ingrata rebelión y sus consecuencias, incluso humanamente, penosas. Frente a la opción de este hijo, la racionalidad humana, expresada de alguna manera en la protesta del hermano mayor, hubiera aconsejado la severidad de un castigo adecuado, antes que una plena reintegración en la familia.
El padre, por el contrario, al verlo llegar de lejos, le sale al encuentro, conmovido, (o, mejor, «conmoviéndose en sus entrañas», como dice literalmente el texto griego: Lc 15, 20), lo abraza con amor y quiere que todos lo festejen.
La misericordia paterna resalta aún más cuando este padre, con un tierno reproche al hermano mayor, que reivindica sus propios derechos (cf. Lc 15, 29 ss), lo invita al banquete común de alegría. La pura legalidad queda superada por el generoso y gratuito amor paterno, que va más allá de la justicia humana, e invita a ambos hermanos a sentarse una vez más a la mesa del padre.
El perdón no consiste sólo en recibir nuevamente en el hogar paterno al hijo que se había alejado, sino también en acogerlo en la alegría de una comunión restablecida, llevándolo de la muerte a la vida. Por eso, «convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (Lc 15, 32).
El Padre misericordioso que abraza al hijo perdido es el icono definitivo del Dios revelado por Cristo. Dios es, ante todo y sobre todo, Padre. Es el Dios Padre que extiende sus brazos misericordiosos para bendecir, esperando siempre, sin forzar nunca a ninguno de sus hijos. Sus manos sostienen, estrechan, dan fuerza y al mismo tiempo confortan, consuelan y acarician. Son manos de padre y madre a la vez.
El padre misericordioso de la parábola contiene en sí, trascendiéndolos, todos los rasgos de la paternidad y la maternidad. Al arrojarse al cuello de su hijo, muestra la actitud de una madre que acaricia al hijo y lo rodea con su calor. A la luz de esta revelación del rostro y del corazón de Dios Padre se comprenden las palabras de Jesús, desconcertantes para la lógica humana: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Así mismo: «Se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» (Lc 15, 10).
5. El misterio de la «vuelta a casa» expresa admirablemente el encuentro entre el Padre y la humanidad, entre la misericordia y la miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo al hijo perdido, sino que se extiende a todos.
La invitación al banquete, que el padre dirige al hijo mayor, implica la exhortación del Padre celestial a todos los miembros de la familia humana para que también ellos sean misericordiosos.
La experiencia de la paternidad de Dios conlleva la aceptación de la «fraternidad», precisamente porque Dios es Padre de todos, incluso del hermano que yerra.
Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla del Padre; también deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente a los fariseos y escribas, que lo acusan de recibir a los pecadores y comer con ellos (cf. Lc 15, 2), demuestra que prefiere a los pecadores y publicanos que se acercan a él con confianza (cf. Lc 15, 1) y así revela que fue enviado a manifestar la misericordia del Padre. Es la misericordia que resplandece sobre todo en el Gólgota, en el sacrificio que Cristo ofrece para el perdón de los pecados (cf. Mt 26, 28).
Saludos
Doy la bienvenida a los peregrinos procedentes de España, Chile, México, Venezuela, Argentina y demás países latinoamericanos. Invocando sobre todos vosotros la infinita ternura de Dios Padre, rico en misericordia, os bendigo de corazón.
(A los peregrinos eslovacos, recordándoles los tres mártires de Koýice)
Estos mártires nos repiten con san Pablo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rm 8, 35). Quiera Dios que la valentía de los mártires de Koýice sea para cada uno de vosotros estímulo a vivir fielmente el Evangelio. Que os ayude a lograrlo la intercesión de san Marcos, san Esteban y san Melchor, y también mi bendición apostólica.
(En italiano)
Mi saludo, lleno de afecto, se dirige ahora a vosotros, queridos jóvenes, enfermos y recién casados.
A vosotros, queridos muchachos y muchachas, la actual fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María os recuerda que la juventud no sólo es una etapa de vuestro crecimiento, sino también un estado del alma que hay que cultivar con la pureza de las intenciones y de las acciones.
Para vosotros, queridos enfermos, esta fiesta es una invitación a la esperanza: María, con su humildad y «pequeñez» evangélica, está cerca de vosotros y os sostiene con la dulzura de una hermana y la solicitud de una madre.
Y vosotros, queridos recién casados, que empezáis la extraordinaria aventura de una nueva familia, contemplad a María: esta mujer maravillosa quiere entrar en vuestros hogares para colmarlos de alegría en la hora de la fiesta y de consuelo en el momento de la prueba. A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.