Audiencia general de 27 de diciembre de 1989

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de diciembre de 19

89

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de festejar la Santa Navidad, y aún permanece vivo en nuestros corazones el profundo eco espiritual que esta solemnidad de la liturgia cristiana deja siempre en nosotros.

La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la Epifanía.

Y como si eso no bastase, esta concentración de fiestas litúrgicas coincide con el inicio del nuevo año, y también esta coincidencia es muy significativa: como si nos quisiera sugerir la idea y el propósito de que hemos de afrontar y vivir el futuro desconocido, que nos espera, bajo el signo de aquella abundantísima gracia divina que se nos concede, si tenemos las debidas disposiciones, en el curso de esta sucesión de festividades.

2. Sobre todo las fiestas de Navidad y Año Nuevo tienen un eco especial en el ánimo de la gente. La Navidad ejerce una fascinación y un atractivo misterioso incluso en muchos que no frecuentan la Iglesia, o que tal vez ya no creen: se diría que la Navidad crea casi, entre las tribulaciones y los afanes de su vida inquieta, una irresistible pausa de paz, de esperanza y como de recuperación de una inocencia perdida. Luego, el Año Nuevo no puede menos de tocar la imaginación y la sensibilidad de todos, creyentes y no creyentes, recordando el fluir inexorable del tiempo y llevándonos a esperar, a pesar de los desencantos, que el año que viene sea mejor que el anterior.

Nosotros, los cristianos, no tenemos dudas acerca de esta perspectiva de progreso en luz escatológica, pues sabemos que la historia, a pesar de sus altibajos, se encamina hacia el definitivo triunfo de Cristo. En nuestras manos está el corresponder, día tras día, a aquel continuo aumento de gracia que Dios, en su infinita bondad, quiere regalarnos para hacernos avanzar sin pausas ni estorbos hacia el Reino de Dios.

Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como "luz del mundo" y "sal de la tierra". Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella "vida eterna", celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada precisamente del Apóstol Juan: "La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó" (1 Jn 1, 2).

3. Los cristianos no sacan esta fuerza de renovación, y esta invencible esperanza de redención y de liberación, de ideologías simplemente humanas, sino más bien, como dice san Pablo, de la "demostración del Espíritu y del poder" (1Co 2, 4). Solamente entrando en la escuela de Cristo, del divino Niño que se nos ha dado en Navidad, el hombre puede llegar a ser guía de otros hombres en el camino de una perfección final y definitiva, personal y social, que sobrepasa las débiles fuerzas de la naturaleza humana, herida por el pecado, y rompe de una vez por todas la cadena de las amarguras y de los desengaños que aprisiona nuestra historia terrena.

Amadísimos hermanos y hermanas: que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, "reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los secretos divinos", aquel que nos reveló "las misteriosas profundidades del Verbo divino", el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del Señor, y que podamos, de alguna manera, experimentar su presencia en lo más íntimo de nuestro corazón, de forma que estemos de verdad en comunión con Él y con el Padre, y por tanto con nuestros hermanos, y que seamos anunciadores convencidos y convincentes de cuanto hemos "visto" y "tocado" del Verbo de la Vida.

Así podremos decir que hemos celebrado bien la Navidad.

Así podremos prepararnos de verdad para el año nuevo, que por ello no podrá menos de ser para nosotros un año rico en promesas y en frutos nuevos por el camino del bien. Con mi bendición.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a las personas, familias y grupos de América Latina y España presentes en esta última Audiencia del año que está por concluir.

Mi más afectuoso saludo se dirige también a la Comunidad de los Legionarios de Cristo, de Roma, que de acuerdo con una bella tradición, desean con su numerosa presencia felicitar al Papa en tan entrañables fechas. Ante todo, agradezco vuestro significativo gesto y al mismo tiempo, os aliento a poner generosamente los dones que habéis recibido de Dios en servicio de la Iglesia y de la humanidad. Así colaboraréis positivamente en la construcción del Reino de Cristo.

Asimismo deseo saludar al Coro del Conservatorio de Cuenca (España) que, con sus hermosos villancicos, nos recuerdan la religiosidad popular española. A vosotros, intérpretes de la belleza y armonía del Creador, os invito a mantener siempre fija la mirada en los valores del espíritu, para que, oyéndoos, los que os escuchan dirijan su pensamiento a Dios.

Con mis mejores deseos de un feliz Año Nuevo, lleno de paz en el Señor, a vosotros queridos hijos e hijas de América Latina y de España, imparto mi bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestros seres queridos.

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